Y cuando uno aprende y se acostumbra, como yo, debido a la pasión de mi marido, a observar esa muchedumbre de manos, la explosión, siempre variable, siempre diferente, siempre inesperada, del temperamento particular de cada persona, nos causa un efecto más emotivo que el teatro o la música. No me es posible describirle las mil maneras de mover las manos en el juego: las hay como de bestias salvajes, de velludos y curvados dedos, que arrebatan ferozmente el dinero; otras, nerviosas, trémulas, con las uñas pálidas, que apenas se atreven a avanzar; otras, nobles y a un tiempo viles, tímidas y brutales, vivas y a la vez torpes; y otras, vacilantes… Pero cada una actúa de manera diferente, porque expresa un temperamento distinto, a excepción de las manos de los croupiers. Las de éstos son máquinas perfectas; al lado de la exaltación viva de las otras, funcionan con una precisión objetiva, siempre atareadas y con absoluta indiferencia, cual si se tratase de las sonoras llaves de un aparato calculador. Pero estas manos frías actúan aún de una manera que nos sorprende mayormente por el contraste con sus obsesionadas y apasionadas hermanas; diríase que visten uniforme, como policías en medio de las oleadas y de la exaltación de una revuelta popular. Añádase todavía el goce personal que se experimenta a los pocos días, una vez conocidas las costumbres y pasiones de cada una de las manos. Al poco tiempo hice distinciones entre ellas, dividiéndolas, como lo haría con las personas, en simpáticas y antipáticas; las había que me parecían tan asquerosas por su avidez y su torpeza, que de ellas apartaba siempre la mirada como ante una indecencia. Cada mano nueva en la mesa constituía para mí una aventura y un motivo de curiosidad; muy a menudo olvidaba mirar el rostro que, más arriba, asentado en un cuello como una fría máscara, aparecía inmóvil, sobre una camisa de smoking o sobre un escote resplandeciente.

Cuando entré aquella noche, pasé de largo ante dos mesas atestadas de jugadores para llegar a una tercera; preparaba ya unas piezas de oro, cuando oí, en medio de aquella pausa tan tensa en que parece vibrar el silencio, aquella pausa que se produce cada vez que la bola, ya mortalmente fatigada, se bambolea entre dos números; oí, digo, frente a mí, un extraño ruido, como el crujido de articulaciones que se rompen. Me quedé estupefacta. En aquel momento vi dos manos —crea que me sobresalté—, la derecha y la izquierda, como nunca había visto; dos manos convulsas que, como animales furiosos, se acometían una a otra, dándose zarpazos y luchando entre sí de tal modo que las articulaciones de los dedos crujían con el ruido seco de una nuez cascada. Eran manos de singular belleza, extraordinariamente largas y estrechas, aunque al mismo tiempo provistas de sólida musculatura, muy blancas, con las uñas pálidas y las puntas de los dedos finamente redondeadas. Yo las hubiese contemplado toda la noche —me sentía maravillada de aquellas manos extraordinarias, únicas—, pero lo que especialmente me impresionó fue aquel frenesí, aquella expresión locamente apasionada y aquella manera de luchar una con otra. En seguida adiviné que me hallaba ante un hombre abrumado que contenía todo su sufrimiento con la punta de los dedos para no dejarse aniquilar por él. Y en aquel instante…, en el instante preciso en que la bolita fue a caer con un ruido seco en la casilla y el croupier cantaba el número…, en aquel segundo, las dos manos se separaron para abatirse aplomadas como dos bestias alcanzadas por un mismo tiro. Se abatieron ambas realmente desfallecidas, inertes, con una plástica expresión de extenuación, de desengaño, como heridas por el rayo, como una existencia que se apaga, y en forma tal, en fin, que no encuentro palabras con qué expresarlo. Nunca había visto y nunca más veré unas manos tan elocuentes, en las que cada músculo parecía estar dotado de palabra y en las que el sufrimiento parecía exhalarse por cada poro. Durante un momento, permanecieron ambas sobre la mesa, aplastadas y muertas, como dos medusas echadas al borde de una ribera. Después empezó una, la derecha, a levantarse penosamente sobre la punta de los dedos; temblaba, retrocedía, describía un movimiento de rotación alrededor de sí misma, vacilaba, se retorcía; por último, cogió nerviosamente una ficha que, indecisa, hizo rodar, como una ruedecita, entre el índice y el pulgar. De súbito, arqueándose con un gesto felino, de pantera, lanzó, mejor dicho, escupió la ficha de cien francos en el centro de la casilla negra. En seguida, como obedeciendo a una señal, la excitación se apoderó también de la inactiva mano izquierda, hasta entonces adormecida; ésta se levantó, se desperezó, se arrastró lentamente hacia la otra mano que yacía trémula, como fatigada aún de la jugada que acababa de arriesgar, y ambas permanecieron juntas y horrorizadas mientras daban sobre la mesa suaves golpecitos con los nudillos, como dientes que la fiebre hace castañetear… No, nunca, nunca había visto yo manos que hablasen con tan viva expresión, que estuviesen poseídas de una excitación, de una tensión tan espasmódica. Todo lo demás de aquel vasto local: el zumbar de las salas, el grito de los croupiers, el ir y venir de unos y otros, e incluso aquella bolita que ahora, echada de su escondrijo, saltaba como una endemoniada dentro de su jaula redonda, bruñida como un parquet…, toda aquella vertiginosa multitud de impresiones relampagueantes y fugaces que influían crudamente sobre los nervios, me parecieron muertas, como petrificadas, al lado de aquellas dos manos trémulas, anhelosas, jadeantes, impacientes, heladas; al lado de aquellas dos manos soberbias ante las que me sentía como hipnotizada.

Al fin no pude más: necesitaba ver el rostro de la persona a quien pertenecían aquellas manos y, angustiosamente —sí, angustiosamente, porque sentía miedo de ella—, mi mirada subió lentamente desde la manga hacia los estrechos hombros. Y de nuevo me estremecí, por cuanto aquel rostro hablaba el mismo lenguaje desenfrenado, fantásticamente sobreexcitado, que las manos; reflejaba la misma terrible tenacidad en su expresión y la misma delicada y casi femenina belleza. Nunca había visto yo un rostro semejante, tan enajenado de sí mismo y ofreciéndome la oportunidad de contemplarlo a mi antojo, como una máscara, como una estatua desprovista de ojos; porque aquellas pupilas de poseso no se movían un solo segundo ni hacia la derecha ni hacia la izquierda: inmóviles, negras, bajo los párpados abiertos, semejaban inanimadas bolas de vidrio en las cuales se reflejaba el brillo de aquella otra, de color caoba, que locamente rodaba y saltaba entre las casillas de la ruleta. Una vez más lo repito: nunca había visto yo una cara tan interesante y que de tal modo me fascinase. Pertenecía a un joven de unos veinticuatro años; era delgada, fina, bastante alargada, y por lo tanto muy expresiva. Exactamente como las manos, aquella cara ofrecía un aspecto no muy viril, sino más bien el de un muchacho apasionado…, pero todo esto no lo observé sino hasta más tarde, pues en aquel momento su rostro se esfumaba por completo bajo una expresión descompuesta por la avidez y la locura. La boca estrecha, anhelosamente abierta, dejaba medio al descubierto los dientes: a la distancia de diez pasos se los podía ver rechinar febrilmente mientras los labios permanecían abiertos e inmóviles. Un rubio y húmedo mechón se le pegaba a la frente, colgando de ella como si fuera a caerse, y las aletas nasales se agitaban con un temblor ininterrumpido, como un movimiento invisible de pequeñas ondas bajo la piel. Y la cabeza toda, tendida hacia adelante, se inclinaba cada vez más, sin darse cuenta, en igual dirección, como si fuese a dar contra el remolino de la bolita y a hacerse añicos; entonces me expliqué la rígida presión de las manos: únicamente por aquella presión podía mantenerse, en perfecto equilibrio aquel cuerpo próximo a desplomarse.

Nunca —lo repito aún de nuevo—, nunca había visto un rostro en el cual se reflejara tan abiertamente, tan impúdicamente, la pasión, el instinto; yo permanecía inmóvil, atraída por la locura de su expresión, tan intensamente como él lo estaba por los movimientos y los saltos de la bolita. A partir de ese momento, no vi ya otra cosa en el salón; todo se me antojó vago, sordo, borroso, oscuro, en comparación con el fuego que emanaba de aquel rostro; habiéndome olvidado de la gente que me rodeaba, observé quizá durante una hora únicamente a aquel hombre y cada uno de sus menores gestos; luego, cuando el croupier hizo avanzar veinte piezas de oro hacia aquellas anhelosas garras, sus ojos despidieron un vivo resplandor, el crispado ovillo de sus manos se deshizo como bajo el efecto de una explosión, y los dedos, trémulos, se separaron saltando. Durante aquel segundo, el rostro apareció iluminado y rejuvenecido, las arrugas desaparecieron, los ojos empezaron a brillar; el cuerpo, rígidamente inclinado, se irguió, ágil, esbelto…; por primera vez se sentó blandamente, como un jinete en la silla, movido por la alegría del triunfo; los dedos jugaron, pueriles y vanidosos, con las redondas monedas, haciéndolas bailar y sonar una contra otra.