Charley era mi hermano menor y se fue a la India. Se casó allí y me mandó a su menuda y gentil esposa para que la cuidase; después ella volvería con él y dejaría al recién nacido bajo mi tutela, para que lo criase yo, pero el pequeño no llegó a ser de este mundo. Ocupó un lugar silencioso entre los demás incidentes de mi vida que podrían haber sido pero jamás fueron. Apenas tuve tiempo de murmurar a la madre: «¡Se nos ha muerto!» y ella de responder: «Ceniza a las cenizas, polvo al polvo». «¡Déjalo sobre mi pecho y consuela a Charley!», cuando ya se nos había ido la madre tras el pequeño, a buscarlo a los pies de Nuestro Salvador. Fue a ver a Charley y le dije que no quedaba nada, sino yo, pobre de mí, y allí vivimos muchos años. Tenía el cincuenta cuando se me durmió en los brazos. Le había cambiado tanto el rostro que casi parecía viejo y un poco severo, pero se le fue suavizando la expresión poco a poco cuando posé su cabeza en la almohada para poder llorar y rezar a su lado. Y, cuando lo miré por última vez, era el rostro de mi querido hermano Charley, el muchacho despreocupado y atractivo que había sido mucho antes.

Iba a seguir contando que la soledad de la casa en alquiler me traía todos esos recuerdos y que una noche estaba yo muy afectada, cuando Flobbins abrió la puerta y, con cara de contenerse la risa dijo:

—¡El señor Jabez Jarber, señora!

A continuación entró él y, tan absurdamente como de costumbre, dijo:

—¡Sophonisba!

Porque confieso que así es como me llamo; era un nombre bonito e indicado, cuando me lo pusieron, pero ahora está más que pasado de moda y en su boca siempre suena muy rimbombante y cómico. De modo que repliqué tajante:

—Aunque sea Sophonisba, Jarber, no tenía usted que por que decirlo en voz alta, que yo sepa.

En respuesta a mi observación, ese hombre ridículo se llevó a los labios la punta de los dedos de mi mano derecha y repitió mi nombre acentuando con saña la tercera sílaba:

—¡Sophonisba!

No enciendo lámparas porque no soporto el olor del aceite y porque lo propio de mi época eran las velas de cera. Supongo que la oportuna circunstancia de tener al alcance del codo mi antiguo y alto candelero justifica que dijese que, si volvía a llamarme así, le machacaría con él los dedos de los pies (lamento añadir que, cuando se lo dije, sabía que los tenía delicados). Pero, la verdad, es un adelanto excesivo para la edad que tenemos, tanto Jarber como yo. En los Wells toca todavía al aire libre una orquesta ante la cual, y en presencia de una selecta multitud, he marcado algún que otro minué con Jarber, pero también sigue en pie una casa en la que yo llevaba delantal y en la que, para sacarme un diente, me lo ataron con hilo sujeto al tirador de una puerta, de la que, con paso vacilante, tuve que alejarme. ¿Y qué parecería yo, a mi edad, con delantalito y una puerta por dentista?

Por otra parte, Jarber siempre fue un hombre más o menos absurdo. Vestía agradablemente, se perfumaba que daba gloria y muchas chicas de mi época habrían dado una mano por él, aunque debo añadir que a él nunca le importaron un pimiento, ni ellas ni sus insinuaciones, y que siempre me fue muy fiel. No sólo me hizo proposiciones antes de que la felicidad amorosa concluyese en mí en una desgracia, sino también después, y no una vez ni dos, ni diremos cuántas. Por muchas o pocas que fuesen, digamos que la última vez que me lisonjeó de esa forma fue inmediatamente después de obsequiarme con una pastilla digestiva en la punta de un alfiler. Aquel día, riéndome con ganas, le dije:

—A ver, Jarber, aunque usted no se dé cuenta de que, entre su edad y la mía, sumamos más de ciento cincuenta años y, por lo tanto, somos viejos, yo sí; así pues, le ruego que se trague esa ridiculez como su fuera esta pastilla —y me la tomé en ese momento— y que no se vuelva a repetir.

A partir de entonces se comportó bastante bien. Siempre fue un hombrecito enjuto con chaleco de espiguilla; siempre tuvo las piernas pequeñas, la sonrisa pequeña, la voz pequeña y la pequeña manía de dar rodeos. Desde que lo conozco, siempre lo he visto haciendo recaditos a unos u otros y llevando pequeñas habladurías. En el momento presente, cuando me llamo «¡Sophonisba!, vivía en una pequeña pensión pasada de moda en el mismo barrio nuevo que yo. Hacía dos o tres años que no lo veía, pero me habían dicho que seguía saliendo a la calle con unos pequeños prismáticos y que desde los portales de la calle de St. James veía pasar a la nobleza cuando iba a la corte, y que se plantaba con su capita y sus botas de goma a la puerta de Willis’ para verla entrar en el baile de Almack[4]; y que contraía los más terribles constipados y que lo atropellaban cocheros y pajes de antorcha, hasta que volvía a casa de su patrona hecho un amasijo de moretones y tenían que cuidar de él un mes entero».

Jarber se quitó su capita de cuello de pieles y se sentó frente a mí con el bastoncito y el sombrero en la mano.

—Dejemos ya la sophonisbación, Jarber, tenga la bondad —le dije—. Llámame Sarah. ¿Cómo se encuentra? Muy bien, espero.

—Gracias. ¿Y usted? —dijo Jarber.

—Tan bien como es posible, para lo vieja que soy.

Jarber empezó a decir:

—Bueno, vieja no, Sopho… —pero al verme mirar el candelero, interrumpió la frase en seco e hizo como si no hubiera dicho nada.

—Estoy achacosa, por descontado —dije—, igual que usted. Demos gracias por que no sea peor.

—¿Está preocupada por algo, tal vez? —dijo Jarber.

—Es muy posible. Bien, a decir verdad, así es, sin la menor duda.

—¿Y qué es lo que le preocupa a mi Soph… sofisticada amiga? —dijo Jarber.

—Una cosa difícil de entender, me figuro. Me preocupa mortalmente una casa en alquiler que hay ahí enfrente.

Jarber se acercó a pasitos, como de puntillas, a la ventana, atisbó entre las cortinas y se volvió a mirarme.

—Sí —le respondí—, justo ésa.

Echó otro vistazo a la casa volvió a su silla, con una actitud tierna y me preguntó:

—¿Y por qué le preocupa, S… Sarah?

—Para mí es un misterio —dije—, aunque también es verdad que todas las casas lo son, en mayor o menor medida, pero hay un detalle en el que no voy a entrar ahora —porque, la verdad, lo del ojo era tan nimio que hasta me daba vergüenza hablar de ello— y que me ha parecido tan misterioso y se me ha grabado en la cabeza de tal manera que me tiene desazonada desde hace un mes. Me da la sensación de que no me quedaré tranquila hasta que venga Trottle, el lunes próximo.

Podía haber aclarado antes que Trottle y Jarber se tienen celos desde hace tiempo y que jamás desperdician ente ellos ni una pizca de cariño.

—¡Trottle! —repitió Jarber, enojado, con una floritura del bastón—.