La mención de los
contratos del Gobierno produjo una fuerte impresión en Nastasya Petrovna, que se apresuró
a decir com voz de súplica:
—Pero, ¿ por qué está usted tan excitado? Si hubiera sabido que tenía usted un
temperamento tan nervioso, no le habría contrariado.
—Realmente, no tengo por qué enfadarme. Si el negocio no vale lo que un huevo podrido. ¡
Como si yo hubiera de enfadarme por él!
—Oh, entonces, muy bien; ¡le cederé las almas por quince rubios papel! ¡ Sólo que, señor,
respecto a esos contratos, fíjese, si usted me comprara el centeno, o el alfarfón, o los
granos, o las carnes, le ruego no me engañe.
—No, buena mujer, no le engañaré—dijo, mientras enjugaba el sudor que corría por su
rostro.
Entonces le preguntó si había un abogado en el pueblo, o si tenía ella algún amigo a quien
podría dar autorización para cerrar la venta y hacer todo lo necesario.
—¡Sí, por cierto! El hijo del pope, Padre Kirill, es relator del Tribunal—contestó la vieja.
Tchitchikof le pidió que escribiese una carta de autorización para él y, con objeto de
ahorraría molestias, se encargó de redactaría él mismo.
“No estaría mal”, pensaba la vieja mientras tanto, “no estaría mal que comprase mi alfarfón
y mi ganado para el Gobierno. He de ablandarle el corazón: queda un poco de masa de
ayer; voy a decir a Fetinya que haga una torta; y no estaría de más hacer un plato de
huevos. Fetinya guisa muy bien los huevos, y es una cosa que se hace de prisa.
La vieja salió para llevar a cabo su idea de los huevos, y para completarlos, quizá, con otros
primores de cocina, mientras Tchitchikof fué al salón, donde había pasado la noche, para
sacar de
su maleta los papeles necesarios. Hacia tiempo que habían barrido y desempolvado la
habitación; se habían llevado el lujoso colchón de plumas y, delante del sofá, había una
mesa puesta para la comida. Tchitchikof coloco sobre ella la maleta, y se detuvo, pues
estaba empapado de sudor, calado como si hubiera caído al río: todo lo que llevaba, desde
la camisa hasta los calcetines, estaba completamente mojado.
“¡Uf, cómo me ha agotado, la maldita vieja!”, se dijo, descansando un momento antes de
abrir la maleta.
El autor está persuadido de que hay lectores tan curiosos que quisieran conocer el plan y la
distribución interna de la maleta. ¿ Por qué no satisfacer su curiosidad? La distribución era
la siguiente: en el mismo centro, había una caja para el jabón; encima de la caja de jabón
había seis o siete divisiones estrechas para las navajas; después compartimientos cuadrados
para la arenilla y el tintero, con un hueco entre los dos para las plumas, el lacre y otras
cosas algo más largas; después había varias divisiones, tapadas y sin tapar, para las cosas
más pequeñas, llenas de tarjetas de visita, esquelas mortuorias, entradas para el teatro y
otros objetos guardados como recuerdos. La bandeja superior, con sus pequeñas divisiones,
se sacaba, y debajo había un departamento lleno de hojas de papel de escribir; después
había un bajoncito pequeño para el dinero, que se abría por un lado de la maleta. Siempre
salía tan rápidamente y tan de prisa la volvía Tchitchikof, que no se podría decir de seguro
cuánto dinero contenía. Nuestro héroe se puso inmediatamente a trabajar, y recortando una
pluma, empezó a escribir. En este momento, entró la dueña de la casa.
—Tiene usted una bonita maleta—dijo, sentándose a su lado. Juraría que la compró en
Moscou
—Sí, en Moscou—respondió Tchitchikof sin interrumpir su escritura.
—Ya lo sospechaba; allí trabajan muy bien. Hace dos años, mí hermana me trajo de allí
unas botitas de invierno para los niños, tan bien hechas, que todavía las conservan. ¡Ay,
cuánta papel sellado tiene !—exclamó, atisbando el interior de la maleta.
Y en efecto, había mucho papel sellado en ella.
—¡Podía usted regalarme una o dos hojas! Me hace mucha falta; si quisiera enviar una
petición al Tribunal, no tendría en qué escribirla.
Tchitchikof le explicó que aquel papel no era el más indicado para su petición. Pero para
contentaría, le dió una hoja que valía un rublo. Ya redactada la carta, se la dió para que la
firmase, y le pidió una lista de los campesinos muertos. Mas parece que la vieja no extendía
listas ni archivaba documento alguno, pero conocía los nombres de memoria. Algunos de
ellos le causaron a Tchitchikof asombro, y aun más sus apodos, así que se detenía al oirlos
y antes de escribirlos. Uno especialmente le produjo mucha impresión: Pyotr Savelyev Neuvazhay-
Koryto (Abrevadero), y no pudo menos de observar: “Qué nombre tan largo.”
Otro se llamaba Korovy Kirpitch (Ladrillo de vaca), y un tercero apareció sencillamente
como Ivan Koleso (Rueda). Cuando había acabado de escribir, olfateó la fragancia
seductora de una cosa que se freía en mantequilla.
—Hágame usted el favor de comer conmigo—dijo la vieja.
Tchitchikof, volviendo la cabeza, vió que la mesa estaba ya puesta, con setas, empanadas,
frutas de sartén, quesadilla, pasteles llenos de diferentes cosas: algunos de cebolla, otros de
semilla de amapola, otros de requesones, e incluso varios de pescado, y aun qué sé yo
cuánta cosa más.
—¿Un poco de empanada de huevos?—preguntó el ama.
Tchitchikof se acercó a la empanada, y después de consumir algo más que la mitad de ella,
la alabó. Era realmente sabrosa, y después de los mareos que le había proporcionado la
vieja, le parecía aún mejor.
—¿Algunas arepas?
En contestación a esto, Tchitchikof cogió tres arepas y, mojándolas en mantequilla
derretida, las dirigió hacía la boca, enjugando después las manos y la boca con la servilleta.
Repetida tres veces esta operación, rogó a la vieja que mandase enganchar el calesín.
Nastasya Petrovna envió inmediatamente a Fetinya, diciéndole, al mismo tiempo, que
trajese más arepas.
—Estas arepas son muy buenas, señora—dijo Tchitchikof, acometiendo las más calientes
que acababan de traer.
—Sí, las fríe muy bien Fetinya—respondió la vieja,—pero resulta que la cosecha ha sido
muy mala y la harina escasea... ¿ Por qué tiene usted tanta prisa ?—dijo, viendo como
Tchitchikof cogía la gorra.—No hay prisa, que todavía no están enganchados los caballos.
—Lo estarán pronto, señora; mi criado no tarda en prepararlo todo.
—Bueno, pues; no olvide usted lo de los contratos del Gobierno.
—No me olvidaré, no me olvidaré—respondió Tchitchikof, saliendo al pasillo.
—Y ¿ no comprará usted el tocino ?—persistió la vieja, siguiéndole.
—¿Por qué no? Claro que lo compraré, sólo que un poco más tarde.
—Tendré bastante tocino allá por Pascua.
—Lo compraremos, todo lo compraremos, también el tocino.
—Quizá le harán falta también unas plumas. Tendré plumas allá por la fiesta de San Felipe.
— ¡Muy bien, muy bien !—respondió Tchitchikof.
—Ya ¿lo ve usted, señor? Su calesín no está todavía enganchado—dijo la dueña cuando
salieron.
—Lo estará, lo estará en seguida. Pero haga el favor de decirme qué dirección he de tomar
para llegar al camino real.
—¿Cómo se lo puedo decir?—contestó la vieja.—Es muy difícil explicar, hay que dar
tantas vueltas; quizá valdría más que le acompañase una muchacha para enseñarle el
camino. Podrá sentarse en el pescante con el cochero.
—Podrá, podrá.
—Bien; entonces le acompañará una muchacha que conoce el camino. Sólo que no se me la
lleve; ya se me llevaron a una unos comerciantes.
Tchitchikof le prometió no llevarse a la muchacha, y la señora Korobotchka, tranquilizada,
se puso a escudriñar todo lo que pasaba en el cercado. Clavó la vista en el ama de llaves
que traía de la despensa una cuba de madera llena de miel; miró a un campesino que
apareció en la puerta de la verja, y a poco, se hallaba de nuevo absorta en la vida de su
finca. Mas ¿ por qué detenernos tanto tiempo en hablar de la señora Korobotchka? Basta
de la señora de Korobotchka y de la señora de Manilof, pues de otro modo resultará, como
siempre sucede en este mundo, que lo divertido se convierte en triste, y entonces Dios sabe
qué ideas se nos puedan meter en la cabeza. Hasta podríamos pensar: “Pero ¿está realmente
la señora de Korobotchka tan baja en la escala de la perfectibilidad humana? ¿ Mide en
verdad un abismo tan vasto entre ella y su hermana, que, inaccesiblemente encastillada en
su aristocrático hogar, con sus perfumadas escaleras de hierro fundido, sus avios de cobre
reluciente, su caoba y sus tapices, bosteza sobre un libro sin acabar, mientras espera la hora
de empezar sus visitas a la sociedad ingeniosa y elegante? Allí tiene un campo para lucir su
inteligencia y expresar las ideas que ha aprendido de memoria, no ideas propias sobre su
hogar, sobre sus propiedades
—descuidados y desordenados, gracias a su ignorancia de las faenas de la casa y de los
trabajos del campo—no éstas, sino aquellas otras ideas que interesan por una semana a la
sociedad: ideas sobre la revolución política pronta a estallar en Francia, y sobre el
catolicismo elegante.
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