Pero tal
cosa no es posible. A veces uno se ve obligado a buscar distracción en la lectura de “Los
hijos de la Patria”.
Tchitchikof mostró su completa conformidad con lo expuesto por Manilof, añadiendo que
nada podría ser más agradable que vivir en la soledad, gozando el espectáculo de la
Naturaleza y, de vez en cuando, leyendo...
—Pero ¿ sabe ?—dijo Manilof,—si no se tienen amigos con quienes compartir..
—Oh, es verdad, es verdad—le interrumpió Tchitchikof ;—en ese caso, ¡qué valen todos
los tesoros del mundo! Dinero, no, sino buenos amigos a quienes acudir en caso de
necesidad, ha dicho un sabio.
—Y sabe usted, Pavel Ivanovitch—prosiguió Manilof, con expresión no meramente dulce,
sino completamente empalagosa, como una dosis que un médico inteligente ha
sobrecargado de azúcar, para hacérsela tragar al paciente indeciso,—sabe que entonces se
experimenta, hasta cierto punto, un gozo espiritual.. . Ahora por ejemplo, cuando la
casualidad me ha deparado la rara, la extraordinaria felicidad de conversar con usted, de
disfrutar de su encantadora conversación.
— ¡Pero, señor! ¿ Cómo puede serle agradable mi conversación? Soy un individuo
completamente insignificante—contesto Tchitchikof.
— ¡Oh, Pavel Ivanovitch! Permítame que sea franco con usted. Daría gustoso la mitad de
mi fortuna por poseer algunas de las cualidades que le adornan a usted.
— ¡Al contrario! Yo la consideraría el más grande honor del mundo si...
Imposible adivinar a qué grado de exaltación habrían llegado las mutuas efusiones entre
estos dos amigos, si no hubiera entrado el criado, anunciando la comida.
—Haga usted el obsequio de pasar al comedor—dijo Manilof
—Usted nos disculpará que no podamos ofrecerle una comida como las que se le ofrecen
en los áureos salones de las grandes ciudades; no tenemos mas que una sencilla sopa de
coles, al buen estilo ruso, pero se la ofrecemos de todo corazón. Le suplico que pase usted.
Llegados a este punto, invirtieron largo rato en discutir cuál debía entrar primero y, por fin,
Tchitchíkof entró de lado en el comedor.
Ya se hallaban en el cuarto dos muchachos, hijos de Manilof, de una edad para sentarse a la
mesa, pero todavía sobre sillitas altas. Les acompañaba su tutor, quien se inclinaba
cortésmente, sonriendo. El ama de la casa se sentaba frente a la sopera, y Tchitchikof se
colocaba entre Manilof y su esposa. Un criado ataba una servilleta al cuello de los niños.
— íQué niños más encantadores !—exclamó Tchitchikof, mirándoles.—¿ Cuántos años
tienen?
—El mayor tiene ocho y el pequeño seis—contestó la señora de Manilof.
—¡Temistoclus!—dijo Manilof, dirigiéndose al chico mayor, que se esforzaba por librar su
barba, aprisionada en la servilleta que le había colocado el lacayo.
Tchitchikof alzó levemente las cejas al escuchar este nombre de sabor griego que, por
alguna razón que ignoramos, terminaba Manilof con la sílaba us; pero inmediatamente hizo
volver a su cara su expresión habitual.
— ¡Temistoclus!, dime, ¿ cuál es la primera ciudad de Francia? Aquí, el tutor concentró
toda su atención en Temistoclus, mirándole como si fuera a lanzársele encima; pero se
calmó, haciendo señas afirmativas con la cabeza, cuando Temistoclus contestó:
—París.
—Y ¿cuál es la mayor ciudad de Rusia?—preguntó de nuevo Manilof.
Otra vez el tutor aguzó los oídos.
Petersburgo—articuló Temistoclus.
no hay otra?
Moscou—pronunció Temistoclus.
-Qué chico más inteligente !—exclamó Tchitchikof.—Por mi vida prosiguió, dirigiéndose a
los Manilof con aire de estupefaccion —¡ a su edad, saber tanto! Les aseguro que ese niño
muestra dotes excepcionales.
—Oh, no le conoce usted todavía—contestó Manilof.—Posee un entendimiento muy
agudo. El más joven, Alquides, no es tan despierto. Pero este pícaro, si tropieza con un
escarabajo o con una mariquita, es todo ojos: corre tras él en el acto. Le tengo destinado a la
carrera diplomática. Temistoclus—añadió, dirigiéndose de nuevo al muchacho,—¿ te
gustaría ser embajador?
—¡Sí, me gustaría !—contestó Temistoclus, mascullando un trozo de pan y agitando la
cabeza.
En este momento, el lacayo, en pie detrás de la silla, limpió la nariz del futuro embajador, y
bien hecho, pues de otro modo es posible que algo muy desagradable habría caído en la
sopa. La conversación a la mesa comenzó con los encantos de la vida tranquila, salpicada
con observaciones del ama respecto al teatro de la capital y a los actores que en él
representaban. El tutor vigilaba estrechamente a los comensales y, siempre que les veía a
punto de reírse, abría inmediatamente la boca y se reía estrepitosamente.
Quizá seria un hombre reconocido, que sólo deseaba recompensar al ama sus bondades para
con . No obstante esto, su rostro asumió, por un momento, una expresión de dureza y,
golpeando ligeramente la mesa, clavó los ojos en los niños, sentados frente a él. Esto
sucedió en el momento perentorio, pues Temistoclus acababa de morder la oreja a
Alquides, y éste, arrugando la cara y abriendo la boca, se disponía a romper en sollozos
lastimeros, pero, reflexionando que fácilmente podrían privarle de lo que restaba de la
comida, volvió la boca a su posición normal y, con lágrimas en los ojos, se puso a roer un
hueso de carnero, hasta que ambas mejillas relucían de grasa.
El ama de la casa, dirigiéndose repetidas veces a Tchitchikof, le decía:
—Usted no come nada; se ha servido muy poco.
A lo cual Tchitchikof contestaba, invariablemente:
—Muchas gracias; he comido mucho. La conversación amena vale más que la más opípara
vianda.
Se levantaron de la mesa. Manilof estaba contentísimo y, sosteniéndole el espinazo a
Tchitchikof, se disponía a llevarle a la sala, cuando de repente éste anunció, con aire
significante, que tenía que hablarle sobre un asunto de importancia.
—En ese caso, permítame que le convide a entrar en mi despacho—dijo Manilof,
conduciéndole a un pequeño cuarto, desde cuyas ventanas se divisaba el bosque, azulino en
la lejanía.—Esta es mi pieza privada.
—Es un cuarto muy alegre—contestó Tchitchikof, examinándolo.
Verdad es que al aposento no le faltaba cierto encanto: las paredes estaban pintadas de un
color gris azulado; había cuatro sillas, una butaca y una mesa, sobre la cual reposaba el
libro y, en él, el marcador a que ya hemos hecho referencia; pero lo que más llamaba la
atención era el tabaco. Se le veía en diversos receptáculos: en paquetes, en jarros y también
esparcido en montones sobre la mesa. En los antepechos de ambas ventanas, había
pequeñas pilas de ceniza, cuidadosamente colocadas en hileras. Se podría creer que su
distribución servía de pasatiempo al amo de la casa.
—Permítame rogarle que se siente en la butaca—dijo Manilof.
—Estará más cómodo.
—No, dispense usted; me sentaré en esta silla.
—Permítame que no le dispense—replicó Manilof, con una sonrisa.—Esta butaca la
destino siempre para mis amigos; que le guste o no, tendrá que sentarse en ella.
Tchitchikof se sentó.
—Permítame ofrecerle una pipa.
—No, muchas gracias; no fumo—dijo Tchitchikof con afabilidad y con tono de
pesadumbre.
—¿Por qué no ?—preguntó Manilof, también con afabilidad y con tono de pesadumbre.
—No tengo la costumbre, y temo al tabaco: dicen que la pipa seca el organismo.
—Permítame hacerle la observación de que eso es un prejuicio. A decir verdad, me figuro
que la pipa es menos dañosa para la salud que el rapé. Había en mi regimiento un teniente,
hombre excelente y altamente culto, a quien nunca se le veía sin la pipa en la boca, no sólo
en la mesa, sino, si me es permitido expresarlo así, en todas partes. Ahora tendrá más de
cuarenta años, pero es todavía fuerte, gracias a Dios, y goza de una salud inmejorable.
Tchitchikof reconoció que a veces las cosas sucedían así, y que había muchos fenómenos
en la Naturaleza que ni el más profundo intelecto sabría explicar.
—Pero permítame que le dirija una pregunta.. .—añadió, con voz en que vibraba una
entonación extraña, o poco menos que extraña; y, por motivos desconocidos, volvió la
cabeza, como con inquietud. Y Manilof también, por motivos desconocidos, volvió la
cabeza.—¿ Cuánto tiempo hace que no llena usted el censo?
—Oh, hace mucho; realmente, no me acuerdo.
—Pues, desde que lo llenó la última vez, ¿ se habrán muerto algunos de sus siervos?
—Respecto a eso, realmente no sé decírselo; me parece que tendremos que preguntárselo al
administrador; creo que estará hoy aquí.
Poco después apareció el administrador. Era un hombre de unos cuarenta años, con la barba
afeitada; vestía levita y, según todos los indicios, llevaba una vida muy holgada, pues la
cara
la tenía rechoncha e inflada, de matiz amarillento, que denunciaba su afición a los
colchones de plumas. Se echaba de ver que había hecho la carrera del mismo modo que la
hacen todos los administradores de todos los hacendados: había comenzado como criado de
casa; sabia leer y escribir; luego se había casado con alguna Agashka, ama de llaves y
protegida de la señora; se había encargado del abastecimiento de la casa y, por fin, se había
convertido en administrador de la finca. Y habiendo ascendido a administrador, se condujo,
claro está, como todos los administradores: trabó intimidad con aquellos de la aldea que
poseían más que él, e hizo más pesada la carga de los pobres; cuando despertaba, pasadas
las nueve de la mañana, esperaba el samovar y se bebía el té lentamente.
—Escucha, buen hombre,—dijo Manilof—, ¿ cuántos campesinos nuestros se han muerto
desde que llenamos el último censo?
—¿Cuántos? muchos se han muerto desde entonces—replicó el administrador, dando un
hipo y colocando la mano sobre la boca, como pantalla.
—Sí, confieso que así creía yo—asintió Manilof.—Muchos se han muerto.
Luego, volviéndose hacia Tchitchikof, añadió:
—Sí, en efecto, muchos.
—¿Cuántos?, por ejemplo—preguntó Tchitchikof.
—Sí.
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