Además, cuando el calesín se aproximaba al hotel, vino a

su encuentro un joven, vistiendo unos pantalones de lona blanca, extremadamente cortos y

estrechos, una levita de faldones elegantes, con pechera en que relucía un broche de Tula

representando una pistola de bronce. El joven se volvió, clavó la vista en el calesín, se

sujetó la gorra, a punto de ser arrebatada por el viento, y siguió su camino.

Cuando entró el calesín en el patio, le esperaba al caballero un criado del hotel—o

“camarero”, como se les llama en los restaurants, —un mozo de movimientos tan vivos y

tan rápidos, que

era imposible apreciar sus facciones. Salió corriendo del hotel con gran desenvoltura,

llevando una servilleta en la mano—una figura empinada, cubierta de larga levita,

compuesta de una mezcla de algodón y con la cintura levantada casi hasta el cogote,—

sacudió sus cabellos y, con paso ligero, condujo al caballero al piso de arriba, atravesando

casi toda la extensión de una galería de madera, para enseñar al viajero el cuarto que la

Providencia le había deparado. La habitación era del tipo corriente, pero también el hotel

era del tipo común, es decir, exactamente igual a todos los hoteles provincianos, en los

cuales el viajero obtiene, por dos rublos diarios, una habitación silenciosa, con negros

escarabajos, como ciruelas, asomándose a hurtadillas por todos los rincones; y con una

puerta, siempre protegida por la barricada de una cómoda, que da al aposento próximo,

cuyo inquilino, una persona taciturna, pero excesivamente inquisitiva, se interesa por saber

todos los detalles posibles relacionados con el recién llegado. La fachada del hotel

correspondía a sus peculiaridades internas:

era un edificio muy largo, de dos pisos; el inferior, sin estucar, era de ladrillo rojo obscuro,

cuyo matiz se había obscurecido más aun por la influencia de los cambios del tiempo, y por

cierta suciedad; el segundo piso estaba pintado, por supuesto, del clásico amarillo; en el

sótano, había comercio de colleras, cordeles y panes en forma de anillo. En un rincón de

uno de estos puestos, o mejor dicho, en la ventana del mismo, aparecía un hombre,

vendedor de bebidas calientes de especias, al lado de un samovar de cobre rojo, y con una

cara tan roja como su samovar, de modo que a cierta distancia se podría creer que había dos

samovares en la ventana, si no fuera que uno de ellos poseía una barba negra como la brea.

Mientras el recién llegado examinaba su cuarto, se subía su equipaje: en primer lugar, un

portamanteo de cuero blanco, algo gastado, que evidentemente había realizado numerosos

viajes. Entraban con él, el cochero Selifan, un hombrecito vestido con pieles de cordero, y

el lacayo Petrushka, mozo de unos treinta años, de aspecto algo adusto, y con labios y nariz

muy abultados; vestía una levita raída que sin duda había pertenecido a su amo. 

Después del portamanteo, subían un cofre pequeño de caoba, con ataracea de abedul; unas hormas

para bota y una gallina asada, envuelta en papel azul. 

Cuando hubieron subido todo esto, el Cochero Selifan fue a la cuadra para cuidar de los caballos, mientras el lacayo Petrushka ocupó, en un pasillo pequeño, un cuchitril menguado y obscuro, al cual había transportado ya su abrigo y, con él, su propio olor peculiar, que también se había comunicado al saco, conteniendo diversos artículos para su tocado de lacayo, que subió acto seguido. 

En este cuchitril, instalaba,

contra la pared, su cama estrecha de tres píes, cubriéndola con los restos de un colchón,

delgado como una torta, y quizá tan grasiento, que había logrado arrancar al hotelero.

Mientras los criados se ocupaban en arreglar las cosas, su amo se dirigió a la sala. Todo

viajero sabe muy ‘bien cómo son estas salas. Había las consabidas paredes pintadas,

ennegrecidas en lo alto por el humo del tabaco y, por debajo, pulidas por la fricción de las

espaldas de toda clase de viajeros, y especialmente, por las de los mercaderes de la

localidad que, en los días de mercado, solían venir aquí, en grupos de seis o siete, para

beber sus clásicas dos tazas de té; había también el tradicional techo mugriento, la habitual

araña tiznada, con una multitud de cristalitos colgantes, que bailaban y retiñían siempre que

corría el camarero por el andrajoso hule del suelo, blandiendo gallardamente una bandeja

cubierta de tazas que semejaban aves posadas en la playa; había los cuadros usuales,

pintados al óleo, cubriendo todas las paredes; en fin, todo era igual que en cualquier otra

posada, con la única diferencia de que aparecía, en uno de los cuadros, una ninfa con el

pecho más enorme que jamás haya visto el lector. Pero semejantes caricaturas de la

naturaleza no faltan nunca en las muchas clases de cuadros históricos que se han importado

en Rusia, de origen, época y ejecución desconocidos, aunque a veces nos los traen nuestros

grandes señores, amantes de las artes, quienes los han comprado en Italia por consejo de

sus corredores.


El caballero se quitó la gorra, desenredó de su cuello una bufanda de lana irisada, como las

que suelen hacer las esposas para los maridos, ampliando estos regalos con interminables

exhortaciones para que se abriguen. Respecto a quien haga lo mismo para los solteros, no

puedo adelantar afirmación alguna; sólo Dios lo sabe; por mi parte, yo mismo jamás he

llevado semejante prenda. Cuando se había quitado el rebozo, el caballero pidió

la cena. Mientras le servían los diversos platos, usuales en los restaurants, tales como la

sopa de coles, con pequeños pasteles de hojaldre, guardados durante muchas semanas en

espera de los viajeros; sesos con guisantes, salchichas con coles, pollo asado, pepinos

salados y los eternos bollos dulces, que están siempre a la disposición de uno en tales

establecimientos; mientras todas estas cosas le eran colocadas delante, algunas frias y otras

vueltas a calentar, hizo que el criado, o camarero, le contase todo género de cosas absurdas,

tales como quién tenía antes el hotel y quién lo tenía ahora; si era buen negocio y si el amo

era muy pillo, a lo cual el camarero dio la invariable contestación de estos casos:

“¡Oh, es un grande bellaco, señor!” Tanto en la culta Europa como en la Rusia civilizada,

existen en nuestros tiempos muchas personas dignas a las cuales es imposible comer en un

restaurant sin hablar con los camareros y, a veces, gastar bromas a sus expensas. Pero las

preguntas de nuestro viajero no eran del todo necias. Inquiría, con marcado interés, quién

era el gobernador. quién el presidente del Tribunal quién el fiscal; en fin, no dejó de

informarse, aunque con tono de indiferencia, respecto a todos y cada uno de los

funcionarios más importantes de la localidad:


aun más minuciosamente y con interés mayor, inquirió respecto a todos los terratenientes

de importancia: cuántos siervos poseía cada uno, a qué distancia de la población vivía,

cuáles eran sus características y cuántas veces visitaba el pueblo. Preguntaba

minuciosamente sobre las condiciones sanitarias de la comarca, sí había algunos motivos de

queja, tales como las epidemias, las fiebres, la viruela, o cosa por el estilo, y todo esto con

un interés que acusaba otro motivo que la simple curiosidad. En los modales de este

caballero, había algo sólido y respetable, y de vez en cuando se sonaba la nariz

ruidosamente. No sé como lo hacia, pero su nariz repercutía como una trompa. Este mérito,

aparentemente insignificante, le ganó el respeto del camarero, y cada vez que oía el ruido,

sacudía la melena, se erguía más respetuosamente y, doblándose, preguntaba si el caballero

deseaba algo. Después de la comida el señor se bebió una taza de café y se sentó en el sofá,

apoyando la espalda en uno de aquellos almohadones que, en los hoteles de Rusia, están

llenos, no de blanda lana, sino de algo extraordinariamente parecido a ladrillos, y guijarros.

En este punto,

empezó a bostezar, e invitó al camarero a que le llevase a la habitación, donde se echó y

durmió por espacio de dos horas. Ya descansado, escribió en una hoja de papel, a solicitud

del camarero, su grado en el servicio, sus nombre y apellido, para que fuera presentada, en

su debido tiempo, a la Policía. Cuando ya bajaba la escalera, el camarero descifraba lo

siguiente: “Paye1 Ivanovitch Tchitchikof, consejero colegiado (1) y terrateniente, viajando

para asuntos particulares.”

Mientras el camarero iba descifrando esto, Pavel Ivanovitch Tchitchikof salió para dar un

vistazo al pueblo, del cual estaba, según parecía, satisfecho, pues opinaba que no era en

modo alguno inferior a otras poblaciones de provincia: el amarillo deslumbrante de las

casas de ladrillos no agradó a sus ojos, que se posaron en las casas de madera, las cuales

mostraban un discreto matiz gris oscuro. Eran de un piso, de dos pisos y de un piso y

medio, con el sempiterno entresuelo bajo que a los arquitectos provincianos les parece tan

hermoso. En algunas partes, estas casas, entre interminables empalizadas de madera,

parecían perderse en medio de una calle tan vasta como un campo; en otras, estaban

amontonadas, y en estos barrios se notaba más vida y movimiento. Había muestras de

establecimientos, señalando panes en forma de anillo, o botas, o, de vez en vez, unos

pantalones azules, con el nombre de un sastre; en un sitio, había una tienda de gorras y

zapatos, con la inscripción: “Vassily Fyodorof, extranjero.” En otro lugar, aparecía un

anuncio, en el que se representaba una mesa de billar, con dos jugadores vestidos de frac,

como los que llevan en nuestro teatro los visitantes que aparecen en el escenario durante el

último acto. A los jugadores se les representaba apuntando con el taco, con los brazos un

poco tirados hacia atrás y las piernas encorvadas como si acabaran de dar un entrechat en el

aire. Cada tienda ostentaba un letrero que decía: “Este es el mejor establecimiento de su

género”. Aquí y allá se veían en la calle puestos de nueces, jabón y pan de jengibre, cuyas

hogazas parecían jabón; y allá y acullá una casa de comidas, cuyo rótulo señalaba un

pescado gordo con tenedor clavado en el costado.


(1) Título que se conferia, en Rusia, a todo empleado del Estado que llevaba

determinados años de servicio. No suponía deberes ni derechos especiales.


Pero lo que con más frecuencia se observaba era la insignia del Estado: el águila imperial

de dos cabezas, algo ennegrecida por el tiempo, que, en nuestros días, ha sido reemplazada

por la lacónica inscripción: “Cervezas y aguardientes.” El pavimento estaba en mal estado.

También nuestro héroe echaba una ojeada al pat-que de la villa, constituido por árboles

flacos y caídos, a los que sostenían apoyos primorosamente pintados de verde.