Si muriera… no sé lo que pasaría: uno no puede dejarse morir cuando lo desea. Venga conmigo a ver a su hija, señor Frank, ya verá cómo le alivia las penas. Luego váyase, por el amor de Dios, aunque sólo sea esta noche, y mañana, si así ha de ser, haga lo que le plazca: matarnos a todos, si le parece, o portarse como un gran hombre a quien Dios bendecirá por los siglos de los siglos. Venga, señor Frank, le aseguro que ver dormir a un niño da paz.
Lo condujo al piso de arriba y, casi ayudándolo a subir los primeros peldaños, llegaron a la puerta de la habitación de los niños. La mujer casi se había olvidado de la existencia del pequeño Edwin y se asustó súbitamente al verlo cuando acercó la luz amortiguada a la otra camita. Sin embargo, enseguida dejó ese rincón en sombras y con pericia alumbró solamente a la pequeña Ailsie. La niña había apartado las mantas dejando al descubierto la espalda, cuya deformidad se percibía perfectamente a través del camisón. La carita, sin el brillo de los ojos, se veía pálida y malicienta, con una expresión patética incuso mientras dormía. El infeliz padre la miraba sin pestañear, triste, anheloso y pensativo, con los ojos empañados, hasta que unos gruesos lagrimones le rodaron lentamente por las mejillas y empezó a temblar de pies a cabeza. Tanto rato la estuvo mirando que Norah se impacientó y se enfadó por perder la paciencia. Le pareció que había pasado media hora cuando por fin Frank se movió. Entonces, en vez de alejarse, cayó de rodillas al lado de la cama y hundió la cabeza en las sábanas. La pequeña Ailsie se agitó en sueños y Norah, aterrorizada, lo obligó a levantarse. El pánico le impedía concederle más tiempo, ni siquiera para una oración, porque seguro que de un momento a otro llegaría su ama. Lo agarró por el brazo con fuerza, pero, cuando ya salían, el señor Frank vio la otra cama. Se detuvo. Volvió a la realidad y apretó los puños.
—¿El hijo de él? —preguntó.
—De ella —contestó Norah—. Dios lo protege —añadió instintivamente, pues la expresión de Frank reavivó sus temores y tuvo necesidad de acordarse del Protector de los desvalidos.
—A mí no me ha protegido —replicó él con desesperación,— pensando de nuevo, al parecer en el abandono y la desolación que sufría.
Sin embargo, Norah no podía permitirse un momento de piedad. Al día siguiente lo compadecería todo lo que dictase el corazón, pero en ese momento lo acompañó escaleras abajo, cerró la puerta principal y echó el cerrojo… como si los cerrojos pudiesen impedir la entrada a la realidad.
Volvió entonces al comedor y borró lo mejor que pudo todo rastro de la presencia de Frank. Subió a la habitación de los niños, se sentó y, llevándose una mano a la cabeza, pensó en dónde iría a parar tanta desgracia. Se le hizo eterna la espera, hasta que los señores volvieron, aunque en realidad no eran ni las once. Se oyó en las escaleras la fuerte y vigorosa voz de Lancashire y por primera vez se hizo cargo de lo desesperado y solo que se había ido el hombre que había tardado tanto en marcharse.
Casi pierde la compostura al ver entrar a la señora Openshaw serena y sonriente, bien vestida, contenta y natural, a preguntar por los niños.
—¿Qué tal se ha dormido Ailsie? ¿No le costó? —preguntó susurrando.
—No.
La madre se agachó a contemplar con mirada amorosa el suelo de la niña. ¡Qué poco se imaginaba quién la había mirado poco antes que ella! Después se acercó a Edwin, tal vez con menos inquietud infundada, pero con más orgullo. Se quitó los adornos para bajar a cenar y Norah ya no volvió a verla esa noche.
La habitación de los niños, que estaba al lado de la puerta del corredor, se comunicaba con la de los señores Openshaw, porque así podían cuidar de ellos personalmente por la noche. A la mañana siguiente, de madrugada, la señora Openshaw se despertó al oír que Ailsie, sobresaltada, la llamaba: «¡Madre! ¡Madre!». Se levantó de un brinco, se puso la bata encima y corrió a ver a su hija. Ailsie, no despierta del todo, estaba muy asustada, como tantas otras veces.
—¿Quién era ese hombre, madre? ¡Dímelo!
—¿Quién, mi niña? Aquí no hay nadie. Era un sueño, mi vida. Despierta, hija. Mira, ya es de día.
—Sí —dijo Ailsie mirando a uno y otro lado; luego se abrazó a su madre y dijo—: Pero anoche había un hombre aquí, madre.
—¡Qué tontería, miedosilla mía! ¡Nunca se te ha acercado ningún hombre!
—Sí, sí.
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