¡Mande que se retire! ¡No hace ninguna falta! ¡Mi mujer me ha abandonado!
En el aspecto de aquel hombre mortalmente herido se observaba un esfuerzo por reprimirse, un esfuerzo de sobrehumana tensión ante toda la gente que le rodeaba, empujándose, para poder contemplarlo y que, luego, fue alejándose, presa de temor, de vergüenza, de turbación. Con todo, conservó todavía fuerzas suficientes para pasar tambaleándose por delante de nosotros, aunque sin mirar a nadie, y para apagar la luz del salón de lectura; después se oyó cómo su voluminoso cuerpo se desplomaba pesadamente en un sillón, al tiempo que se percibió un sollozo salvaje, brutal, la única manera de llorar de un hombre que no había llorado nunca. Y aquella congoja, aquel dolor elemental ejercía sobre cada uno de nosotros, aun sobre los más superficiales, un efecto aturdidor. Ninguno de los camareros, ninguno de los huéspedes a quienes atrajera la curiosidad, osaba arriesgar la menor sonrisa o, por el contrario, una palabra de consuelo. Silenciosos, como avergonzados ante aquella brutal explosión de sentimiento, todos, uno tras otro, nos retiramos a nuestras habitaciones, mientras allá en el oscuro salón seguía gimiendo y agitándose convulso aquel hombre dolorido, completamente solo. Mientras tanto, el hotel fue apagando sus luces, entre ruidos, murmullos, bisbiseos… hasta quedar sumido en el silencio.
Fácilmente se comprenderá que un suceso tan deplorable, desarrollado ante nuestras miradas, sacudiera violentamente la sensibilidad de personas como nosotros, acostumbradas a una vida de ocio, exenta de preocupaciones. Pero aquella disputa que después estalló de manera tan vehemente en nuestra mesa y que llegó a los límites de la violencia, si bien tenía como punto de partida aquel extraño incidente, en esencia era más bien una divergencia de principios, una lucha furiosa entre maneras opuestas de sentir y de concebir la vida. Debido a la indiscreción de una de las camareras, que había leído aquella carta —sin duda el desesperado marido, ciego de cólera y luego de estrujarla entre sus manos, la arrojó al suelo, sin darse cuenta de lo que hacía—, circuló pronto la noticia de que Madame Henriette no se había marchado sola, sino acompañada del joven francés (lo cual motivó que la simpatía por éste desapareciese rápidamente en la mayoría de los huéspedes). Desde el primer momento, se evidenció que aquella discreta Madame Bovary de tercer orden había cambiado su cachazudo y provinciano marido por el bello y elegante Adonis. Pero lo que a la pensión sorprendía sobremanera era el hecho de que ni el fabricante ni sus hijas, ni la misma Madame Henriette hubieran visto hasta entonces a ese Lovelace y que, por tanto, las dos horas de conversación por la noche en la terraza y la hora en que tomaron café en el jardín hubiesen bastado para decidir a una mujer de unos treinta y tres años, respetada por todos, a abandonar a su esposo y a sus hijas para seguir a un elegante joven desconocido. Este hecho, a todas luces evidente, era en general rechazado en nuestra mesa, por considerarlo un pérfido engaño, una ingeniosa maniobra de los dos amantes: no cabía duda de que Madame Henriette sostenía de antiguo relaciones secretas con el joven galán, el cual había venido allí únicamente para ultimar los detalles de su huida; porque —así lo consideraban— era absolutamente imposible que una mujer decente, después de un efímero trato de dos horas, se fugase tranquilamente a la primera indicación. Pero a mí me parecía divertido sostener una opinión opuesta y defendía enérgicamente la posibilidad y aun la verosimilitud de que una señora, tras varios años de matrimonio, decepcionada, hastiada, se sintiese íntimamente predispuesta a una aventura de ese género. A causa de mi oposición inesperada, la discusión se generalizó rápidamente y subió de tono, en particular porque los dos matrimonios, así el alemán como el italiano, juzgaban un desatino creer en el coup de foudre y lo rechazaban con ofensivo menosprecio, como una fantasía novelesca de mal gusto.
No hay por qué insistir aquí aportando todos los detalles del curso tempestuoso de una disputa desarrollada entre la sopa y el postre: sólo los profesionales de la table d’hôte suelen mostrarse ingeniosos, y los argumentos expuestos en el calor de una casual conversación de mesa son en su mayoría superficiales, por lo mismo que brotan sin reflexión y a la ligera. También es bastante difícil averiguar por qué motivo nuestra discusión adquirió rápidamente aquella virulencia; la irritación, creo yo, empezó a consecuencia de que los dos maridos, sin propósito deliberado, pretendían que sus respectivas esposas estaban a cubierto de la posibilidad de caer en tales vulgaridades y peligros. Desgraciadamente, para defender este punto de vista, no hallaron nada más feliz que objetar que sólo podía hablar así quien juzgase la psicología femenina a través de las conquistas casuales y fáciles; pero cuando la señora alemana lo salpimentó diciendo que había, de un lado, las mujeres honestas y, de otro, las de temperamento de cocotte, entre las cuales, en opinión suya, debía incluirse a Madame Henriette, entonces perdí la paciencia y me mostré, a mi vez, agresivo. Tanta resistencia a reconocer el hecho evidente de que una mujer, en ciertas horas de su vida, pese a su voluntad y a la conciencia de su deber, se encuentra indefensa ante el poder de fuerzas misteriosas, revelaba miedo del propio instinto, miedo del fondo demoníaco de nuestra naturaleza. Y parece que muchas personas experimentan cierto goce en juzgarse más fuertes, más morales y más puras que aquellas que son «fáciles de seducir». Yo, personalmente, encuentro más digno que una mujer ceda a su instinto, libre y apasionadamente, que no que, como ocurre por lo general, engañe al marido en sus propios brazos y a ojos cerrados. Así dije yo, poco más o menos; y cuando los demás, en el centelleo de la disputa, arreciaban en sus ataques contra la pobre Madame Henriette, más apasionadamente la defendía yo (yendo, en verdad, mucho más allá de mi íntimo sentir). Esta exaltación mía fue, como suele decirse en el argot de los estudiantes, una especie de tocata para ambos matrimonios, los cuales, lívidos de furor y formando un cuarteto no muy armónico, se lanzaron de tal modo sobre mí, que el viejo danés, jovial e indiferente, con el reloj de trinquete en la mano, como si actuara de árbitro en un partido de fútbol, iba amonestando a unos y otros hasta que se veía obligado a descargar un puñetazo sobre la mesa, exclamando: «Gentlemen, please!» Pero esto no producía más que un efecto momentáneo. Por tres veces estuvo a punto de levantarse airadamente, con el rostro enrojecido, uno de los comensales, a quien a duras penas logró calmar su esposa. En una palabra, unos minutos más y nuestra discusión hubiera terminado violentamente si, de pronto, Mrs. C., actuando de aceite balsámico, no hubiese calmado el encrespado oleaje de la conversación.
Mrs. C., la anciana y distinguida dama inglesa, era la presidenta de honor, tácitamente elegida, de nuestra mesa. Sentada en su sitio, erguido el cuerpo, siempre amable y cordial con todos, siempre silenciosa y al mismo tiempo dispuesta a escuchar con deferente interés, ofrecía un aspecto físico sumamente agradable; una maravillosa paz y recogimiento se reflejaba en su exterior aristocráticamente reservado. Se mantenía distanciada de cada uno de nosotros hasta un discreto límite, aunque sabía mostrar a todos, con tacto exquisito, su personal estima y consideración: generalmente, se sentaba en el jardín acompañada de sus libros, a menudo tocaba el piano, raramente se la veía en sociedad o en conversación animada. Apenas se notaba su presencia y, sin embargo, ejercía sobre todos nosotros un influjo especial. No bien hubo ella intervenido en nuestra discusión, nos dimos cuenta de que habíamos hablado con excesiva acritud y destemplanza.
Mrs. C., aprovechando el embarazoso silencio que se produjo al levantarse bruscamente de la mesa el señor alemán, trató de restablecer la paz entre nosotros. Levantó de pronto sus ojos grises y claros, me miró un momento irresoluta, para después, con claridad casi objetiva, recoger el tema desde su particular punto de vista.
—¿Usted cree, pues, si no he entendido mal, que Madame Henriette, que una mujer, cualquiera que sea, puede lanzarse inocentemente a una aventura; que hay acciones que una mujer juzgaría imposibles una hora antes de cometerlas y de las cuales no cabe hacerla responsable?
—Lo creo firmemente, señora.
—En ese caso, todo juicio moral carecería en absoluto de sentido y toda transgresión de las buenas costumbres estaría justificada.
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