¿Y cómo conseguirá ¡Trottle! devolver la paz a Sarah?

—Hará todo lo posible por averiguar algo sobre la casa. Me ha dado una manía tan fuerte que no voy a poder parar hasta que descubra, sea como sea, por las buenas o por las malas, para bien o para mal, cómo es que nadie la alquila nunca y por qué.

—¿Y por qué Trottle? ¿Por qué no…? —Y se llevó el sombrerito al corazón—. ¿Por qué no Jarber?

—Para ser sincera, ni siquiera se me había ocurrido meter a Jarber en el asunto, pero ahora que lo pienso, gracias a la bondad que ha tenido al nombrarlo, cosa que el agradezco sinceramente, no creo que esté a la altura de sus posibilidades.

—¡Sarah!

—Creo que sería demasiado para usted, Jarber.

—¡Sarah!

—Tendría que dar muchas vueltas, buscar y traer muchas cosas, Jarber, y podría resfriarse.

—¡Sarah! Todo lo que haga Trottle también puedo hacerlo yo. Conozco a todas las personas de importancia en esta parroquia. Soy asiduo de la biblioteca ambulante. Los recaudadores de impuestos son amigos míos. Departo con los revisores del contador del agua. Conozco al médico. Frecuento al agente de la propiedad. Ceno con los sacristanes de la iglesia. Me trato con los guardias… ¡Trottle! ¡Un individuo de la esfera del servicio doméstico, y completamente desconocido en sociedad!

—No se sulfure, Jarber. He dicho Trottle porque confío de manera natural en mi mano derecha, que se tomaría todas las molestias del mundo por satisfacer hasta el menor capricho de su vieja ama, pero si encuentra usted algo que pueda contribuir a desvelar el misterio de la casa de enfrente, se lo agradecería tanto como si jamás hubiera existido un Trottle en la faz de la Tierra.

Jarber se levantó y se puso la capita, que se ajustaba alrededor de su cuellecito con un par de fieros leones de latón, aunque estoy segura de que habría bastado una pareja de liebres, menos feroces.

—Sarah —dijo—, me voy, espéreme el lunes por la tarde, el día 6, con una taza de té, tal vez… que no sea verde, a poder ser. ¡Adieu!

Esto sucedió el jueves, día 2 de diciembre. Cuando caí en la cuenta de que Trottle también llegaría el lunes, tuve un mal presentimiento sobre las dificultades que se me presentarían para evitar el fuego abierto entre las dos potencias y, por supuesto, me inquieté más de lo que me gustaría reconocer. Sin embargo, a la mañana siguiente, la casa se impuso a ese pensamiento… y a casi todos los demás, a estas alturas, y me tuvo prisionera el día entero y todo el sábado.

El domingo fue muy húmedo, no dejó de llover de la mañana a la noche. Cuando las campanas de la tarde convocaron a los fieles a la iglesia, parecía que repicasen en agitación de los charcos, además de en el aire, y sonaban con verdadera fuerza y gran desánimo; también la calle parecía verdaderamente desanimada y lo más desanimado de todo era la casa.

Estaba yo leyendo mis oraciones junto a la luz; el fuego de la chimenea crecía en el cristal de la venta que se iba oscureciendo paulatinamente, cuando, al levantar la vista mientras rogaba por las viudas y huérfanos y por todos los desamparados y oprimidos, volví a ver el ojo. Fue sólo un momento, igual que la vez anterior, pero en fuero interno me convencí más profundamente de que lo había visto en realidad.

¡Figúrense la noche que pasé! Cada vez que cerraba los ojos no veía más que ojos. A la mañana siguiente, a una hora muy intempestiva, tan temprano que parecía imposible (si no hubiera sido por el dichoso ferrocarril), llegó Trottle. No bien me hubo informado de todo lo que pasaba en los Wells, le conté yo todo lo que sabía de la casa. Me escuchó con todo el interés y la atención deseables, hasta que llegué a Jabez Jarber; entonces se le enfrió el interés en un instante y se cerró en su obstinación.

—Bien, Trottle —dije, como si no me hubiese dado cuenta—, esta tarde, en cuanto vuelva el señor Jarber, tenemos que ponernos a pensar los tres juntos.

—No creo que sea necesario, señora. El señor Jarber vale tanto como el que más.

Decidida a pasar la insinuación por alto, insistí en que tendíamos que ponernos a pensar los tres juntos.

—Lo que mande la señora. De todas maneras, no cabe la menor duda, a mi entender, de que el señor Jarber vale tanto como el que más para pensar en cualquier cosa que se le pueda proponer.

Eso era una provocación, y el modo en que se pasó el día entrando y saliendo como si no viera la casa de enfrente fue más provocativo todavía. Sin embargo, decidida como estaba a hacer como si no lo percibiera, no di la menor señal de apercibimiento. En cambio, hacía el final de la tarde, cuando me anunció la llegada de Jarber y éste, por negarse a que Trottle lo ayudara a quitarse la capa, golpeó respaldos de sillas y piezas de porcelana con el bastón, e incluso casi se lo mete en un ojo al intentar desabrocharse él solo los leones de latón (cosa que finalmente no logró), los habría abofeteado a los dos.

Sin embargo, me limite a sacudir la tetera y a preparar té. Jarber traía bajo la capa un papel enrollado con el que, triunfante, señaló la acera de enfrente, como el fantasma del padre de Hamlet al difunto señor Kemble[5], y después lo dejó encima de la mesa.

—¿Un descubrimiento? —dije, señalando el papel enrollado, una vez que se hubo sentado con su taza de té—. No se vaya, Trottle.

—El primero de una serie —respondió Jarber—; es el relato de una antiguo inquilino, recogido por un estudiante de medicina y revisor del contador del agua.

—No se vaya, Trottle —repetí, pues lo vi moverse imperceptiblemente hacia la puerta.

—Le fuego que me disculpe, señora, pero ¿no estaré molestando al señor Jarber?

Jarber puso cara de opinar rotundamente que tal vez sí. Yo me resarcí con un buen graznido furioso y dije, tan resuelta a pasarlo por alto como al principio:

—Tenga la bondad de sentarse, haga el favor, Trottle. Me gustaría que lo oyera todo.

Trottle hizo la más rígida inclinación de cabeza y se sentó lo más lejos posible. No conforme con eso, se acercó cuanto pudo a la corriente de aire que entraba por el agujero de la cerradura de la puerta.

—En primer lugar —empezó Jarber después de tomar un sorbo de té—, ¿le sorprendería mucho a mi Sophon…

—Empiece de nuevo, Jarber —dije yo.

—¿Le sorprendería mucho que el propietario de esa casa resultase ser pariente suyo, mi señora?

—Me sorprendería muchísimo, desde luego.

—Pues sepa que se trata de su primo carnal George Forley, quien, por cierto, parece llevar enfermo todo este tiempo.

—En tal caso, empezamos mal. No puedo negar el parentesco directo que tengo con George Forley ha sido un padre severo y cruel, un ogro de padre para una criatura que descansa en paz.