Mi pobre marido no podía conciliar el sueño sin ello.
Pero el huéspede rechazó también las cosquillas en los talones. El ama de la casa se retiró y
Tchitchikof se apresuró a desnudarse, entregando a Fetinya las prendas todas, tanto las
interiores como las exteriores, y ésta, deseándole buenas noches, se fue, llevando sus
mojadas galas. A solas ya, Tchitchikof observó con satisfacción su cama, que casi tocaba el
techo. Se echaba de ver que Fetinya era perita en el arte de ahuecar los colchones de
plumas. Cuando, montando en una silla, alcanzó la cama y se acostó, el colchón se hundió
bajo su peso hasta casi tocar el suelo, lanzando las plumas, que volaron por el aire.
Apagando la bujía, se tapó con la manta de algodón, y acurrucándose debajo de ella, se
durmió al instante. A la mañana siguiente, se despertó algo tarde. El sol le daba en la cara, y
las moscas, que la noche anterior dormían tranquilamente en las paredes y en el techo,
tenían todas que ver con él: una se posaba sobre el labio, otra sobre la
oreja, y una tercera procuraba asentarse en el párpado; la otra, que había cometido la
indiscreción de colocarse cerca de las narices, la aspiró Tchitchikof, lo cual le hizo
estornudar con violencia, circunstancia que le despertó. Mirando por el cuarto, vio que no
todos los cuadros representaban pájaros: entre ellos, colgaba un retrato de Kutusof y otro,
pintado al óleo, de un caballero de edad, con solapas encarnadas en su uniforme, tal como
se las llevaba en tiempos del emperador Pablo 1. De nuevo el reloj lanzó un silbido y dió
las diez: unos ojos de mujer miraban a hurtadillas por la puerta, retirándose
precipitadamente al observar que Tchitchikof había echado absolutamente toda la ropa de la
cama para dormir más a sus anchas. La cara que le había espiado le parecía conocida.
Trataba de recordar a quién pertenecía, y por fin recordó que era de la dueña de la casa. Se
puso la camisa; sus ropas, secas y cepilladas, estaban colocadas a su lado. Después de
vestirse, se acercó al espejo, y volvió a estornudar tan estrepitosamente, que un gallo, que
en ese momento se había acercado a la ventana, colocada cerca del suelo, le cacareó
precipitadamente, en su extraño lenguaje, algo que sin duda quería decir “¡Buen día, señor
!“. Oído lo cual, Tchitchikof le llamó imbécil. Acercándose a la ventana, examinó el
terreno; se diría que la ventana daba al gallinero. Por lo menos, el estrecho corral estaba
lleno de aves y de toda especie de animales domésticos. Se veían pavos y gallinas
incontables, entre los cuales, se pavoneaba un gallo, andando con pasos mesurados,
sacudiendo la cresta e inclinando la cabeza a un lado, como si escuchara algo; había
también una cochina con toda su prole, hozando en un montón de basura; se comió un
pollito al pasar y, sin notarlo, siguió engullendo cortezas de melón. Este corral estaba
cercado por una empalizada, y más allá se extendía una huerta, con coles, cebollas, patatas,
remolacha y otras verduras. Esparcidos por la huerta, se veían manzanos y otros árboles de
fruta, cubiertos por una red pajiza para protegerlos contra los gorriones y maricas, que
revoloteaban formando verdaderas nubes. Con el mismo objeto, se habían levantado, sobre
largos palos, varios espantapájaros, con los brazos extendidos, uno de los cuales estaba
ataviado con un gorro perteneciente a la misma ama de la casa. Más allá del huerto, estaban
las chozas de los campesinos, las cuales, aunque colocadas
al azar, y no en fila, mostraban, sin embargo, por lo que pudo observar Tchitchikof, la
prosperidad de sus moradores, pues se hallaban en buen estado: las maderas de los tejados
que se habían podrido, habían sido reemplazadas por otras nuevas; en ninguna parte se
veían batientes de puertas medio arrancadas de sus goznes, y en los cobertizos de los
campesinos, que daban hacia él, observó Tchitchikof, en uno, un carro casi nuevo, y en
otro, hasta dos.
“Pues su aldea no es pequeña”, musitó Tchitchikof, tomando inmediatamente la
determinación de conversar con el alma y llegar a conocerla. Con este propósito, echó una
ojeada al resquicio de la puerta, donde había aparecido la cabeza, y viendo a la mujer
sentada a la mesa del té, en el aposento próximo, avanzó hacia ella con sonrisa bondadosa y
jovial.
—Buenos días, buen señor. ¿ Ha dormido usted bien?—dijo la vieja, levantándose.
Estaba mejor vestida que la víspera: lucía un traje obscuro y se había quitado el gorro, pero
todavía tenía el cuello envuelto en la franela.
—Muy bien, muy bien, gracias—contestó Tchitchikof, tomando asiento en la butaca.—Y ¿
cómo ha pasado usted la noche, señora?
—Muy mal, señor.
—¿Por qué?
—Es el insomnio. Me duele siempre la espalda, y también una pierna, que, por encima de la
rodilla, está muy dolorida.
—Eso pasará, eso pasará, señora. No ha de hacerle caso.
— ¡Dios quiera que así sea! La he frotado con manteca de cerdo y la he bañado con
trementina. Y ¿qué torna usted con el té? Hay vino de casa en esa botella.
—No me irla mal, señora. Tomaremos una gotita del vino de casa.
Probablemente el lector no habrá dejado de notar que, a pesar de sus expresiones de avidez,
Tchitchikof hablaba a la vieja con más desahogo y libertad que a Manilof, y que no gastaba
cumplidos. Es el hecho que, si bien nosotros los rusos hemos quedado a la zaga de los
extranjeros en muchas cosas, nos hemos adelantado a ellos en la habilidad de maneras.
Imposible enumerar todos los matices y las sutilezas de nuestra conducta. Un francés o
un alemán nunca podría percibir y apreciar todas nuestras peculiaridades y finas
distinciones; hablará en casi el mismo tono de voz y con casi el mismo lenguaje con un
tendero que con un millonario, aunque, claro está, con el alma se humillará bastante ante
este último. No sucede así entre nosotros: en la sociedad rusa existen personas tan hábiles,
que conversarán con un propietario de doscientas almas de un modo bien distinto del que
emplean con uno que posee trescientas almas; y a uno que tiene trescientas, le tratarán de
otra manera que al que posee quinientas; y con el que tiene quinientas, no hablan del mismo
modo que con el que tiene ochocientas; en fin, hay matices hasta llegar a un millón.
Supongamos, por ejemplo, que existe una oficina del Estado, no aquí, sino en un lugar
imaginario; y supongamos que en esa oficina hay un jefe. Les ruego le observen cuando
está sentado entre sus subordinados; uno siente un pavor que le priva de la palabra.
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