¡Ya no podía más! Velozmente crucé la líquida cortina de la lluvia y, llegada al banco, sacudí el chorreante fardo humano.
—¡Venga! —le dije, cogiéndole por un brazo.
Este miembro se mantenía inerte, penosamente levantado. Pareció como si un movimiento fuese a iniciarse en él, pero el desgraciado no me entendía.
—¡Venga! —le repetí, sacudiéndole el brazo, esta vez casi iracunda.
Entonces se levantó bruscamente, sin voluntad, bamboleándose.
—¿Qué hace usted? —me preguntó.
No supe qué contestarle, porque yo misma ignoraba dónde ir con él; sólo lejos de allí, lejos del frío chubasco, lejos de aquella postración insensata, suicida, lejos de aquel estado de extrema desesperación. Sin dejarle del brazo, le conduje hacia el quiosco, pensando que allí, bajo la estrecha marquesina, se guarecería por lo menos de la lluvia que azotaba el viento. No sabía nada más, no deseaba tampoco nada más. Sólo me importaba poner a aquel hombre al abrigo de la lluvia: de momento no pensaba en otra cosa.
Y nos encontramos los dos, uno cerca del otro, en el reducido espacio que permanecía seco; detrás de nosotros la puerta cerrada del quiosco, y encima el techo excesivamente pequeño para protegernos por completo de la lluvia pérfida, implacable, que, azotada por furiosas ráfagas de viento, lanzaba torbellinos de frío contra nuestros rostros y mojaba nuestros vestidos. La situación iba haciéndose insoportable. Yo no podía permanecer por más tiempo junto a aquel desconocido empapado de agua y, por otra parte, no podía abandonarle sin una explicación, después de haberle llevado allí. Tenía que hacer algo: me esforcé en meditar la situación y calculé que lo mejor sería acompañarle en un coche a su casa; a la mañana siguiente, ya lo socorrería. Pensando de ese modo, pregunté a la persona que permanecía a mi lado, inmóvil, mirando fijamente la negra noche:
—¿Dónde vive usted?
—No tengo casa…, llegué de Niza esta misma noche…; no podemos ir a mi casa.
No comprendí en seguida la última frase. Sólo más tarde me di cuenta de que aquel hombre me había tomado por… una cocotte; creyó ver en mí una de tantas mujeres que por la noche rondan por el Casino, esperando sacar todavía algún dinero de los jugadores afortunados o borrachos. Después de todo, no podía pensar otra cosa; ahora que se lo cuento a usted, comprendo todo lo que tenía de inverosímil y de fantástica mi situación. No podía él pensar de otra manera, ya que el modo de sacarle del banco y de forzarle a venir conmigo no era propio de una señora. Pero esa idea no se me ocurrió entonces. Sólo más tarde, demasiado tarde ya, advertí el tremendo error en que había incurrido respecto de mi persona. De lo contrario, yo no hubiera pronunciado las palabras que siguieron y que no hicieron más que afianzarle en su equivocación. Dije:
—Puede buscarse un cuarto en un hotel. Aquí no puede permanecer. Tiene que ir a cualquier sitio.
Entonces fue cuando me di cuenta de su lamentable error, porque él, sin mirarme y con cierta expresión irónica, se resistió diciendo:
—No necesito habitación; no necesito nada. No pierdas el tiempo, porque no sacarás nada de mí. Te has equivocado; no tengo un céntimo.
Estas frases fueron pronunciadas en un tono tan extraño, con una indiferencia tan conmovedora, y su manera de permanecer en pie, apoyándose lánguido contra la pared, mojado de pies a cabeza, aniquilado interiormente, me impresionó de tal modo, que no tuve tiempo siquiera para sentirme tontamente ofendida. Lo que sentí desde el primer momento, cuando le vi salir tambaleante de la sala, y lo que sentía ininterrumpidamente durante aquella hora inverosímil, era que un hombre joven, vigoroso, que todavía respiraba, iba hacia la muerte y que yo debía salvarlo. Me acerqué a él y le dije:
—No se preocupe del dinero. ¡Venga! No debe estar aquí un momento más; yo le aposentaré. No se preocupe de nada. ¡Venga conmigo!
Volvió la cabeza; mientras la lluvia resonaba sordamente a nuestro alrededor y los canalones vertían a chorros el agua a nuestros pies, observé cómo, a través de la oscuridad, trataba por primera vez de verme el rostro. También su cuerpo parecía despertar de su letargo.
—Como tú quieras —dijo, cediendo—. A mí todo me es indiferente… Después de todo, ¿por qué no? ¡Vamos!
Abrí el paraguas y él se puso a mi lado y me cogió del brazo. Aquella inesperada confianza me produjo un efecto muy desagradable, y me asusté, me horroricé hasta lo más profundo de mi corazón. Pero no tuve el coraje de prohibírselo; si en aquel instante le hubiera rechazado, se habría hundido en el abismo y todo cuanto yo había logrado hasta entonces hubiera sido inútil. Caminamos unos pasos hacia el Casino.
1 comment