En una palabra, era un caballero cumplido, y todos los
funcionarios del Gobierno se mostraban muy complacidos de su llegada. El gobernador
declaró que era un hombre digno de confianza; el fiscal dijo que era un hombre practico; el
coronel de los gendarmes opinaba que era un hombre culto; el presidente del Tribunal
manifestó que era un hombre estimable y bien educado; el jefe de Policía, que era un
hombre estimable y agradable; la esposa del jefe de Policía, que era un hombre muy
agradable y muy amable. Y aunque Sobakevitch raramente decía bien de nadie, hasta él, de
regreso del pueblo y cuando se desnudaba y se acostaba al lado de su macilenta esposa, le
dijo: “He pasado la noche en casa del gobernador, querida, donde he conocido a un
consejero colegiado, llamado Pavel Ivanovitch Tchitchikof; ¡un hombre muy agradable!” A
lo cual respondió la esposa: “¡H’m!”, y le soltó una coz en las costillas.
Tal era el muy halagüeño concepto que de Tchitchikof se formó en el pueblo, concepto que
se conservó hasta que una rareza suya y una empresa extraña o, como dicen en provincias,
“un mal paso”, del cual pronto se enterará el lector, sumieron al pueblo todo en perplejidad.
CAPITULO II
Hacía más de dos semanas que se hallaba en el pueblo nuestro héroe, asistiendo a cenas y
veladas y pasándolo muy bien, lo que se dice muy bien. Al cabo, se decidió a extender sus
visitas más allá del pueblo e ir a ver a Manilof y a Sobakevitcb, como les había prometido.
Quizá le empujara a esta determinación otra y más substancial razón que su promesa, algo
más serio e intimo... Pero de todo esto se enterará gradualmente el lector, y en su debido
tiempo, si no le falta paciencia para leer el relato que sigue, un relato bastante largo, pues
ha de abarcar un terreno cada vez más ancho antes de llegar a su conclusión.
Selifan, el cochero, recibió muy de mañana la orden de enganchar los caballos al ya
conocido calesín. A Petrushka se le dieron instrucciones de quedarse en casa para cuidar
del cuarto y del portamanteo. No estará de más que el lector haga conocimiento con estos
dos siervos, de nuestro héroe. Aunque no son, desde luego, personajes muy importantes,
sino lo que se llama secundarios, o hasta terciarios, bien que los principales
acontecimientos y los resortes de nuestra historia no descansan en ellos, sino que tan sólo
les rozan a veces, o se enzarzan ligeramente en ellos, no obstante, el autor gusta de ser
extremadamente minucioso en todo y, respecto a ellos, prefiere ser, aunque ruso, tan
detallista como un alemán.
Pero esto no ocupará mucho tiempo ni espacio, pues no es preciso añadir gran cosa a lo que ya conoce el lector, a saber, que Petrusbka llevaba una levita parda, muy holgada, que había pertenecido a su amo, y que tenía, como es corriente en los individuos de su oficio, la nariz prominente y los labios muy gruesos.
Era de un natural antes taciturno que locuaz; poseía el noble afán de instruirse, esto es, de leer libros,
cuyo tema era lo de menos, siéndole completamente igual que se tratara de las peripecias de
un enamorado o sencillamente de una simple gramática o de un devocionario: todo lo leía
con igual atención. Si se le hubiera ofrecido un manual de química, no lo habría rechazado. Lo
que le gustaba no era tanto lo que leía, sino el leer en sí, o mejor dicho, el mecanismo de
leer, el hecho de que las letras siempre se unían para formar palabras, y muchas veces el
demonio sabe lo que querían decir. Su lectura la llevaba a cabo, por lo general, tumbado en
la cama del pasillo y sobre un colchón que, a causa de esta costumbre, tenía el espesor de
una torta. Aparte de su pasión por la lectura, poseía otras dos características: dormía sin
desnudarse, tal como estaba, con la misma levita, y siempre llevaba consigo su propia
atmósfera peculiar, su olor individual, que recordaba el de un cuarto en que se ha vivido
mucho tiempo; así que bastaba que instalase su cama en cualquier pieza hasta entonces
deshabitada, que colocase en él sus bártulos y su gaban, para que pareciera que en esa
habitación había vivido una familia durante los últimos diez años. Tchitchikof, que era un
hombre dengoso, e incluso irritable, sin embargo, solía hacer visajes cuando, por la
mañana, olfateaba el aire, y decía, sacudiendo la cabeza :—Dios sabe lo que será, chico;
estás sudando o algo... debías ir a los baños.—A lo cual Petrushka no respondía, sino que
procuraba ocuparse con afán, bien dirigiéndose con un cepillo hacia la percha, donde
colgaba el frac de su amo, o sencillamente colocando alguna cosa en su lugar. ¿ En qué
pensaba mientras permanecía callado? Quizá se decía:— ¡Vaya un hombre! No se cansa de
decir cincuenta veces la misma cosa... —Dios sabe que es difícil adivinar lo que piensa un
criado cuando le está sermoneando el amo. Así, pues, conste lo que tenemos dicho respecto
a Petrushka.
Selifan, el cochero, era un hombre bien distinto... Pero, en verdad, le da vergüenza al autor
fijar por tanto tiempo la atención de sus lectores en personas de baja ralea, sabiendo por
experiencia cómo les repugna familiarizarse con gentes de las clases inferiores. Es
característica de los rusos su grande pasión por conocer a cualquiera que se halla en una
posición superior a la suya, por poco que sea: el privilegio de saludar a un conde o a un
príncipe lo aprecian más que la estrecha amistad con gentes corrientes. Por esta misma
razón, el autor se siente algo inquieto por su héroe, quien no es más que un consejero
colegiado. Quizá se dignen conocerle ciertos consejeros, pero aquellos que han
alcanzado el grado de general (1)—Dios lo sabe—puede que le echen una de esas miradas
de desprecio que reserva el hombre para todo lo que se arrastra a sus pies; o, peor aun,
puede que le pasen de largo con una indiferencia premeditada, que sería una puñalada en el
corazón del autor. Pero, por mortificantes que fueran cualesquiera de estas alternativas,
ahora hemos de volver, en todo caso, a nuestro protagonista.
Así, habiendo Tchitchikof dado las órdenes la víspera, se despertó muy de mañana, y se
lavó, frotándose de pies a cabeza con una esponja mojada, operación que se realizaba sólo
los domingos—y sucede que era domingo ;—se afeitó tan perfectamente que sus mejillas
parecían de raso por lo alisadas y bruñidas que las dejó; se puso su frac color de arándano
tornasolado, y luego su gabán, forrado de espesa piel de oso; entonces, sostenido por el
camarero, primero por un lado y después por otro, bajó la escalera y montó en el calesín
que, franqueando la puerta, rodó por la calle. Un cura que acertaba a pasar, se descubrió;
algunos golfillos, en sucias camisas, extendieron las manos, gimiendo: ‘<¡Una limosna para
el pobre huérfano, señor!” El cochero, viendo que uno de ellos se empeñaba en subir al
estribo, le dio con el látigo y el calesín rodó traqueteando sobre los guijarros de la calle.
Con cierta sensación de alivio, nuestro héroe divisó la barrera rayada, indicativa de que la
calle de guijarros, como todas las formas de tortura, tenía un fin, y después de golpear en
forma violenta la cabeza dos o tres veces más, Tchitchikof avanzó suavemente sobre la
tierra blanda. En cuanto dejó atrás el pueblo, apareció en ambos lados del camino toda
suerte de brozas y escombros, como es corriente en Rusia: montones de tierra, abetos,
pequeños setos de pinos tiernos, árboles con viejos troncos carbonizados, brezo silvestre y
cosas por el estilo. Pasaron pueblos formados por una hilera de chozas que parecían haces
de leña vieja, con tejados grises, esculpidos en su parte inferior, semejando toallas
bordadas. Como siempre, se veían, sentados sobre unos bancos, delante de las puertas de
las vallas, a algunos campesinos, boquiabiertos, vestidos de pieles de cordero; las mujeres,
estrechamente ceñidas más arriba del pecho, mostraban sus anchas caras en las ventanas de los pisos
superiores; de las de abajo miraba una ternera o asomaba su hocico y sus pequeños ojos un
cerdo. En fin, los familiares cuadros de costumbre.
(1) El término General designa en este caso un grado civil equivalente al rango
militar del mismo título.
Después de recorrer unos quince kilómetros, nuestro héroe se acordó repentinamente de
que, por lo que le había dicho Manilof, su pueblo debía estar por allí, pero recorrió otros
dos kilómetros y todavía no vislumbraba la aldea, y si no fuera que tropezó con dos
campesinos, difícilmente habría llegado a su destino. Al preguntarles :—¿ Está lejos de
aquí la aldea de Zamanilovka ? los campesinos se descubrieron, y uno, con barba
triangular, algo más inteligente que el otro, respondió:
—Manilovka, quizá; no Zamanilovka.
—Si, supongo que será Manilovka.
—¡ Manilovka ! Bien; siga usted otro kilómetro y vuelva por la derecha.
—A la derecha—repitió el cochero.
—A la derecha—contestó el aldeano.—Aquél es su camino a Manilovka. Pero no hay tal
sitio como Zamanilovka. Así se llama, su nombre es Manilovka; pero respecto a
Zarnanilovka, no hay tal pueblo por aquí.
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