viviera

bajo nuestro techo, y de esta manera pudiéramos sentarnos a la sombra de algún olmo,

discurrir sobre la filosofía, ahondar en las cosas.

~Oh, sería una existencia paradisíaca!—exclamó Tchitchikof, lanzando un suspiro.—

Adiós, señora—prosiguió, besándole la mano.

—Adiós, mi honrado amigo. No se le olvide lo que le he pedido.

—¡Oh, no tenga cuidado! Me separo de usted, pero sólo por dos días.

Todos entraron en el comedor.

— ¡Adiós, dulces niños !—dijo Tchitchikof, viendo a Alquides y a Temistoclus, quienes se

distraían con un soldado de madera, falto de brazos y de nariz.—Adiós, queriditos míos;

habéis de perdonarme por no haberos traído algún regalito, pues he de confesar que

ignoraba vuestra existencia; pero en mi próxima visita, no me olvidaré de traeros algunas

cosas. A ti te traeré una espada; ¿ te gustaría una espada?

— ¡Sí !—contestó Temistoclus.

—Y a ti te traeré un tambor. Te gustaría un tambor, ¿verdad?

—Sí——susurró Alquides, bajando la cabeza.

—Muy bien, te traeré un tambor, un tambor muy hermoso; hará: toorrr. . . roo. . . tra-ta-ta,

ta-ta-ta. ¡Adiós, queridito mío, adiós!

Después besó al niño en la cabeza, y se volvió hacia Manilof y su esposa con esa risita con

que se suele mostrar a los padres cuán inocentes son los deseos de sus hijos.

—¡ Realmente, debía usted quedarse, Pavel Ivanovitch !—dijo Manilof, cuando salieron de

la casa.—Mire que se avecina la tormenta.

—Son nubes pequeñas—objetó Tchitchikof.

—¿Y conoce usted el camino a casa de Sobakevitch?

—Quería preguntárselo.

—Si me permite, se lo diré a su cochero.

Y Manilof se puso a explicar al cochero, con la misma finura, el camino que debía seguir.

El cochero, oyendo que tenía de pasar dos encrucijadas y seguir la tercera, dijo:

—Lo encontraremos, su excelencia.

Y Tchitchikof se alejó, mientras el caballero y la dama permanecían largo rato de puntillas

en la escalera, dirigiéndole saludos y agitando los pañuelos.

Manilof miró desaparecer el calesín en la lejanía, y aun después de perderse de vista,

permaneció de pie en la escalera, fumando su pipa. Por fin, entró en la casa, se sentó a la

mesa y se entregó a la meditación, profundamente satisfecho por haber proporcionado un

placer a su amigo. Al poco rato, sus pensamientos vagaban, casi imperceptiblemente, a

otros temas, y Dios sabe dónde terminaron. Musitó sobre las delicias de una vida rica en

amistades, pensó qué hermoso sería vivir con algún amigo a orillas del río, y atravesarlo

por un puente de su propiedad, y construir en sus márgenes una gran mansión, con mirador

tan alto, tan alto, que desde él se descubriera Moscou; y ya se vela allí de noche,

paladeando el té al aire libre, y discurriendo sobre toda suerte de cosas agradables. Luego

vió cómo él y Tchitchikof marcharon en lujosos coches a una función, donde encantaron a

todos con la afabilidad de su trato, y, por fin, el zar, sabiendo la estrecha amistad que les

unía, los hizo generales a los dos. Y de aquí pasó a Dios sabe qué fantasías, cuyo contenido

ni él mismo comprendía claramente. De pronto, el recuerdo de la extraña petición de

Tchitchikof le volvió a la realidad. Parecía que su cerebro no lograba asimilar la idea, y por

muchas vueltas que le daba, no conseguía explicársela. Así, siguió sentado, fumando su

pipa, hasta la hora de cenar.


CAPITULO III 

Mientras tanto, Tchitchikof, muy contento, seguía sentado en su calesín, que hacía tiempo

rodaba por la carretera. Por lo que queda dicho en el capitulo anterior, se sabe cuál era la

meta de su ambición, y no es de extrañar que pronto se viera completamente absorto en su

proyecto. Al parecer, las hipótesis y cálculos que ocupaban su pensamiento, eran

agradables, pues dejaban tras si huellas de una sonrisa de satisfacción. Enfrascado en sus

meditaciones, no se percató de que su cochero, bien satisfecho de la recepción que le dieron

los criados de Manilof, le hacia muy sagaces observaciones al caballo tordo moteado que

iba enganchado a la derecha. Este era extremadamente tímido y sólo fingía tirar, mientras

que el bayo y el castaño, llamado Imponedor, porque

había sido comprado a un imponedor de contribuciones, tiraban con todas sus fuerzas,

reflejándose en sus ojos la satisfacción que de ello sacaban.

— ¡No creas que me engañas! ¡Ya te arreglaré las cuentas!— gritó Selifan, levantándose a

medias y dando latigazos al rezagado.— ¡Trabaja, payaso alemán! El bayo es un caballo

honrado, cumple con su deber, y yo le daré un puñado más de cebada, porque es un caballo

honrado, y el Imponedor también es un buen caballo... Ahora, ¿ por qué sacudes las orejas?

¡Escúchame cuando te hablo, cretino! No te voy a enseñar nada malo, tonto. Y ahora, ¿

adónde vas?—Aquí le dio otro latigazo, observando:— ¡Ah, salvaje, maldito Bonaparte...

Luego les gritó a todos:

—¡ Hala, queridos !—dándoles ligeramente con el látigo, no en concepto de castigo, sino

para mostrarles que estaba contento de ellos.

Después de permitirse esta expansión, volvió a dirigir la palabra al tordo moteado:

—¿Crees que no veo lo que estás haciendo? ¡No! Has de conducirte más honradamente si

quieres que te respete. Las de la casa del propietario, donde hemos estado, son gentes

buenas. A mí siempre me gusta tratar con hombres buenos; un hombre bueno y yo siempre

nos entendemos, siempre hacemos buenas migas. Lo mismo si bebemos el té como si

tomamos una gota de vodka o comemos una galleta, siempre lo hago con gusto si es en

compañía de un hombre bueno. Nuestro amo, por ejemplo, todo el mundo le respeta,

porque ha servido a su zar, ¿oís?, es consejero colegiado...!

Discurriendo de este modo, Selifan llegó al fin a las más absurdas generalizaciones, al

punto que, si Tchitchikof le hubiera escuchado, habría oído muchos detalles relacionados

consigo mismo. Pero sus pensamientos se hallaban tan completamente absortos en su

proyecto, que no volvió en sí hasta que un formidable trueno le despertó de sus

meditaciones, haciendo que mirara a su alrededor.