¡Pero basta, basta! ¿ Para qué hablar de esto? ¿Por qué será que, aun

en los momentos de expansión más franca y espontánea, nos sobreviene repentinamente un

extraño cambio de humor? La sonrisa apenas se ha desvanecido en los labios cuando

súbitamente, y entre las mismas gentes, se siente uno otro hombre, y ya el rostro

resplandece con otra luz.

—Aquí está el calesín, aquí está—gritó Tchitchikof, viendo acercarse lentamente su

coche.—¿ Por qué has perdido tanto tiempo, estúpido? Sospecho que aun no te ves libre de

los vapores de la bebida de la última noche.

Selifan no contestó a esta observación.

—¡Adiós, señora! Pero ¿ donde está la muchacha?

—¡Eh, Pelageya!—gritó la vieja a una muchacha de unos doce años, de pie junto a la

escalera, con vestido de hilo, teñido en casa, y que enseñaba unas piernas desnudas tan

recubiertas de lodo, que a distancia parecian botas altas.—Enseña al caballero el camino.

Selifan extendió la mano a la muchacha que, colocando el pie en el estribo del coche, y

cubriéndolo de lodo, trepó al pescante y se sentó a su lado. Tchitchikof subió después,

haciendo ladear

el coche a la derecha, pues su peso no era despreciable; se instaló por fin, diciendo:

—Bueno, ya estamos. ¡Adiós, señora!

Los caballos se pusieron en marcha.

Selifan permaneció sombrío durante todo el trayecto, y al mismo tiempo, guiaba con

cuidado, como era su costumbre a raíz de haberse emborrachado, o de haber cometido una

falta cualquiera. Los caballos estaban maravillosamente almohazados. La collera de uno,

que antes mostraba un rasgón por donde asomaba el relleno, debajo del cuero, había sido

mañosamente reparada. Permaneció en silencio; se limitó a fustigar a los caballos sin

dirigirles palabras de admonición, aunque el tordo moteado anhelaba una exhortación, pues

cuando los arengaba, las riendas permanecían sueltas y el látigo se pasaba por sus espaldas

como mera formalidad. Pero en esta ocasión, sus labios no emitieron sonido alguno que no

fueran exclamaciones monótonas y desagradables: “¡Arre, cuervo, arrástrate!” Hasta el

bayo y el castaño se sintieron descontentos al no oir ni una sola vez los acostumbrados

términos de cariño. Al tordo moteado se le antojaron sumamente desagradables los azotes

que caían sobre sus gordos costados. “Por mi vida, que se muestra decidido”, pensó,

agitando las orejas. “Ya sabe muy bien dónde descargar los golpes. No se contenta con

darme ligeramente en las espaldas, sino que escoge el punto más sensible:

o me da en las orejas o me fustiga en el vientre.”

—¿A la derecha?—preguntó Selifan bruscamente a la muchacha sentada a su lado,

indicando con el látigo el camino, que, ennegrecido por la lluvia, cruzaba las verdes

praderas.

—No, no; ya le guiaré—contestó la muchacha.

—¿Por dónde ?—preguntó Selifan, cuando se habían acercado más al camino.

—Por aquí—contestó la chica, señalando el camino a la derecha.

— ¡Bueno, tú sí que eres lista! ¡Si es a la derecha! ¡No sabes cuál es la mano derecha!

Aunque hacía un día espléndido, el camino estaba lleno de lodo que las ruedas del calesín,

levantándolo, pronto estaban recargadas de barro, debido a lo cual el carruaje se tornaba

cada vez más pesado. Además, el terreno era de arcilla extremadamente pegajosa. Debido a

estas dificultades, era ya mediodía cuando

llegaban al camino real. Y ni esto es probable que lo habrían conseguido sin la ayuda de la

muchacha, porque las encrucijadas iban en zig-zag de acá para allá, como cangrejos,

cuando se les vacía el cesto; así que Selifan fácilmente se habría extraviado, y no por culpa

suya. Pronto la muchacha señaló un edificio mugriento que se divisaba a cierta distancia,

diciéndole: “Allá está el camino real.”

—¿Y qué es ese edificio?—preguntá Selifan.

—Es la taberna.

—Bien; entonces podemos seguir solos—dijo Selifan.—Tú puedes volverte a casa.

Paró y la ayudó a bajar, diciendo entre dientes: “¡Ay, qué piernas tan sucias!”

Tchitchikof le dió una moneda y la muchacha echó a andar bacia la finca, muy contenta de

haber dado un paseo en el coche del caballero.

CAPITULO IV 

Cuando llegaron a la taberna, Tchitchikof ordenó a Selifan que parase, tanto para que

descansasen los caballos como para tomar él mismo un bocado. El autor ha de confesar que

el apetito y la digestión de tales gentes le despiertan mucha envidia. No es cosa mayor su

admiración hacia los elegantes caballeros de Petersburgo y Moscou, que pasan las horas

muertas pensando en qué han de comer mañana y en qué consistirá la comida del día

siguiente, y que infaliblemente se tragan unas píldoras antes de comenzar la comida, y

luego engullen unas ostras y langostas y otros manjares extraños, para después ir a tomar

las aguas a Carlsbad o al Cáucaso. No, estos caballeros no le despiertan la envidia, sino

aquellos otros de la clase media que, en una parada, piden jamón, en la próxima un

lechoncillo, en la siguiente un plato de sollo o una salchicha frita con cebollas, para luego

sentarse a la mesa a la hora que queráis, como si nada hubiera ocurrido, y engullir, con

silbidos y gorgoteos, una sopa de sollo, llena de ‘fanecas de anguila y huevas de pescado,

seguida de una tortilla o de unos pasteles de pescado, y esto con tanto apetito que da

dentera observarlo. ¡Sí, estos caballeros poseen el don más preciado del cielo! Hay más de

un gran señor que en cualquier momento sacrificaría la mitad de sus campesinos y la mitad

de sus fincas, hipotecadas y sin hipotecar, con todos los perfeccionamientos a la rusa y a la

extranjera, sólo por poseer una digestión como la del caballero de la clase media. Pero la

desgracia es que ni el dinero ni las fincas, con o sin perfeccionamientos, puedan comprar

una digestión como la del caballero de la clase media.

La taberna de madera, ennegrecida por el tiempo, recibió a Tchitchikof bajo su porche

estrecho y hospitalario, que se sostenía sobre postes de madera entallada, recordando los

antiguos candeleros de iglesia. El edificio era algo parecido a las chozas de los campesinos

rusos, pero de mayores dimensiones. Las cornisas,

de madera nueva, con tallados diseños, bajo el tejado, y marcando las ventanas, resaltaban

vivamente en contraste con las paredes ennegrecidas. En los postigos, se veían pintados

tiestos de flores.

Subiendo la angosta escalera de madera que conducía a la sala, Tchitchikof se halló delante

de una puerta, que se abrió con un chirrido, apareciendo una mujer gorda, con traje de un

tejido chillón, quien le dijo:

—¡Por aquí; haga el favor!

En el cuarto interior encontró a aquellos amigos que siempre esperan al viajero en todas las

posadas a orillas del camino: a saber, un mugriento samovar, paredes de tablones de pino

cepillados, una copera triangular, con tazas y teteras en un rincón, huevos de loza dorada,

colgando de cintas rojas y azules, delante de los iconos, una gata que hace poco ha parido,

un espejo que refleja cuatro ojos en lugar de dos y que transforma el rostro humano en una

especie de buñuelo, ramitos de hierbas y claveles colgados delante de los iconos, y tan

secos, que quien tratara de olerlos es seguro que estornudaría.

—¿Hay lechoncillo?—preguntó Tchitchikof a la mujer, que permanecía ante él con aire

expectante.

—Sí, hay.

—¿‘Con rábano picante y nata fermentada?

—Sí, con rábano picante y nata fermentada.

— ¡Sírvamelo!

La mesonera se fué y pronto volvió trayendo un plato y una servilleta, almidonada y dura

como una corteza, a tal punto que no podia aplanarse; después un cuchillo, con mango de

hueso que la vejez había tornado amarillo, y con una hoja tan delgada como la de un

cortaplumas; un tenedor de dos púas y un salero que no quería sostenerse de pie en la mesa.

Inmediatamente nuestro héroe entró en conversación con la mujer, como era su costumbre,

y le preguntó si ella misma dirigía la taberna o si había otro amo; cuánto sacaba del

negocio; si sus hijos vivían con ella, y si estaba o no casado el mayor y, en caso afirmativo,

si su mujer le había traído un buen dote; si el padre de la novia estaba satisfecho, o si se

había disgustado por no haber recibido bastantes regalos con motivo de la boda; en fin, todo

lo Investigó. Innecesario decir que Tchitchikof mostró mucho in

terés en saber quiénes eran los terratenientes de la comarca, enterándose de que había

propietarios de todas clases: Blohin, Potcitaef, Mylnoy, Tcheprakof, el coronel y

Sobakevitch.

— ¡Ah! ¿ Usted conoce a Sobakevítch ?—dijo; enterándose inmediatamente de que la vieja

conocía no solamente a Sobakevitch, sino también a Manilof, y que Manilof era más

refinado que Sobakevitch: solía mandar guisar un pollo, y también pedía ternera, y si había

hígado de carnero también lo comía, pero no probaba más que un bocado de cada plato;

pero, en cambio, Sobakevitch pedía un solo plato y lo devoraba hasta el último mendrugo, y

aun esperaba más por el mismo precio.

Mientras Tchitchikof hablaba y se comía el lechoncillo, del cual quedaba ya una sola

tajada, escuchó el ruido de un carruaje que se acercaba. Mirando por la ventana, vió que se

detenía delante de la taberna un ligero calesín, tirado por tres buenos caballos, del que

descendieron dos hombres: uno alto y rubio, el otro moreno y algo más bajo. El rubio

llevaba una chaqueta azul obscuro, galoneada; el moreno, un sencillo chaquetón a rayas. A

lo lejos, se divisaba otro carruaje de pobre aspecto, que se arrastraba por el camino, vacío, y

tirado por cuatro corceles, con colleras rotas y jaez de cuerdas. El hombre rubio ganó

inmediatamente la escalera, y el moreno se quedaba detrás, rebuscando algún objeto en el

calesín, mientras hablaba con su criado, y al mismo tiempo hacia señas al carruaje que se

acercaba. Su voz le parecía a Tchitchikof conocida. Mientras le examinaba, el hombre rubio

buscaba la puerta y, encontrándola, la abrió.