Nos casamos en seguida y llevamos la vida, exenta de preocupaciones, propia de nuestra clase: tres meses en Londres, otros tres en nuestras propiedades, y el resto del tiempo viajando por Italia, España y Francia. Nunca la más leve sombra enturbió nuestro matrimonio. Los dos hijos que tuvimos son ya adultos. Cuando llegué a los cuarenta años, murió inesperadamente mi esposo. Había contraído en el trópico una enfermedad del hígado, y al cabo de dos semanas de angustias horribles le perdí. El mayor de mis hijos servía entonces en el ejército, el menor estaba aún en el colegio; así es que me quedé completamente sola, siendo esa soledad para mí, acostumbrada a la tierna compañía de mi esposo, un tormento insoportable. Vivir aún un día más en la casa donde todo me recordaba la trágica pérdida del ser querido, lo juzgaba imposible; me decidí, pues, a viajar intensamente durante los años siguientes, mientras mis hijos permaneciesen solteros.

En el fondo, mi vida me pareció desde entonces absolutamente insensata e inútil. El hombre con quien durante veintitrés años compartiera todos los instantes y todos los pensamientos, había muerto; mis hijos no me necesitaban y yo temí, además, amargar su juventud con mi pesimismo y melancolía. Para mí misma no quería ni deseaba ya nada.

Primeramente me fui a París y allí, para matar el tedio, me dediqué a visitar establecimientos y museos; pero la ciudad y las cosas se me hacían algo extrañas. Huí de la sociedad porque no podía soportar las miradas compasivas que cortésmente se me dirigían al verme tan enlutada. No sabría decirle cómo pasé aquellos meses de vagabundeo; únicamente sé que no tenía otro deseo que morir, pero me faltaron las fuerzas para acelerar tan doloroso anhelo.

A los dos años de luto, o sea, a los cuarenta y dos de mi vida, hallándome en aquel estado de extrema atonía, fui a parar a Montecarlo, huyendo de una existencia falta de objetivo a la que no había sabido sobreponerme.

Hablando con sinceridad, he de decir que eso se debió al tedio, al afán de ahuyentar aquel penoso vacío de mi corazón que no podía nutrirse sino de pequeños estímulos del mundo exterior. Cuanto mayor era mi atonía, más intenso era en mí el deseo de hallarme allí donde la vida se agita más febrilmente. Para quien se siente desasido de todo, la apasionada inquietud de los otros produce una sacudida en los nervios, como el teatro o la música.

Por eso también fui al Casino varias veces. Me complacía observar la fluctuación inquieta de la alegría o la consternación en los rostros de los demás, mientras mi interior no era sino un espantoso desierto. Además, mi marido, sin pecar de frívolo, gustaba de frecuentar, de vez en cuando, las salas de juego, y a mí me complacía revivir fielmente, con una especie de piedad maquinal, todas sus costumbres de antaño. Fue allí también donde empezaron aquellas veinticuatro horas que fueron más excitantes que cualquier juego y que turbaron por muchos años mi existencia.

Yo había almorzado con la Duquesa de M., pariente de mi familia. Por la noche, después de la cena, no sintiéndome aún lo bastante fatigada para irme a la cama, penetré en la sala de juego, y, aunque no jugase, iba lentamente de una mesa a otra, observando de una manera especial al grupo de jugadores allí reunidos. Digo de una manera especial, refiriéndome a lo que me había enseñado mi marido un día en que me quejé de lo aburrido que resultaba contemplar siempre las mismas caras: mujeres viejas y entecas que permanecían atemorizadas horas y horas antes de atreverse a aventurar una ficha, astutos profesionales, cocottes, toda esa turbia sociedad que, como usted sabe, resulta menos pintoresca y romántica que lo que se da en pintar en las malas novelas, en las cuales aparece como la fleur d’élégance y como la aristocracia de Europa. Además, el Casino era, hace veinte años, mucho más atrayente que lo es hoy. En aquella época circulaba el dinero de una manera tangible y verdaderamente desaforada, y los arrugados billetes, los dorados napoleones, las arrogantes monedas de cinco francos se amontonaban y corrían en remolinos por las mesas, como un vértigo loco. Hoy, en cambio, un público burgués de agencia de viajes Cook desgasta aburridamente las fichas, sin carácter, en el pomposo palacio del juego reconstruido a la moderna. Sin embargo, tampoco entonces encontraba el menor interés en la uniformidad de aquellas caras extrañas, hasta que un día mi marido, cuya pasión secreta era la quiromancia, la adivinación por las líneas de las manos, me enseñó un modo especial de mirar, que era realmente más interesante y que impresionaba y excitaba bastante más que el soporífero mariposeo alrededor de las mesas: consistía en no mirar nunca a los rostros, sino únicamente al cuadrilátero de la mesa y sobre todo las manos de los jugadores y su manera particular de moverse. Ignoro si usted habrá fijado alguna vez por casualidad su atención exclusivamente en el tapete verde, en el centro del cual la bolita vacila como un beodo, de un número a otro, y dentro de cuyo cuadrilátero, dividido en secciones, llueven, a modo de maná, arrugados pedazos de papel, redondas piezas de oro o plata, que luego la raqueta del croupier, a semejanza de una fina guadaña, siega y arrastra hacia sí o empuja como una gavilla hacia el ganador. Observándolo desde esa especial perspectiva, lo único que varía son las manos, la multitud de manos claras, nerviosas y siempre en actitud de espera en torno al tapete verde, todas asomando por la caverna de su respectiva manga, cada una de forma y color diferentes, algunas desnudas, otras adornadas con anillos y pulseras tintineantes, muchas velludas como animales salvajes, muchas otras húmedas y retorcidas como anguilas, y todas, sin embargo, crispadas y trémulas por una enorme impaciencia. Involuntariamente pensaba siempre en la pista de las carreras en el momento en que, en la línea de salida, hay que contener con fuerza a los excitados caballos para que no se lancen antes de tiempo. Exactamente así temblaban y se agitaban las manos. Todo puede adivinarse en esas manos, en su manera de esperar, de coger, de contraerse: al codicioso se le reconoce por su mano parecida a una garra; al pródigo, por su mano blanda y floja; al calculador, por su muñeca firme; al desesperado, por la mano temblorosa; cientos de temperamentos se descubren con la rapidez del rayo, ya en el modo de tomar el dinero, ya si lo estruja o lo agita nerviosamente, ya si, abatido y con mano fatigada, hace indiferente una puesta en el tapete verde. Que el hombre se descubre en el juego es una vulgaridad, ya lo sé, pero yo digo que su mano lo descubre todavía mejor durante el juego. Porque todos o casi todos los jugadores, han aprendido muy pronto a dominar su rostro; todos, del cuello para arriba, llevan la fría máscara de la impasibilidad: vencen las arrugas que se forman en torno de la boca y moderan su excitación apretando constantemente los dientes; se disimulan a sí mismos la visible inquietud, y con los músculos en tensión imprimen a su semblante una fingida indiferencia, que adquiere por momentos una frialdad aristocrática, Pero, por lo mismo que su atención está tensamente concentrada, en el esfuerzo por dominar la expresión del semblante, que es la parte más visible de su ser, y olvidan las manos, como olvidan también que hay individuos que las observan y que descubren en ellas todo lo que más arriba intentan disimular los labios sonrientes y las miradas aparentemente tranquilas.

Y las manos ponen, impúdicamente, al descubierto su secreto. Porque llega inevitablemente un momento en que esos dedos a duras penas dominados, en apariencia adormecidos, saldrán de su voluntaria indolencia: en el tenso segundo en que la bolita de la ruleta cae en la pequeña casilla y se canta el número ganador; entonces, en ese instante, cada una de aquellas cien o ciento cincuenta manos dibuja un movimiento involuntario, completamente individual, personal, de instinto primitivo.