El cochero ruso posee un olfato agudo que reemplaza

los ojos; es por lo que va dando tumbos, con los ojos cerrados, y a alguna parte llega.

Aunque Selifan no veía a dos pasos, guió el calesín directamente al pueblo; tanto era así,

que no paró hasta que los ejes chocaron contra una valía, lo que le impidió avanzar un paso

más. Lo único que pudo Tchitchikof divisar a través de la espesa cortina de lluvia, era algo

que parecía un tejado. Mandó a Selifan que buscase la puerta de la verja, operación que

habría ocupado mucho tiempo si no fuera que en Rusia los perros feroces hacen de

porteros, y que éstos anunciaran tan estrepitosamente el lugar que ocupaba,

que Selifan tuvo que taparse los oídos. Apareció luz en una ventanita, y su nebuloso

resplandor mostró a los viajeros la puerta. Selifan empezó a llamar, y pronto apareció en el

umbral una figura vistiendo camisa de mujer; oyeron c6mo preguntaba una voz femenina:

—¿ Qué queréis? ¿ Por qué armáis tanto escándalo ?—preguntó la voz ronca de una vieja.

—Somos viajeros, buena mujer; dénos albergue para la noche.

—¡Ah!, pícaro! ¡Qué horas de venir aquí!—contestó la vieja.

—Este no es un hotel, sino la casa de una señora.

—Pero ¿qué vamos a hacer, buena mujer? Vea usted, hemos perdido el camino. No

podemos pasar la noche en la estepa con el tiempo que hace.

—Sí, no podemos; está muy obscuro, hace mal tiempo—añadió Selifan.

— ¡Cállate, idiota !—repuso Tchitchikof.

—Pues ¿ quién es usted ?—preguntó la vieja.

—Soy un noble, buena mujer.

La palabra “noble” hizo reflexionar a la buena mujer.

—Espere un momento, que voy a hablar con mi ama—dijo, y volvió en dos minutos

armada de una linterna.

Las puertas de la verja se abrieron. Apareció luz en otra ventana. Entrando en el patio, el

calesín se detuvo delante de una mansión de tamaño corriente, cuya construcción era difícil

distinguir en medio de la obscuridad. Sólo una mitad apareció iluminada por la luz que

despedía la ventana; se veía un charco delante de la casa, sobre el cual aquella luz se

reflejaba. La lluvia caía ruidosa y acompasada sobre el tejado de leña, descendiendo en

chorros al tonel. Mientras tanto, los perros ladraban en todos los tonos: uno, levantando la

cabeza, ejecutó unos aullidos tan prolongados y laboriosos como si ladrara a sueldo; el otro

ladraba abipadamente, como una bocina, y entre estos dos ruidos se distinguía un falsete

heridor, que probablemente lanzaba un falderillo; rematándolo todo, sonó el ladrido, en

bajo profundo, de un perrazo viejo, dotado de un natural canino peculiarmente vigoroso;

estaba ronco como el bajo de un coro cuando el concierto vocal llega a su punto álgido:

cuando los tenores se empinan,

en su intenso deseo de lanzar una nota alta, echando atrás las cabezas y mirando a lo

alto, y cuando él solo, con la barba hundida en el cuello, se agacha y, casi cayendo al suelo,

suelta una nota que hace vibrar y crujir los cristales de las ventanas. Sólo por el coro canino

compuesto de tales ejecutantes se podía inferir razonablemente que aquella casa era una

residencia muy respetable; pera nuestro héroe, calado hasta los huesos y tiritando de frío,

no pensó en otra cosa más que en la cama. El calesín aun no había parado cuando

Tchitchikof saltó a las escaleras, dando traspiés, y casi cayéndose. Apareció entonces otra

mujer, más joven que la primera, pero muy parecida a ella. Le hizo entrar en la casa.

Tchitchikof echó una ojeada al cuarto: las paredes estaban tapizadas con papel rayado,

viejo; había cuadros representando pájaros; entre las ventanas se veían espejitos anticuados,

con marcos obscuros, en forma de hojas dobladas; detrás de cada espejo, se asomaba ya una

carta, ya una baraja de naipes, o una media; un reloj, con flores pintadas en la esfera,

colgaba de la pared; no pudo observar más. Sentía como si se le pegaran los párpados,

como si alguien los hubiese embadurnado con miel. Un momento después, el ama de la

casa entró en el aposento— una mujer de edad, con un gorro de dormir apresuradamente

colocado en la cabeza, y con un cuello de franela ;—era una de esas excelentes damas que,

poseyendo una pequeña hacienda, se quejan de las escasas cosechas, inclinando la cabeza

hacia un lado; y que, no obstante, van amontonando poco a poco, en diferentes cajones de

su cómoda, respetables cantidades de dinero. En un saquito guardan los rublos; en otro, los

medios rublos; en el tercero, los cuartos de rublo; y, no obstante, parece que en los cajones

no hay más que ropa blanca y camisones de dormir y carretes de algodón y una pelliza,

destinada a convertirse después en traje, si los vicios se quemasen, friendo buñuelos,

pastelitos para las fiestas o frutas de sartén, o si se gastaran simplemente por el uso. Pero

los trajes no se queman ni se gastan, pues la vieja es muy cuidadosa, y el destino quiere que

la pelliza permanezca en el cajón durante largos años, y que, andando el tiempo, la herede

una sobrina, junto con todo género de trastos.

Tchitchikof le presentó sus excusas por haberla molestado con su inesperada visita.

—¡No importa, no importa!—respondió la señora.—¡Con qué tiempo le ha traído Dios!

¡Qué tempestad de lluvia y viento!... No podía Ud. menos que extraviarse. Debía usted

comer alguna cosa después de su viaje; pero es de noche, no podemos guisar-le nada.

Interrumpió sus palabras un extraño silbido, cosa que alarmó a Tchitchikof: el sonido hacía

creer que el cuarto estaba lleno de serpientes, pero levantando los ojos hacia la pared,

nuestro héroe se tranquilizó, pues observó que el reloj estaba a punto de dar la hora. Al

silbido, siguió un estertor, y, por fin, con un esfuerzo desesperado, dio las dos, emitiendo

un ruido como sí se golpeara con un palo un jarro roto; después de lo cual, el reloj volvió a

su tic-tac tranquilo.

Tchitchikof dio las gracias a la dama, diciéndole que no quería comer nada, que no debía

molestarse, que no pedía más que una cama, y que sólo sentía cierta curiosidad por saber en

qué casa estaba, y si distaba mucho de la finca de Sobakevitch. A lo cual contestó la vieja

que jamás había oído nombrar a Sobakevitch, y que no había por allí propietario alguno que

así se Llamase.

—Pero seguramente conoce usted a Manilof—dijo Tchitchikof.

—¿Quién es Manilof?

—Un terrateniente, señora.

—No, nunca le he oído nombrar; no hay tal propietario por aquí.

—¿ Quiénes son, pues, los propietarios de aquí?

—Pues Bobrof, Svinyin, Kanapatyef, Harpakín, Trepakin, Plyeshakof.

—¿Son gentes acomodadas?

—No, señor, no mucho. Uno posee veinte almas, otro treinta, pero no hay ninguno que

posea cien.

Tchitchikof se hizo cargo de que estaba en el último rincón del mundo.

—¿Está muy lejos la capital?

—Estará a unos sesenta kilómetros. ¡Qué lástima que no

pueda ofrecer nada! ¿ No tomará usted una taza de té, señor?

—No, muchas gracias, señora; no deseo más que acostarme.

—Después de tan mal viaje, ya le hará falta dormir, por cierto. Puede usted acostarse aquí,

señor, sobre este sofá. ¡Eh, Fetinya, trae un colchón de plumas, unas almohadas y una

sábana! ¡Qué

tiempo nos ha mandado el Señor: qué truenos! He tenido una vela encendida ante el icono

toda la noche. ¡ Oh, señor mío, si está usted embarrado de lodo como un cerdo! ¿ Cómo se

ha ensuciado de esta manera?

—Y gracias a Dios, puedo sentirme feliz por no haberme roto las costillas.

—¿ Maria Santísima, qué horror! Pero ¿ no debemos frotarle los hombros con algo?

—Gracias, gracias. No se moleste más que para decir a su criada me seque la ropa y la

cepille.

—¿Oyes, Fetinya?—dijo la vieja, dirigiéndose a la mujer que había aparecido en la escalera

con la linterna, y que ahora, habiendo arrastrado hasta el cuarto un colchón de plumas, y

habiéndolo ahuecado por todos lados, estaba esparciendo una verdadera lluvia de plumas

por el aposento.—Llévate la levita del caballero, junto con su ropa interior, y sécalas

delante del fuego, como lo hacías para el amo; y después de secas, sacúdelas y cepíllalas

bien.

—Sí, señora—respondió Fetinya, extendiendo una sábana sobre el colchón de plumas y

colocando encima las almohadas.

—Bien; aquí tiene usted su cama—dijo la vieja.—Buenas noches, señor; que duerma bien.

Pero ¿ no desea usted nada? Quizá esté usted acostumbrado, señor, a que le hagan

cosquillas en los talones.