¿Cuántos, precisamente?—dijo Manilof, dirigiéndose al administrador.
— ¡Y qué sé yo cuántos! No hay manera, sabe, de conocer cuántos se han muerto, pues
nadie los ha contado.
—Sí, precisamente—repitió Manilof, volviéndose hacia Tchitchikof.—Yo también supuse
que había habido una mortalidad bastante elevada, pero no sabemos de fijo cuántos se han
muerto.
—Haga usted el favor de contarlos—dijo Tchitchikof, dirigiéndose al administrador,—y de
hacer una lista exacta, con los nombres
—Sí, con los nombres—repitió Manilof.
El administrador dijo ‘Sí, señor”, y salió.
—¿Y por qué desea usted saberlo?—preguntó Manilof.
Esta pregunta parecía que colocaba al visitante en una situación difícil; su rostro denunció
un esfuerzo penoso que le hizo
ruborizar, un esfuerzo por decir una cosa no fácil de expresar. Y en efecto, pronto escuchó
Manilof las cosas más extrañas que jamás hayan escuchado oídos humanos.
—Dice usted que ¿ por qué deseo saberlo? Es por esto: quisiera comprar los campesinos. .
.—pronunció Tchitchikof, vacilando y dejando la frase sin terminar.
—Pero permítame preguntarle—dijo Manilof,—¿ cómo desea usted comprarlos, con
tierras, o sencillamente para llevárselos, sin tierras?
—No; no son precisamente los campesinos—replicó Tchitchikof.—Quiero los muertos...
— ¡Cómo! Dispense, soy un poco sordo; creía escuchar algo muy extraño.
—Deseo comprar los campesinos muertos que todavía estén inscritos en el censo como
vivos—dijo Tchitchikof.
Oído esto, Manilof dejó caer la pipa al suelo, y permaneció en pie, boquiabierto, durante
varios minutos. Los dos amigos, que hacía tan poco ponderaban los encantos de la amistad,
se miraban fijamente, como los retratos antiguos, que antaño se colgaban a ambos lados del
espejo, contemplándose. Por fin, Manilof recogió la pipa y, clavando la vista en el rostro de
su visitante, trató de descubrir si sus labios sonreían, si no se trataría de una broma; pero
nada de eso; su rostro parecía más serio que de ordinario. Luego pensó si su huésped no
estaría, por casualidad, malo de la cabeza, y, alarmado, le examinó fijamente. Pero los ojos
de Tchitchikof estaban despejados; no se notaba en ellos ese brillo aturdido y salvaje que se
observa en la mirada de los locos:
todo era equilibrio y corrección. Por mucho que cavilaba Manilof en cómo comprenderlo y
qué hacer, no se le ocurría otra
cosa mejor que sentarse, dejando escapar de la boca una tenue espiral de humo.
—Así que quisiera saber si usted me puede hacer transferencia de esos campesinos, en
realidad no vivientes, pero sí vivientes desde el punto de vista de la ley... o cedérmelos o
traspasármelos, como le parezca.
Pero Manilof estaba tan atontado y confuso, que no podía hacer otra cosa que mirarle fijamente.
—Supongo que usted quiere poner algún reparo—observó Tchitchikof.
—¿Yo?... No, no es eso—dijo Manilof,—pero perdóneme... no acabo de comprenderlo...
Y0, claro está, no he tenido la suerte de alcanzar el alto grado de ilustración que en usted se
echa de ver, por decirlo así, en cada gesto; no me expreso con arte. Quizá haya en resto, en
lo que usted acaba de decir, algún significado oculto. Quizá usted se haya expresado así,
empleando alguna figura retórica.
—No——interpuso Tchitchikof.—No; lo que quiero decir es precisamente lo que he dicho,
o sea, las almas que realmente están muertas.
Manilof se sintió completamente aturrullado. Tenía la sensación de que debía hacer algo,
formular alguna pregunta; pero qué demonios había de preguntar, no lo sabia. Acabó por
echar más humo, esta vez no ya de la boca solamente, sino también de las narices.
—Así, pues, si no hay obstáculos, hagamos, si Dios quiere, la escritura de trapaso—dijo
Tchitchikof.
—¿Cómo?... ¿un traspaso de almas muertas?
—Oh, no-—respondió Tchitchikof,—las inscribiremos como vivientes, tal como están
inscritas en el censo. Es mi costumbre no apartarme ni pizca de lo que marca la ley; cierto
que esto me ha motivado bastantes disgustos en el servicio, pero no importa: el deber es
para mí algo sagrado; la ley. .. ante la ley, soy mudo.
A Manilof le gustaban estas últimas palabras, aunque no tenía la menor idea de lo que
querían decir, por lo cual, en lugar de contestarlas, se dedicó a chupar la pipa con tanta
determinación, que esta empezaba a chillar como un fagot. No parecía sino que trataba de
sacar de ella alguna opinión sobre este inaudito incidente; pero la pipa chillaba, et praeterea
nihil.
—Quizá tenga usted alguna duda.
— ¡Oh, no, no, ni la más mínima! Lo que digo, no lo digo para criticarle, pero
permítame preguntarle, ¿ no estaría esta empresa, o para expresarlo más claramente,
esta negociación, no estaría esta negociación en pugna con el código civil ruso y
con el bienestar fundamental del país?
Dicho esto, Manilof, con un movimiento de la mano, clavo en Tchitchikof una mirada
significativa, mostrando en sus labios, firmemente apretados, y en todos los rasgos de su
cara, una expresión la más profunda que se haya visto en semblante humano, como no sea
en el de un ministro, muy sabio, que se halla resolviendo un problema particularmente
abstruso.
Pero Tchitchikof le aseguró que tal empresa, o negociación, no violaba en modo alguno el
código civil ruso, ni pugnaba con el bienestar fundamental del país, añadiendo, un
momento después, que desde luego el Goberno sacaría provecho de ella, ya que recibiría
los impuestos que marca la ley.
—¿Esa es su opinión?
—Mi opinión es que estará bien.
—Oh, si está bien, ya es otra cosa; yo no tengo que poner ningún reparo—dijo Manilof,
sintiéndose completamente tranquilizado.
—Entonces, sólo resta fijar el precio...
—¿El precio ?—preguntó Manilof; y después de una pausa agregó pero usted cree que voy
a recibir dinero por unas almas que en cierto sentido han dejado de existir! Puesto que usted
ha concebido este, por decirlo así, fantástico deseo, yo, por mi parte, estoy dispuesto a
entregarle esas almas incondicionalmente y a cargar con las costas.
Incurriría en una grave falta si dejara de hacer constar que nuestro héroe se sintió
traspasado de júbilo al escuchar estas palabras de Manilof. A pesar de su gravedad habitual,
a duras penas podía abstenerse de ejecutar una cabriola, manifestación que, como todos
sabemos, se reserva para los momentos de aguda alegría. Tan violentamente se retorcía en
la silla, que rompió el género de lana que recubría el almohadón; el mismo Manilof le
miraba con perplejidad. Conmovido de gratitud, prorrumpió en tal torrente de palabras de
agradecimiento, que Manilof se sintió avergonzado, se sonrojó, hizo un ademán suplicante,
y acabó declarando que realmente no valía la pena, que le producía inmensa satisfacción el
poder mostrar, de este modo, la sincera simpatía que por Tchitchikof florecía en su alma;
pero que las almas muertas carecían, en cierto sentido, de valor.
— ¡De ninguna manera carecen de valor 1—exclamó Tchitchikof, apretándole la mano.
En este punto, lanzó un profundo suspiro. Parecía que estaba a punto de abrir el corazón.
No sin emoción, articuló las siguientes palabras:
— ¡Si supiera usted el servicio que, con esas almas, aparentemente despreciables, está usted
prestando a un hombre aparentemente humilde que carece de familia! ¡Lo que no he
sufrido! ¡‘Como un barco en el mar tempestuoso!... ¡Qué de malos tratos, qué de
persecuciones he sufrido, qué angustias he conocido! Y ¿por qué? ¡Por haber seguido el
sendero de la justicia, por haber sabido ser fiel a los dictados de mi conciencia, por haber
socorrido a la viuda y a los huérfanos desamparados. . ...!
Aquí sacó su pañuelo y enjugó una lágrima.
Manilof se sintió hondamente conmovido. Largo rato pasaron los dos amigos apretándose
mutuamente las manos, y mirándose en silencio a los ojos, en que brotaban las lágrimas.
Manilof no quena soltar la mano de nuestro héroe, sino que seguía apretándola con tanto
calor, que Tchitchikof no sabia cómo libertarla. Por fin, retirándola cautelosamente, dijo
que no estaría de más hacer la escritura de traspaso en cuanto fuera posible, y que también
sería conveniente que él mismo visitase el pueblo; dicho lo cual, cogió el sombrero e inició
las despedidas.
— ¡Cómo! ¿ Quiere usted marcharse ya ?—exclamó Manilof, volviendo en sí bruscamente
y casi asustado.
En este momento, entró en el aposento la señora de Manilof.
—Lisanka—-dijo Manilof, con aire dolorido,— ¡Pavel Ivanovitch nos abandona ya!
—Seguramente se ha aburrido—respondió la señora.
—¡Señora! Aquí—dijo Tchitchikof, poniendo la mano sobre el corazón—aqui es donde...
¡Sí! Aquí es donde guardaré siempre el recuerdo de las horas deliciosas que he pasado con
ustedes. Y créanme, no podía darse una dicha mayor que la d vivir aquí siempre, si no en la
misma casa, por lo menos en la próxima vecindad.
—¡Figúrese, Pavel Ivanovitch—dijo Manilof, regocijado por la idea,—figúrese qué
encantador sería, verdaderamente, si Ud.
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