Zumalacárregui
El gran friso narrativo de los Episodios Nacionales sirvió de vehículo a Benito Pérez Galdós (1843-1920) para recrear en él, novelescamente engarzada, la totalidad de la compleja vida de los españoles -guerras, política, vida cotidiana, reacciones populares- a lo largo del agitado siglo XIX.
La España desgarrada por la Primera Guerra Carlista y la Regencia de María Cristina es la época de los siguientes episodios, cuyo eje es el romántico Fernando Calpena.
Escrita entre 1898 y 1900, es decir diecinueve años después de haber concluido la anterior, Galdós retoma la historia de España en el punto en que la había dejado -la muerte de FernandoVII-, para relatar la difícil etapa de la minoría de su hija, la futura Isabel II, no reconocida por los absolutistas que proclaman rey al infante don Carlos, hermano del rey fallecido. Los liberales arropan entonces a la reina viuda, María Cristina, y se inicia la primera guerra carlista. A lo largo de la serie, Galdós seguirá las vicisitudes de los dos bandos, entre el País Vasco, donde reside la corte absolutista, y Madrid, capital del gobierno liberal, con algunas incursiones en Levante y Cataluña.
Como en las serie anteriores, Galdós crea en este libro personajes ficticios que participan en los acontecimientos históricos, pero cuya vida trata de reflejar la del español de a pie. Así, el suicidio de Larra, la educación de la futura reina o la concertación de su matrimonio aparecen como acontecimientos que los personajes comentan como parte de su propio transcurrir vital.
En este episodio Pérez Galdós se sirve de la figura de ZUMALACÁRREGUI -el gran caudillo popular surgido en los primeros tiempos de la guerra carlista- y de la peripecia novelesca del atormentado capellán José Fago, para -como hiciera con El Empecinado para la Guerra de la Independencia- reflejar un momento histórico que le brinda la ocasión de pintar el mundo de la guerrilla y el de las intrigas cortesanas.

Benito Peréz Galdós
Zumalacárregui
Episodios nacionales
Libro primero de la serie tercera
ePUB v1.0
Emiferro 20.12.12

Título original: Zumalacárregui
Benito Pérez Galdós, 1898
Diseño/retoque portada: Emiferro
N. sobre edición original: Edición digital basada en la edición de Madrid, Est. Tip. de la Viuda e Hijos de Tello, 1898.
Editor digital: Emiferro (v1.0)
Corrección de erratas: Emiferro
ePub base v2.0
- I -
Ufano de los triunfos de Salvatierra y Alegría, en tierra alavesa, Zumalacárregui invadió la Ribera de Navarra, donde el Ebro se bebe tres ríos: Ega, Arga y Aragón. Bien podría denominarse aquel movimiento procesión militar, porque el afortunado guerrero del absolutismo llevaba consigo el santo, para que los pueblos lo fueran besando unos tras otros, al paso, con religiosa y bélica fe, acto que se efectuaba con suma presteza, aquí te tomo, aquí te dejo, conforme a la táctica de un ejército formado, instruido y aleccionado diariamente en la movilización prodigiosa, en las marchas inverosímiles, cual si lo compusieran no ya soldados monteses y fieros, sino leopardos con alas. Que éstos llevaban en volandas a la tortuga, no hay para qué decirlo. Mostraban el ídolo a los pueblos, y el entusiasmo en que éstos ardían era un excelente botín de moral política que robustecía la moral militar.
Y mientras realizaba este acto de hábil santonismo, Zumalacárregui no cesaba de combatir, en la boca el ruego, en la mano el mazo. Maestro sin igual en el gobierno de tropas y en el arte de construir, con hombres, formidables mecanismos de guerra, daba cada día a su gente faena militar para conservarla vigorosa y flexible. De continuo la fogueaba, ya seguro de la victoria, ya previendo la retirada ante un enemigo superior. ¿Qué le importaba esto, si su campaña a más del objeto inmediato de obtener ventajas aquí y allí, tenía otro más grande y artístico, si así puede decirse, el de educar a sus fieros soldados y hacerles duros, tenaces, absolutamente confiados en su poder y en la soberana inteligencia del jefe? Atacaba las guarniciones de villas y lugares, tomando lo que podía, dejando lo que le exigía excesivo empleo de energía y tiempo; procuraba ganar las pocas voluntades que no eran suyas, poniendo en ejecución medios militares o políticos, así los más crueles como los más habilidosos, y lo que se obstinaba en no ser suyo, quiero decir, del Rey, vidas o haciendas, lo destruía con fría severidad, poniendo en su conciencia los deberes militares sobre todo sentimiento de humanidad. Movido de la idea, guiado por su prodigiosa inteligencia y conocimientos del arte guerrero, iba trazando, con garra de león, sobre aquel suelo ardiente, un carácter histórico… ¡Zumalacárregui, página bella y triste! España la hace suya, así por su hermosura como por su tristeza.
Ribera de Navarra, Noviembre de 1834.
Gustoso de referir las cosas pequeñas antes que las grandes, anticipo este incidente que la Historia apenas cree digno de una breve mención: «Habiendo llegado a manos de Zumalacárregui un parte oficial en que el alcalde de Miranda de Arga avisaba al comandante de Tafalla la reciente entrada de los facciosos, con expresión de su fuerza y otras particularidades, mandó que le cogieran (al alcalde) y por primera providencia le pasaran por las armas.» Tales justicias, que dentro del convencionalismo de la religión militar así se nombran, disponíanse con sencillez suma, y con fría puntualidad y presteza se ejecutaban, como diligencia usual en los órdenes vulgares de la vida. Cortar bárbaramente la del que se conceptúa traidor, y que por la parte contraria resulta dechado de lealtad, quizás de heroica entereza, era en aquellos ejércitos acto tan sencillo como los ordinarios de carnicería ambulante: la matanza de ovejas, carneros o bueyes para alimentarse.
Metieron, pues, al desgraciado Ulibarri en la sacristía de una ermita que está como a mitad del camino entre Miranda y Falces, y le dijeron: «Estese ahí un rato, D. Adrián. Le traeremos un cura del Cuartel Real, porque los nuestros van ya camino de Peralta». Dijéronle esto con naturalidad y hasta con cortesía campechana, añadiendo: «Aquí dejamos un jarro de vino por si tiene sed, y un atado de cigarrillos». Cerraron, y allí se quedó el pobre, rodeado de frías tinieblas, abrazado a sí mismo. Su grande espíritu se envolvía en la resignación, y agasajándose dentro de ella, anticipaba el tránsito doloroso. Lo que había de ser, que fuera pronto. Si él pudiera morirse por la fuerza concentrada de la voluntad, de buena gana lo haría, evitando a los enemigos el trabajo penoso de acribillar a balazos su corpachón robusto. Era muy grande, y duro de matar. Aunque no quería pensar en nada referente al cuerpo, pensaba sin poder remediarlo. El espíritu se echaba fuera de aquel envoltijo de la resignación, y al instante encontraba razones contra la sentencia que pronto le había de lanzar de este mundo. Malo, muy malo es este mundo; pero de tanto vivir en él nos connaturalizamos con sus miserias y con todo el fárrago de desdichas que nos abruman. Si él fuera un hombre enfermo, muy bien le vendría el sistema de curación definitiva que se le estaba preparando; pero, ¡por vida de las casualidades!, era robusto, de salud a prueba de bomba, macizo y vigoroso, fabricado para burlar a la muerte hasta los noventa, y a la sazón andaba en los sesenta y dos.
En fin, pues Dios así lo había dispuesto (y Ulibarri creía firmemente que lo que le pasaba era por disposición divina), se abrazaba otra vez estrechamente a su resignación, buscando en lo íntimo de aquel abrigo la idea de un morir noble y cristiano. La sublimidad no es fácil comúnmente; pero hombres del temple de Ulibarri saben realizar estos supremos imposibles.
Olvidado del tiempo, la víctima no se hacía cargo de que la habían encerrado a las cuatro de la madrugada: por momentos interrumpían su abstracción los ruidos externos, el pasar de carros, el vociferar de soldados y carreteros. Hasta creyó reconocer voces amigas en aquel tumulto, entre otras, la voz de Iturralde, con quien había comido un cordero y probado el vino de la penúltima cosecha tres meses antes, en su finca de Berbinzana. Mandaba el tal la retaguardia en aquel aciago día, y a todo trance quería salir de Falces al romper de la aurora.
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