Allí se me ocurrió lo que había de hacer con él. Lo más práctico —pensé rápidamente— era conducirlo a un hotel donde pudiese descansar, y darle dinero para regresar a su casa al día siguiente: no se me ocurrió nada más.

Hice parar un coche que pasaba raudo por delante del Casino y subimos a él. Cuando el cochero preguntó a dónde debía conducirnos, no supe de momento qué contestarle. Pero luego, dándome cuenta de que el individuo que estaba junto a mí, calado hasta los huesos, no sería admitido en ningún buen hotel, y no sospechando siquiera, dada mi condición, la existencia de albergues equívocos, grité al cochero:

—¡Llévenos a cualquier pensión!

Indiferente, empapado por la lluvia, el cochero hizo partir el vehículo. A mi lado, el desconocido guardaba silencio, mientras las ruedas traqueteaban y la lluvia estallaba con furia contra los cristales. Dentro de aquella caja oscura como un féretro, tenía la sensación de acompañar a un cadáver. Intenté imaginar algo, encontrar alguna palabra que mitigase el horror de aquella muda y tenebrosa contigüidad, pero nada se me ocurrió. Unos minutos después, se detuvo el vehículo; bajé yo la primera y pagué al cochero, mientras mi acompañante cerraba la portezuela. Nos hallábamos ante la puerta de un pequeño hotel desconocido; una marquesina de vidrio nos protegía contra la lluvia, que iba cayendo con angustiosa monotonía a través de la noche impenetrable.

Involuntariamente, cediendo a su pesadumbre, mi acompañante se había apoyado contra el muro; su sombrero, sus ropas, empapados en agua y completamente arrugados, chorreaban. Producía el efecto de un náufrago a quien acaban de salvar la vida. Alrededor del reducido espacio que ocupaba su cuerpo, se formó un pequeño charco. Sin embargo, él no hizo el menor gesto para sacudirse la humedad, ni escurrir el sombrero, ni secarse las gotas que le resbalaban por las mejillas. Permanecía en una absoluta pasividad; no puedo explicarle hasta qué punto me impresionaba aquella actitud de aniquilamiento.

Pero había que decir algo. Metí la mano en mi bolso.

—Coja estos cien francos —dije—, tome una habitación y regrese mañana a Niza.

El me miró con estupor.

—Le vi en la sala de juego —añadí, notando su vacilación—. Sé que lo ha perdido usted todo y temí que tratase de hacer un disparate. No es deshonroso aceptar ayuda… ¡Venga, tome!

Pero él rechazó mi mano con una energía que no hubiera sospechado.

—Eres buena —dijo—, pero no gastes tu dinero. A mí ya no hay por qué ayudarme. Que duerma o no esta noche, es indiferente. Mañana todo habrá concluido. A mí ya no hay quien me ayude.

—¡No, usted tiene que aceptar esto! —insistí—. Mañana pensará de otra manera. Ahora entre y acuéstese. A la luz del día las cosas cambian de aspecto.

Pero, casi con violencia, volvió a rechazar mi mano.

—Deja —repitió aún sordamente—, esto es estúpido. Prefiero acabar conmigo allá en la playa que manchar de sangre la habitación de un hotel. Cien francos no son para mí ninguna ayuda, ni mil tampoco. Mañana volvería a la sala de juego y no me iría hasta haberlo perdido todo. ¿Por qué, pues, empezar de nuevo? Ya tengo bastante.

No puede usted imaginarse cómo aquella tenebrosa manera de hablar me oprimía el ánimo; fíjese en la situación: a dos pasos de usted se encuentra un hombre joven, avispado, rebosante de vida, y usted sabe que, de no poner en juego todos los recursos, aquel pedazo de juventud que piensa, habla y respira, será un cadáver dentro de dos horas. Un impulso colérico, una especie de furia me movió a acabar con aquella insensata resistencia. Le cogí del brazo:

—¡Basta de tonterías! Va usted a subir ahora mismo, tomará un cuarto y mañana por la mañana le vendré a buscar para acompañarle a la estación. Tiene usted que marcharse de aquí; no estaré tranquila hasta que le vea en el tren.