¡Dios sabía de dónde habría venido, y también había llegado de noche!

— ¡Bueno, señora! ¿ Qué dice usted? ¿ Convenidos ?—dijo Tchitchikof.

—Por mi vida, señor, que nunca se me había ocurrido vender a los muertos. Hace unos

años, sí vendí a Protopopof unas campesinas vivas—dos muchachas, a cien rublos cada

una,—y bien contento se quedaba él: han resultado muy buenas trabajadoras; hasta tejen

servilletas para la mesa.

—Bien, pero ahora no se trata de los vivientes; Dios los bendiga. Los que yo le pido son los

muertos.

—Verdaderamente, a primera vista, temo que resulte una pérdida para mí. Quizá me está

usted engañando, señor, y quizá... quizá valgan más.

—Oiga, buena mujer. . . ¡eh, qué tonterías está diciendo! ¿Qué pueden valer? Considere: si

no son más que ceniza, ¿ sabe? ¿ No lo comprende usted? No son más que ceniza. Ahora,

un artículo cualquiera, aunque despreciable y sin valor alguno, un simple trapo, por

ejemplo, hasta el trapo tiene cierto valor; los trapos se compran para hacer papel; pero esas

almas muertas, no sirven para nada. ¡Vamos!, dígame usted, ¿ de qué sirve?

—Sí, es verdad, no sirven para nada en absoluto. Lo único que me hace cavilar es que, vea

usted, están muertas.

“¡Uf!, es más dura que un poste”, pensó Tchitchikof, que ya comenzaba a perder la

paciencia. “¿ Cómo es posible entenderse

con ella? ¡Enciende mi sangre, la maldita vieja!” Y sacando un pañuelo del bolsillo, se puso

a enjugar el sudor que cubría su frente. Pero no había razón para que Tchitchikof se

indignara: muchos hombres muy respetables, y aun muchos hombres de Estado, son

verdaderos Korobotchka en los negocios. Una vez se les entra una idea en la cabeza, no hay

manera posible de sacársela: cuantos argumentos se les presentan rebotan de ellos como

una pelota de goma rebota de una muralla.

Después de secarse la frente, Tchitchikof determinó probar de conquistarla por otros

procedimientos.

—O usted no quiere entender lo que le digo, señora, o usted habla así sólo por el gusto de

hablar. Le daré quince rublos papel, ¿ comprende? Son dinero, ¿ sabe? Usted no los

recogerá en medio del camino. Vamos, dígame, ¿ por cuánto ha vendido usted la miel?

—Por doce rublos el pud.

— Señora, está usted cargando su conciencia con un pecadillo; usted no la vendió por doce

rublos.

— ¡Palabra de honor, por doce rublos!

—Bien; veamos. Los doce rublos se pagaron por un artículo, por la miel. Se ha ido

elaborando durante más de un año, quizá, con trabajo y fatigas y ansiedad; usted fué y

cuidó a las abejas, y usted dió de comer a las abejas en el sótano, durante todo el invierno.

Pero las almas muertas ya ni siquiera pertenecen a este mundo. Usted no se ha molestado

por ellas; era la voluntad de Dios que abandonasen este mundo, para mengua de su

patrimonio de usted. En el caso de la miel, ha recibido usted por su trabajo, por sus

esfuerzos, doce rublos, pero ahora recibirá usted de balde, por nada, no doce, sino quince

rublos, y no en plata, sino todos en billetes azules.

Después de estos poderosos argumentos, Tchitchikof no dudó de que cedería la vieja.

—Pero, mire usted—contestó ésta,—soy una pobre viuda, sin experiencia; más vale que

espere un poquito; quizá vengan otros tratantes y podré enterarme de los precios.

—¡Qué vergüenza, señora! Es sencillamente una vergüenza! Vamos, reflexione usted sobre

lo que está diciendo. ¿ Quién se las va a comprar? ¿Para qué las podría utilizar nadie?

—Quizá se pueden utilizar para algo... —replicó, pero paró bruscamente, mirándole

boquiabierta, casi con horror, esperando qué diría a esto Tchitchikof.

—¡Utilizar a los muertos! ¡Válgame Dios! ¿Para espantar de noche a los mochuelos de su

huerto?

— ¡Dios nos perdone! ¿ Qué cosas dice !—exclamó la vieja, santiguándose.

—Y ¿ qué otra cosa puede usted hacer con ellos? Además los huesos y las sepulturas los

conserva usted; la cesión no consta más que en los papeles. Bueno, ¿ qué dice? ¿ Cómo lo

decide? Contésteme.

La vieja reflexionó de nuevo.

—¿Qué está usted pensando, Nastasya Petrovna?

—Realmente, no puedo decidirme sobre qué he de hacer; preferiría venderle el cáñamo.

— ¡Cáñamo! ¡Válgame Dios! ¡Le pido una cosa bien distinta y usted trata de hacerme

cargar con el cáñamo! Cáñamo es cáñamo; otro día vendré y compraré su cáñamo también.

Bien, ¿ qué decidimos, Nastasya Petrovna?

— ¡Ay, Dios mío! Si es una cosa tan rara e inaudita esa venta. Oído esto, Tchitchikof

perdió completamente la paciencia; dió un golpe en el suelo con la silla y mandó a la vieja

al diablo.

La dama sentía un miedo mortal por el diablo y su simple mención la llenaba de espanto.

— ¡Ay, que no le nombre, Dios nos guarde !—gritó, palideciendo.—No hace más de dos

noches, soñé toda la noche con el diablo. Esa noche se me había ocurrido probar mi suerte

con los naipes, después de rezar, y no parece sino que Dios me mandó al diablo para

castigarme. Estuvo horrible, con cuernos más largos que los de un toro.

—Me extraña que no sueñe usted diablos por docenas. Por la sencilla humanidad cristiana,

quería ayudarle: ¡a una pobre mujer que lucha con la pobreza!... ¡Pero el demonio se la

lleve a usted y a toda su aldea!

— ¡Ay, qué cosas más horribles está usted diciendo!—gritó la vieja, mirándole con terror.

—Bueno, ¡no se sabe cómo tratarla a usted! Si usted se parece

— por no decir una cosa fea—se parece al perro del hortelano,

que ni come ni deja comer. Tenía la intención de comprar a usted toda suerte de productos,

porque también me encargo de los contratos del Gobierno para la adquisición de víveres.

Esto lo dijo al pasar, sin ninguna intención ulterior, salvo que vino a él como una

inspiración feliz. La soltó sin malicia, mas tuvo un éxito inesperado.