El cielo estaba completamente
encapotado, y caían sobre el polvoriento camino algunas gotas de lluvia. Ponto retumbó
otro trueno, más violento y más cercano, y la lluvia empezó a caer a cántaros.
Descendiendo, al principio, oblicuamente, azotaba al calesín primero en un lado, después
en otro; cambiando de dirección, caía recta sobre la cubierta del coche y, por fin, daba a
nuestro héroe en la cara. Esto hizo que corriese las cortinas de cuero, con sus dos miradores
redondos que permitiesen ver el camino, y que gritase a Selifan fuese más aprisa. Este,
viendo interrumpido su soliloquio, y haciéndose cargo de que realmente no debía perder un
momento, sacó de debajo del asiento una harapienta prenda gris, se la puso, empuñó las
riendas, y gritó a los caballos, que apenas se movían, por el agradable relajamiento que les
había producido las edificantes admoniciones del cochero. Pero ya Selifan no podía
recordar si las encrucijadas que habían pasado eran dos o tres. Al reflexionar y recordar el
camino que había recorrido, supuso que serian varias. Como en los momentos críticos, un
ruso decide siempre, sin cavilaciones, qué es lo que ha de hacer, Salifan giró por la derecha,
siguiendo la primera encrucijada, y gritando ¡Arre, amigos!”, fustigó los caballos, sin
perder tiempo en considerar adónde les podría conducir el camino que seguían.
La lluvia prometía no cesar en muchas horas. El polvo que cubría la carretera pronto se
convirtió en lodo, haciendo por instantes más difícil hacer avanzar el calesín. Tchitchikof
empezaba a sentirse inquieto, cuando, pasado cierto tiempo, no vislumbraba la aldea de
Sobakevitch. Según sus cálculos, debían haber llegado ya hacía bastante tiempo. Miraba
por ambos lados, pero tan densa era la obscuridad que no se veía a dos pasos.
— ¡Selifan !—gritó por fin, asomando la cabeza por las cortinas.
—¿ Qué hay, señor ?—contestó Selifan.
—Mira bien; ¿ no se ve una aldea por ahí?
—No, señor, no se ve nada por ninguna parte!
Dicho lo cual, y ondeando el látigo, Selifan se echó a cantar, no precisamente una canción,
sino una tonada sin fin, en que entraban todas las voces que por toda Rusia se emplean para
azuzar a las bestias. Todo entraba en su composición, adjetivos de todas clases, sin
distinción, conforme le brotaban de los labios, terminando por llamar a los caballos “¡
secretarios!”
Mientras tanto, Tchitchikof empezaba a notar que el calesín bailoteaba, imprimiéndole
violentas sacudidas: esto hizo que se percatara de que habían abandonado la carretera y que
estaban, según parecía, traqueteando sobre un campo recientemente arado. También Selifan
parecía observar este hecho, pero no dijo nada.
—¡Oye, canalla! ¿Por qué camino me estás llevando?—gritó Tchitchikof.
—No es culpa mía, señor, si está tan obscuro. ¡No veo ni el látigo de tan obscuro como
está!
Dicho lo cual, el calesín dio tan violenta sacudida, que Tchitchikof tuvo que agarrarse con
ambos manos para no caer. Sólo entonces, notó que Selifan había lanzado una cana al aire.
—¡Cuidado, cuidado, que me vas a volcar!—gritó el amo.
—No, señor. ¡Cómo podría yo volcarle a usted!—repuso Selifan.—Eso no estaría bien, me
consta; yo no le volcaría por nada del mundo.
Empezaba a volverse muy suavemente el calesín; y seguía volviendo y seguía volviendo
hasta que por fin lo volcó. Tchitchikof cayó, dando un chapuzón en el lodo. Selifan detuvo
los caballos, aunque se habrían detenido por sí mismos, pues estaban extenuados. Este
inesperado accidente acabó de atontarle. Descendiendo
de su asiento, permaneció mirando el calesín con los brazos en jarras, mientras su amo
chapoteaba en el lodo, pretendiendo librarse, y exclamó:
— ¡Por mi vida, que hemos volcado!
— ¡Estás más borracho que unas sopas !—gritó Tchitchikof.
—No, señor; ¿ cómo podría yo estar borracho? Yo sé que no está bien beber. He charlado
un rato con un amigo, pues creo que está permitido charlar con un hombre bueno—en ello
no hay mal ninguno,—y hemos tomado unos sorbitos juntos, y tomar un sorbito no es cosa
mala: se puede tomar un sorbito con un hombre bueno.
—¿Y qué te dije la última vez que te emborrachaste, eh? ¿Lo has olvidado ?—gritó
Tchitchikof.
—No, su excelencia. ¿Cómo podría olvidarlo? Conozco mi deber. Sé que no está bien
emborracharme. Todo lo que he hecho ha sido charlar un poco con un hombre muy bueno...
— ¡Te atizaré una paliza que te enseñará a charlar con un hombre bueno!
—Eso será como su excelencia desea—contestó Selifan, pronto a acceder a todo,—si ha de
ser paliza, paliza será; no tengo nada que decir en contra. ¿ Por qué no una paliza, si la
tengo merecida? Para eso es su excelencia mi amo. Ha de haber palizas, pues los
campesinos somos demasiado holgazanes; es preciso mantener el orden. Si se merecen,
pues palizas, ¿por qué no palizas?
El amo no encontró qué oponer a este argumento. Pero entonces, parecía que el destino
mismo se apiadara de ellos. Oyeron ladrar un perro en la lejanía. Tchitchikof, contentísimo,
mandó a Selifan fustigar los caballos.
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