El proyecto de reconocimiento legal de la autonomía irlandesa (Home Rule) fue aprobado en 1886 por la Cámara de los Comunes, pero no por la de los Lores, a pesar del apoyo del premier Gladstone: por otra parte, Parnell cayó en desprestigio al ser llevado a los tribunales por un marido ofendido. El clero, y muchos de sus secuaces, le abandonaron —se alude a ello repetidamente en Ulises—, pero al morir poco después Parnell, se difundió la leyenda de que no había muerto sino que esperaba el retorno en el destierro, y en su tumba (descrita en [6]) se había enterrado un ataúd lleno de piedras.
El partido autonomista se desvaneció con Parnell, reemplazándole varias fuerzas: ante todo, la tan mencionada en Ulises, los del Sinn Fein («Nosotros Solos», en lengua vernácula), inicialmente de carácter no-violento y pequeño-burgués; el laborismo irlandés, que quería extender las agitaciones de protesta hacia el proletariado urbano y rural; la hermandad secreta Irish Republican Brotherhood; y, como movimiento intelectual y literario, la Gaelic League, que afluye a la gran reviviscencia del teatro y la lírica irlandesa —en lengua inglesa, sin embargo, principalmente—, que tuvo en Lady Gregory su principal promotora y en W. B. Yeats su más característico y alto poeta —sin olvidar a A. E. (George Moore), presentado sarcásticamente en [10]. (La tragedia de este movimiento literario fue que sus figuras más sólidas se ausentaran del país: G. B. Shaw, para triunfar en Londres; el propio Joyce, como exilado voluntario en el continente.)
En 1904, cuando se desarrolla la acción de Ulises, los movimientos irlandeses no habían alcanzado aún su punto de ebullición, pero en 1916, a los dos de los ocho años que tardó Joyce en escribir Ulises, se produce una rebelión armada que es dominada por las fuerzas británicas, ajusticiando a sus jefes, pero que hace evidente la imposibilidad de mantener el estado de cosas frente al crecimiento de los laboristas y los cada vez más radicalizados Sinn Fein. En las elecciones de 1918 triunfa el Sinn Fein, flanqueado y desbordado por la aún hoy famosa I.R.A.: a fines de 1921, Inglaterra accede a dar a Irlanda una independencia apenas vinculada por la condición llamada de Dominion. En 1949, Irlanda se separaría incluso de la Commonwealth.
James Joyce no sólo no se identificó con el nacionalismo irlandés sino que lo atacó de modo sarcástico y a veces brutal. Dentro de Ulises, tal actitud tiene su condensación más extremosa en [12], caricatura de un innominado «Ciudadano», monomaníaco exaltador de lo irlandés, en contraste con Bloom, que, hijo de un judío húngaro y desarraigado incluso de su propia raza, resulta un verdadero apátrida, mirado con recelo y distanciamiento por los dublineses, por más que proclame que su patria es Irlanda. En ese capítulo, la fantasía sobre la ejecución del joven rebelde irlandés resulta quizá demasiado cruel si se piensa que se escribió después de la ejecución de los jefes rebeldes de 1916.
No es extraño que James Joyce haya tenido en su propio país una mala prensa que todavía colea: desde 1904, como veremos en seguida con más detalle, abandona Irlanda, para volver sólo en alguna visita ocasional, hasta 1912: morirá, en 1941, sin haber vuelto a poner los pies en Irlanda —y sólo muy fugazmente en Inglaterra. Pero esa falta de sentido nacionalista está en significativo contraste con su monomaníaca obsesión —a la vez amor y odio— por Dublín, tema único de toda su vida.
James Augustine Joyce nació el 2 de febrero de 1882 en las afueras de Dublín —en Rathmines. Vale la pena anotar esa fecha —la Candelaria— porque en ella, cuarenta años exactos después, recibiría Joyce los primeros ejemplares de Ulises, enviados urgentemente por medio de un maquinista de tren para que le llegasen en el día de su cumpleaños; vale la pena anotar también su segundo nombre porque él le añadiría en su confirmación el de Aloysius (Luis Gonzaga), como buen escolar que era entonces de los jesuitas —entre 1888 y 1891, en el colegio Conglowes. Por dificultades económicas, el padre de Joyce, John Stanislaus —retratado en Autorretrato y Ulises como Simon Dedalus—, trasladó a James a otro colegio más modesto —humillante episodio que Joyce silenció siempre, pero que da materia al primer trozo de [10], con la actitud condescendiente del jesuita Conmee ante los chicos de las Escuelas Cristianas. El P. Conmee, figura real, fue profesor de Joyce en Conglowes, y pasó luego de rector a la escuela media jesuítica Belvedere, donde hizo entrar a Joyce como becario. Joyce declararía siempre deber a sus educadores jesuitas el entrenamiento en «reunir un material, ordenarlo y presentarlo»: de hecho, para bien o para mal, lo que recibió de los jesuitas fue tan vasto y complejo, que no sería arbitrario decir que la obra joyceana es la gran contribución —involuntaria, y aun como tiro salido por la culata— de la Compañía de Jesús a la literatura universal. Y no pensamos ahora en la crisis de fe y la problemática moral, entretejida con disquisiciones sobre el pensamiento estético de Santo Tomás de Aquino, en Autorretrato: ateniéndonos a Ulises, aparte de la inmensa masa de material teológico y litúrgico que utiliza Joyce sin el menor compromiso religioso ni antirreligioso, cabría decir que se trata de un examen de conciencia al modo jesuítico, llevado hasta el último extremo, sólo que, claro está, sin «dolor de corazón» ni «propósito de enmienda». Pues el más típico examen de conciencia jesuítico es —como Ulises— el repaso de un día, al terminarlo, asumiendo uno mismo la acusación y la defensa —si por un lado con exhaustivo rigor, por otro lado con flexibilidad casuística, atendiendo a atenuantes—, pero no la valoración ni el juicio —que se dejan «tal como esté en la presencia de Dios»—: es decir, obteniendo el «relato» como cabría decirlo ante un confesor, proceso tan literario como psicológico. Conviene dejar al menos insinuado este tema, porque empieza a resultar un poco añejo ya, incluso para católicos, después del Concilio Vaticano II, y con la actual crisis de los jesuitas como pedagogos por excelencia del catolicismo.
Los jesuitas de Belvedere, aplaudiendo a su escolar James Joyce por su brillantez retórica y literaria, y sin llegar a darse cuenta, al final, de su radical crisis de fe y moral, contribuyeron a que su padre, aunque rodando por una pendiente de sucesivos desastres económicos, enviara a James al college católico de la Universidad de Dublín (University College), cuyo primer rector había sido el Cardenal Newman —para Joyce, el mejor prosista inglés— y donde había enseñado lenguas clásicas aquel jesuita Hopkins que después de su muerte sería conocido como gran poeta. En 1902 llegó a ser Joyce Bachelor of Arts —«Licenciado en Letras» diríamos aproximadamente—, y, flanqueado por su brillante hermano Stanislaus —también hombre literario, luego eficaz ayudador en su vida práctica, y, tras la muerte de James, autor de un libro de memorias My Brother’s Keeper—, empezó a tomar parte, con polémica arrogancia, en la vida literaria dublinesa. Su primera publicación, en una revista londinense, fue un elogio a Ibsen, escándalo de la época (aprendería el dano-noruego para leerle mejor, como Unamuno): además, atacó el nacionalismo, para él de vía estrecha, del Irish National Theatre, la más sagrada de las vacas del movimiento nacionalista irlandés. Ya licenciado en Artes, Joyce sondea vagamente otras carreras más prácticas: elige estudiar medicina, pero, significativamente, no en la facultad dublinesa, sino en París, a donde se traslada en otoño de 1902. Fracaso y regreso son inmediatos: vuelve, sin embargo, a París, a fines de 1902, con el proyecto de vivir de corresponsalías y colaboraciones, así como de clases particulares: de hecho, la mayor parte de su tiempo se repartió entre lecturas literarias en la biblioteca Sainte-Geneviève y las visitas a lugares menos santos —de todo lo cual hay frecuentes ecos en Ulises. Un telegrama le hace volver junto a su madre, que muere en agosto de 1903, de cáncer de hígado ([1]). En 1904 entra Joyce en su anno mirabili; el 7 de enero escribe un largo ensayo autobiográfico, A Portrait of the Artist, que, al no poder publicar, convierte en algo con pretensiones de novela, Stephen Hero, a su vez transformado en el Retrato propiamente dicho —el episodio final de Stephen Hero, eliminado en esta metamorfosis, será reabsorbido en el comienzo de Ulises. Además, Joyce escribe entonces numerosas poesías —luego incluidas en el librito Chamber Music—, publica Las hermanas, primera de las estampas de Dublineses, y, sobre todo, conoce por la calle a una criada de hotel, que va a ser la compañera de su vida: Nora Barnacle (y si el nombre Nora era ibseniano, resulta muy joyceano que barnacle sea «lapa» y «percebe», buenos símbolos de la adhesión fidelísima y paciente con que aquella inculta e importante mujer supo siempre aguantar y ayudar a su difícil compañero, cuya obra no leyó jamás). James Joyce pone pronto a prueba a su amada dándole la imagen más intranquilizadora de sí mismo, en una carta:
…conviene que conozcas mi ánimo en la mayor parte de las cosas.
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