Almas muertas Read Online
Aunque
estos árboles no pasaban de la altura de un junquillo, los periódicos dijeron de ellos,
describiendo unas iluminaciones, que:
“Nuestra ciudad, gracias a los desvelos de las autoridades municipales, ha sido adornada
con un parque de hermosos árboles umbrosos, que ofrecen grata frescura en los días de
calor”, y que “Era sumamente conmovedor observar como los corazones del vecindario se
estremecían de gratitud, como sus ojos se llenaban de lágrimas de agradecimiento hacia Su
Excelencia, el Alcalde.” Después de preguntar minuciosamente a un policía el camino que
debía seguir para la catedral, para las oficinas del Gobierno y para el gobierno civil, se fue a
dar un vistazo al río, que cruzaba el pueblo; en el camino arrancó un cartel pegado a un
poste, para leerlo, de vuelta al hotel, con todo detenimiento; miró de hito en hito a una
dama de agradable aspecto, que andaba por la acera de madera, seguida por un muchacho
con librea militar y llevando un paquete en la mano; y después de volverlo a escudriñar
todo, como si quisiera recordar la situación precisa de cada objeto, se encamino al hotel,
subiendo en seguida a la habitación, ligeramente ayudado en la escalera por el camarero.
Después de beber el té, se sentó delante de la mesa, pidió una vela, extrajo del bolsillo el
cartel y procedió a su lectura, guiñando levemente el ojo derecho. Pero había poco interés
en el cartel: se representaba una obra de Kotzsebue (1), con un señor Poplyovin en el papel
de Rolla, y la señorita Zyablof en el de Cora, siendo los demás artistas aun menos notables;
no obstante, leyó la lista de sus nombres, y aun el precio de las butacas, enterándose
también de que el cartel había sido impreso en la imprenta del gobierno de la provincia.
Después lo volvió para ver si había algo de interés en el
dorso, pero, no encontrando nada, dobló cuidadosamente la hoja y la colocó en el cofre, en
el cual acostumbraba guardar todo lo que por casualidad adquiría. El día se remató, según
creo, con un plato de ternera fiambre, medio litro de sopa de berza ácida y un profundo
sueño, con todas las espitas abiertas, como se dice en algunas partes del vasto Imperio ruso.
(1) Dramaturgo alemán (1761-1819) que desempeñó varios cargos en el gobierno
Todo el día siguiente lo dedicó a hacer visitas, dirigiéndose a las casas de todos los
funcionarios de la villa. Cumplimentó al gobernador, que era, como Tchitchikof, ni delgado
ni gordo; llevaba en el cuello la condecoración de Santa Ana, y hasta se decía que le habían
propuesto para la estrella. No obstante esto, era un hombre bonachón y sencillo y, a veces,
se entretenía bordando sobre tul. Después nuestro héroe se encaminó a casa del teniente
gobernador, y luego a las del fiscal, del presidente del Tribunal, del jefe de Policía, del
recaudador de contribuciones sobre las bebidas espirituosas y del gerente local de las
fábricas del Estado. Es de lamentar la imposibilidad de acordarse de todos los grandes
hombres de este mundo; pero baste decir que el recién llegado mostró una actividad
extraordinaria en lo de las visitas; hasta presentó sus respetos al inspector del Cuerpo
Médico y al arquitecto municipal. Después permaneció largo rato sentado en el calesín,
cavilando en si habría algún otro individuo a quien poder visitar; pero, según parece, ya se
había agotado la lista de los funcionarios del lugar. En su conversación con estos
potentados, halagó mañosamente a cada uno de ellos. Al gobernador insinuó, como por
accidente, que se viajaba en su provincia como en el paraíso, que los caminos parecían de
terciopelo, y que los gobiernos que acertaban a nombrar subordinados tan judiciosos eran
dignos del mayor encomio. Al jefe de la Policía, dejó escapar algo muy halagüeño para la
gendarmería de la villa; en su conversación con el teniente gobernador y con el presidente
del tribunal, que eran sólo consejeros civiles, dejó caer, como por equivocación, el “Su
Excelencia”, que les complació sobremanera. La consecuencia de todo esto fue que el
gobernador le convidó a asistir a una función en su casa ese mismo día, y que los demás
funcionarios también le convidaron, uno a cenar, otro a Jugar una partida de naipes y otro a
tomar el té.
Según parece, el recién llegado evitó hablar mucho de si mismo, o, si habló, no dijo más
que generalidades, pero con notable modestia; en tales ocasiones, su conversación adquiría
un tono algo literario, en la que invariablemente decía que no era más que un gusano
insignificante, y que no merecía ser objeto de las atenciones de nadie, que había pasado
muchos apuros, sufriendo en defensa de la justicia, que tenía muchos enemigos, quienes
incluso habían atentado contra su vida, y que ahora, deseando vivir en paz, buscaba un
lugar en que establecer su residencia permanente, por lo cual, hallándose en el pueblo, creía
un deber ineludible presentar sus respetos a los dignatarios principales de él. Esto era todo
lo que se supo en el pueblo referente a este nuevo personaje, quien, naturalmente, no dejó
de presentarse en la velada del gobernador. Empleó dos horas en prepararse para esta fiesta,
mostrando el mayor esmero eu su tocado, de una clase pocas veces visto. Después de una
breve siesta por la tarde, pidió jabón y agua e invirtió largo rato en frotarse las mejillas,
ahuecándolas con la lengua; luego, tomando la toalla del hombro del camarero, se enjugó la
cara en todas direcciones, empezando por detrás de las orejas, previos dos bufidos
directamente en la cara del criado; seguidamente, colocándose delante del espejo, se puso la
pechera postiza, arrancó dos pelos que le salían de la nariz, e inmediatamente después,
vistió su frac color de arándano tornasolado. Ataviado de esta manera, montó en su coche
particular y atravesó las calles inmensamente anchas e iluminadas por la tenue luz de los
faroles, que a trechos brillaban con débil resplandor, hasta llegar a la casa del gobernador
que estaba iluminada como para un grande baile. Había carruajes con faroles, dos policías
de a caballo frente a la entrada, postillones gritando a lo ‘lejos.., en fin, todo estaba en su
punto y lugar.
Al entrar en el salón, Tchitchikof tuvo que parpadear: tan deslumbrante era el brillar de las
velas, de las lámparas y de los vestidos de las damas. Estaba todo inundado de luz.
Revoloteaban las negras levitas, solas o en grupos, como moscas que, en un día caluroso de
julio, se agitan alrededor de un pilón de azúcar, que la vieja domestica rompe e hiende en
terrones relucientes delante de la ventana, mientras los niños, rodeándola, observan con
interés cómo sus toscas manos levantan el martillo, al tiempo que
vaporosos enjambres de moscas, flotando en la brisa, entran audazmente, como si
estuvieran en su casa, y aprovechándose de la corta vista de la anciana y de la solana que la
encandila, se arrojan por igual sobre los fragmentos rotos o enteros, aquí en grupos
esparcidos, allá en tropel Saciadas por la opulencia del verano, que mil golosinas les ofrece
a cada paso, entran, no por la comida, sino para hacerse ver, para pasearse arriba, y abajo
sobre los montones de azúcar, frotando las patas traseras contra las delanteras, rascándose
debajo de las alas, o levantando las patas delanteras para acariciarse con ellas la cabeza,
para luego volver a salir y otra vez a entrar en nuevos y más voraces batallones.
Tchitchikof apenas tuvo tiempo de echar un vistazo al salón cuando el gobernador le cogió
por el brazo y le presentó a su esposa. Nuestro héroe no perdió la cabeza, sino que hizo a la
señora unos cumplidos muy apropiados para un hombre de su edad, que ocupaba una
posición oficial ni muy alta ni muy humilde. Cuando se formaron las parejas para bailar y
las demás personas retrocedieron hacia la pared, Tchitchikof, con las manos a la espalda,
las observó fijamente durante dos o tres minutos. Muchas de las damas estaban vestidas
bien y a la moda; otras llevaban lo que la Providencia se complació en mandarías a su
pueblo provinciano. Los hombres, aquí como en todas partes, pertenecían a dos clases:
primero, los delgados, que rodeaban a las mujeres; algunos de ellos apenas se diferenciaban
de los petersburgueses: se veían las mismas barbas, primorosamente peinadas, o las mismas
caras ovaladas, barbilampiñas y agradables; con el mismo aire fácil; se sentaban al lado de
las damas, hablaban en francés y las divertían del mismo modo que lo hacían los caballeros
de Petersburgo. La segunda clase consistía en los gordos, o en los que, como Tchitchikof,
no eran extremadamente gordos, ni por cierto eran delgados. Estos, al contrario de los otros,
miraban de soslayo a las señoras, manteniéndose apartados de ellas, mientras miraban a su
alrededor para ver si los criados del gobernador habían colocado ya la mesa de juego. Sus
rostros eran llenos y gordinflones, algunos hasta mostraban verrugas, y otros estaban
también picados de viruelas; el pelo no lo llevaban en moño, ni rizado, ni a la diable m’em
porte, como dicen los franceses; lo tenían o bien rapado, o bien muy pegado a la cabeza, y
las facciones tendían más bien a lo redondo y macizo. Esta categoría representaba a lo
funcionarios más serios de la villa. ¡Ay ¡ los gordos saben mejor que los delgados
arreglárselas en este mundo. Esta es probablemente la razón por la cual se encuentra a los
flacos principalmente corno comisionados especiales o como meros agregados, mandados
de aquí para allá. Su existencia parece demasiado inconstante, tenue e incierta para que se
confíe mucho en ellos. Además, los gordos nunca se desvían por los atajos, sino que siguen
siempre el camino real, y si se sientan, se sientan firmes y sólidamente, de modo que es más
fácil que se les hunda la silla que no que se les desaloje de ella.
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