El

orgullo y la dignidad. . . y qué sé yo qué más, se reflejan en su cara. Se siente ganas de

coger un pincel y hacerle el retrato: ¡un Prometeo, un verdadero Prometeo! Parece un

águila, se mueve con paso mesurado. Esa misma águila, cuando abandona su despacho y se

dirige al sanctasanctórum de su superior, avanza como mejor puede, balanceándose como

una perdiz, con papeles bajo el brazo. En la sociedad, y en una velada, si el resto de los

invitados son de menor categoría social, Prometeo sigue siendo Prometeo; pero si los

invitados pertenecen a una clase siquiera un poquito superior a la suya, Prometeo sufre una

metamorfosis tal como jamás la haya imaginado Ovidio: se convierte en una mosca, en

menos que una mosca: ¡se arrastra en el polvo! “Pero si éste no es Ivan Petrovich”, se dice

uno, observándole. Ivan Petrovitch es alto, y este tío es bajo e flacucho; Ivan Petrovitch

tiene una voz profunda y no ríe nunca, mientras que este

tipo no se sabe qué pensar de él: pía como un pájaro y se ríe incesantemente.” Uno se

acerca más, se lo mira, ¡y es, en efecto, Ivan Petrovitch! “¡Ahá!”, piensa... Mas volvamos a

los personajes de nuestra historia.

Tchitchikof, como ya hemos visto, había tomado la determinación de no gastar cumplidos,

así que, cogiendo la taza de té, y vertiendo en ella el vino, habló de la siguiente manera:

—Tiene usted una bonita aldea, señora. ¿Cuantas almas posee?

—Cerca de ochenta, señor—respondió la vieja.—Pero he de decirle que los tiempos son

muy malos. El año pasado teníamos otra vez una cosecha tan mala como no quisiera tenerla

que sufrir más.

—Pero los campesinos parecen muy robustos y sus chozas son sólidas. Permítame

preguntarle: ¿ cuál es su apellido? Anoche estuve tan distraído.., llegando a esta hora...

—Korobotchka.

—Gracias. ¿Y su nombre, y el de su padre?

—Nastasya Petrovna.

—¿ Nastasya Petrovna? Un buen nombre, Nastasya Petrovna; tengo una tía, hermana de mi

madre, que se llama Nastasya Petrovna.

—Y ¿cómo se llama usted ?—preguntó la dama.—¿ Usted es recaudador de

contribuciones?

—No, señora—respondió Tchitchikof, sonriendo,—no, por cierto, no soy recaudador de

contribuciones; estoy viajando para asuntos particulares.

—Oh, entonces es usted comerciante. Realmente, es una lástima que hubiera de vender mi

miel a esos tratantes a un precio tan bajo; probablemente usted lo habría comprado, señor.

—No, la miel no la habría comprado.

—Pues entonces, ¿ qué? ¿ Quizá el cáñamo? Pero ahora tengo muy poco cáñamo, no más

de medio pud.

—No, señora; lo que yo compro es un género muy distinto. Dígame, ¿ se han muerto

algunos de sus campesinos en los últimos años?

—Oh, señor mío, ¡nada menos que diez y ocho !—dijo, suspirando.— ¡Y los mejores!

¡Todos trabajadores! Cierto que también han nacido algunos, pero ¿ de qué me sirven? Esos

no cuentan. Y vienen a cobrarme las contribuciones y me dicen: “Tiene usted que pagar por

cada cabeza.” Los campesinos están muertos y yo tengo que pagar la contribución como si

vivieran. La semana pasada se quemó mi herrero y murió. Era un herrero muy hábil, y

también aprovechaba para cerrajero.

—¿Ha tenido usted un incendio, señora?

—¡Dios nos libre de semejante desgracia! Un incendio seria aún peor. Se incendió él

mismo, señor mío. No sé cómo, sus

intestinos comenzaron a arder...; había bebido una cantidad enorme; lo único que puedo

decirle es que salió de él una llama azul, y él ardía y ardía, y se volvió tan negro como el

carbón, ¡y era un herrero muy hábil! Y ahora no puedo ir en coche porque no tengo quien

hierre los caballos.

—Es la voluntad de Dios, señora—dijo Tchitchikof, lanzando un suspiro.—Es inútil luchar

contra la voluntad del Señor... Le ruego que me las dé a mí, Nastasya Petrovna.

—¿Darle qué, señor?

—Pues esos que se han muerto.

—Pero ¿ cómo puedo hacer eso?

—Oh, es muy sencillo. O, si quiere usted, se los pagaré

— ¡Cómo! Yo no le comprendo. Seguramente no querrá usted desenterrarlos, ¿ verdad?

Tchitchikof comprendió que la vieja estaba alelada y que seria preciso explicarla

minuciosamente qué era lo que deseaba él. En pocas palabras le hizo ver que la cesión o

venta se verificaría sólo en los papeles, y que las almas constarían como vivientes.

—Pero ¿ de qué le servirán?—dijo la vieja, mirándole con los ojos muy abiertos.

—Ese es asunto mío.

—Pero ¿usted comprende que son almas muertas?

—Pues ¡quién ha dicho que estaban vivas! Precisamente porque no lo están, porque están

muertas, representan una pérdida para usted: usted tiene que pagar la contribución sobre

ellas, pero yo le ahorraré todos esos gastos y molestias, ¿ comprende? Y no sólo eso: le

daré además quince rublos. Bueno, ¿ lo comprende ya?

—Realmente, no sé—respondió, indecisa, la vieja.—Vea usted, yo nunca he vendido a los

muertos.

—Supongo que no. Sería un milagro que hubiera quién se los comprase. ¿ O es que usted

cree realmente que se puede sacar una ganancia de ellos?

— ¡No, no creo eso! ¿ Qué ganancia se podría sacar? No sirven para nada. Lo único

que me preocupa es que están muertos. "Bueno,parece que esta mujer es torpe de

verdad",pensóTchitchikof.

—Escuche, señora; piénselo bien; usted se está arruinando con eso de pagar las

contribuciones como si vivieran esos campesinos...

—¡Oh, señor mío, no me diga!—interrumpió la vieja.—Sólo la semana pasada he pagado

más de ciento cincuenta, aparte de los regalos que le he hecho al recaudador.

— ¡Ya lo ve usted, señora! Y piense usted que en adelante no tendrá que hacer más regalos

al recaudador, porque tendré yo que pagar la contribución—yo, y no usted.—Yo tomo

sobre mi la obligación de pagar toda la contribución; hasta pagaré las costas de la

transferencia, ¿ comprende al fin?

La vieja cavilaba. Veía que la transacción ciertamente parecía ventajosa, sólo que era

demasiado rara e inusitada, así que empezaba a sentirse intranquila por si el comprador

tratara de estafaría.