Veinticuatro horas en la vida de una mujer

 

«—¿Usted no encuentra, pues, odioso, despreciable, que una mujer abandone a su marido y a sus hijas para seguir a un hombre cualquiera, del que nada sabe, ni siquiera si es digno de su amor? ¿Puede usted realmente excusar una conducta tan atolondrada y liviana en una mujer que, además, no es ya una jovencita y que siquiera por amor a sus hijas hubiese debido preocuparse de su propia dignidad?».

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Stefan Zweig

Veinticuatro horas en la vida de una mujer

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chicobalay 30.08.12

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Título original: Vierundzwanzig Stunden aus dem Leben einer Frau

Stefan Zweig, 1927

Traducción: María Daniela Landa

Editor: chicobalay

Corrección de erratas: nemiere

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VEINTICUATRO HORAS EN LA VIDA DE UNA MUJER

En la pequeña pensión de la Riviera, donde entonces, diez años antes de la guerra, me hospedaba, estalló en nuestra mesa una violenta discusión que, exacerbando súbitamente los ánimos, amenazó con degenerar en furiosa reyerta.

La mayoría de los hombres poseen escasa imaginación. Todo lo que no les afecta de una manera inmediata y no hiere directamente sus sentidos, cual dura y afilada cuña, apenas logra excitarles; mas si un día, ante sus ojos y en una proximidad palpable, acontece algo insignificante, estallan inmediatamente en una pasión desmesurada. Entonces, en cierto modo, su apatía se trueca en vehemencia frenética y extemporánea.

Así ocurrió esta vez entre el grupo de personas enteramente burguesas que se sentaban a nuestra mesa, donde, de ordinario, nos entregábamos a un pacífico small talk y a pequeñas chanzas insustanciales, para dispersarnos una vez terminada la comida: el matrimonio alemán volvía a sus excursiones y a sus fotografías, el sosegado danés a su aburrida pesca, la distinguida dama inglesa a sus libros, el matrimonio italiano a sus escapadas a Montecarlo y yo a hundirme perezosamente en un sillón del jardín o a mi trabajo. Esta vez, en cambio, nos sentíamos todos irritados por la enconada discusión, y cuando alguno de nosotros se levantaba de la silla, no lo hacía con el gesto cortés acostumbrado, sino con acalorados ademanes que, como ya dije antes, adquirieron formas violentas.

El caso que así había alterado la placidez de nuestra pequeña mesa redonda era, sin duda, muy singular. La pensión en que habitábamos nosotros siete ofrecía exteriormente el aspecto de una villa aislada —¡ah, qué maravillosa perspectiva se abría a nuestras miradas a través de las ventanas sobre la playa rocosa!—, pero en realidad no se trataba sino de una dependencia más económica del gran Palace Hotel, al cual se hallaba inmediatamente unida por el jardín, de manera que nosotros, los vecinos de al lado, vivíamos en constante relación con sus huéspedes. El día de antes se había producido en este hotel un formidable escándalo. En el tren del mediodía, a las doce y veinte minutos (me veo obligado a citar exactamente la hora, pues se trata de un detalle importante para la explicación de esta historia y la de aquella disputa), había llegado un joven francés, el cual tomó una habitación que daba al mar; esto revelaba ya, de su parte, una holgada situación económica. Pero este joven francés, no sólo se hacía atractivo por su discreta elegancia, sino también y de modo especial por su singular belleza llena de simpatía; en su delicada y femenina faz, un bigote rubio y sedoso acariciaba sus labios sensuales y cálidos; sobre la blanca frente los oscuros cabellos, suaves y ondulados, se ensortijaban, y sus tiernos ojos cautivaban con la mirada…; todo, en fin, en su persona era delicado, seductor, amable pero sin afectación ni artificio alguno. A primera vista y observado de lejos recordaba a esos maniquíes de cera, de color rosado, petulantemente echados hacia atrás, que vemos en los escaparates de los grandes establecimientos de modas, y que, con un bastón de fantasía en la mano, representan el ideal de la belleza masculina; pero, visto de cerca, se desvanecía esa primera impresión, porque —¡cosa extraña!— su atractivo era algo natural, innato, como emanado de su propio organismo. Al pasar, saludaba a todos de una manera a un tiempo sencilla y cordial. Era realmente agradable observar cómo su gracia, siempre espontánea, se manifestaba en todo momento con naturalidad. Al dirigirse una señora al guardarropa, acudía solícito a recogerle el abrigo; tenía para cada niño una mirada cariñosa o una frase amable; se mostraba con todos como persona accesible y al mismo tiempo discreta; en una palabra, parecía uno de esos afortunados mortales que, conscientes de que resultan simpáticos por la clara expresión de su faz y por su gracia juvenil, transforman esa seguridad en una nueva gracia. Entre los huéspedes del hotel, que eran, en su mayoría, personas viejas y achacosas, su presencia ejercía un efecto saludable, y con ese ímpetu triunfal de la juventud, con esa agilidad y esa ansia de vivir de que están maravillosamente dotadas ciertas personas, captaba de modo irresistible la simpatía de todos. Dos horas después de su llegada, jugaba ya al tenis con las dos hijas del corpulento y acaudalado fabricante de Lyon, Annette y Blanche, de doce y trece años, respectivamente, mientras su madre, Madame Henriette, fina, exquisita, siempre muy retraída, contemplaba con una leve sonrisa a sus dos inexpertas hijas, tan niñas aún, flirteando inconscientemente con el desconocido. Por la noche, jugó con nosotros una hora al ajedrez, nos contó incidentalmente y del modo más discreto unas graciosas anécdotas; después, reuniéndose de nuevo con Madame Henriette, la acompañó largo rato en su paseo por la terraza, ejercicio al que la dama se entregaba todas las noches, mientras su esposo jugaba al dominó con unos corresponsales. Ya muy tarde, le observé aún en la penumbra de la oficina sosteniendo con la secretaria del hotel una charla íntima, muy sospechosa. A la mañana siguiente, acompañó a pescar a mi compañero danés y demostró grandes conocimientos sobre la materia; más tarde habló largamente de política con el comerciante de Lyon, demostrando ser un muchacho muy divertido, pues se oían a menudo resonar por las rocas de la playa las carcajadas del grueso señor. Después de la comida —es absolutamente indispensable, para la buena comprensión del asunto, que deje aquí exactamente consignadas todas las fases de la distribución de su tiempo—, estuvo sentado aún durante una hora con Madame Henriette en el jardín, donde ambos tomaron café; a continuación, jugó de nuevo al tenis con las dos niñas y charló con el matrimonio alemán en el hall. Hacia las seis, tropecé con él en la estación, cuando me dirigía a echar una carta. El muchacho vino apresuradamente a mi encuentro, para decirme, con aire de disculpa, que había sido llamado de improviso, pero que volvería a reunirse con nosotros dentro de un par de días. A la hora de la cena, se le echó realmente de menos, pero sólo su presencia, ya que en todas las mesas no se hablaba sino de él, alabando todos su manera de ser, tan simpática y alegre. Ya de noche, a eso de las once, me hallaba sentado en mi habitación terminando la lectura de un libro, cuando de pronto, a través de la ventana abierta, oí en el jardín unos gritos y llamadas inquietas, y observé allá en el hotel una inusitada agitación. Más alarmado que curioso, salvé corriendo los quince pasos que me separaban del hotel, y encontré a los huéspedes y al servicio sumidos en el mayor nerviosismo. Madame Henriette, mientras su marido, con su acostumbrada puntualidad, jugaba al dominó con sus amigos de Namur, había salido a dar su paseo de todas las noches por la terraza de la playa y no había vuelto aún. Se temía que hubiese sido víctima de un desagradable accidente. Y el marido, habitualmente tan cachazudo y lento, corría ahora como una fiera por la playa, gritando: «¡Henriette! ¡Henriette!», y su voz, desgarrada por la emoción, tenía algo de horrible y primitivo, como el aullido de una bestia enorme herida de muerte. Criados y grooms subían y bajaban las escaleras; se despertó a todos los huéspedes; se telefoneó a la policía. En medio de todo aquel barullo, se tropezaba siempre con el grueso comerciante que iba de aquí para allá, con el chaleco abierto, gritando, sollozando, clamando como un loco: «¡Henriette! ¡Henriette!» Entretanto, las niñas se habían despertado y, asomadas a la ventana, en camisa de dormir, llamaban desoladamente a la madre, hasta que el apenado marido corrió hacia ellas para tranquilizarlas.

Luego, ocurrió algo tan terrible que apenas puede describirse, pues la naturaleza humana, en momentos de violenta tensión, presta a menudo a los individuos actitudes de una expresión tan súmamente trágica, que ni la imagen ni la palabra sabrían reproducirlas con suficiente intensidad. De pronto, el grueso y pesado comerciante descendió los crujientes peldaños de la escalera con aire completamente fatigado, pero al mismo tiempo colérico. En la mano llevaba una carta.

—¡Llame al servicio! —dijo al mayordomo con voz todavía inteligible—.