Allá, delante de los ojos, sobre la colina, verán la
casa, construida de ladrillos, de dos pisos, la casa solariega, es decir, la casa en donde vive
el señor mismo. Allá tienen Manilovka, empero no hay ninguna Zamanilovka por aquí y no
la ha habido nunca.
Siguieron el camino en busca de Manilovka. Después de recorrer otros dos kilómetros,
llegaron a un atajo a la derecha; lo siguieron otros dos kilómetros, y tres kilómetros y
cuatro kilómetros, y aun no se divisaba la casa de ladrillos de dos pisos. En este punto,
Tchitchikof se acordó de que si un amigo le invita a uno a su finca a una distancia de
quince kilómetros, siempre resultan treinta.
A pocas personas les cautivaría la situación de la aldea de Manilovka. La casa solariega se
erguía sobre un risco solitario, es decir, en una altura expuesta a todos los vientos: el
declive de la colina en que descansaba estaba cubierto de césped segado muy a ras, y
esparcidos por él, a la moda inglesa, había dos o tres macizos con arbustos de lilas y acacias
amarillas; unos abedules, en pequeños grupos de cinco o seis, alzaban aquí y allá sus copas calveantes de
diminutas hojas. Bajo dos de estos árboles, se veía una glorieta con cúpula achatada,
columnas de madera azules y la inscripción: “Templo de la meditación solitaria”. Más
abajo había una laguna de aguas musgosas, lo cual no constituye un espectáculo insólito en
los jardines ingleses de los terratenientes rusos. Al pie de la colina y en la cuesta, aparecían
esparcidas cabañas rústicas grises, que, por alguna razón desconocida, nuestro héroe se
puso a contar, llegando la cifra a más de doscientas. No se veía un árbol ni verdor alguno
que aliviase la monotonía del parduzco risco. Pero animaban la escena dos aldeanas que,
con las faldas pintorescamente recogidas, vadeaban la laguna, arrastrando por dos palos una
red rasgada, en que venían cogidos dos cangrejos y un escarabajo reluciente; parecía que
las dos mujeres discutían y regañaban. Un bosque de pinos. de un suave color azul, formaba
una mancha borrosa en la lontananza. El tiempo también estaba en armonía con el cuadro.
El día se presentaba ni brillante ni oscuro, sino de un color gris pálido, de ese color que se
ve únicamente en los uniformes de los soldados de la guarnición, esas fuerzas pacíficas, aun
cuando tienden, en los domingos, al exceso en la bebida. Para rematar el cuadro, un gallo,
heraldo de los cambios del tiempo, cacareaba estrepitosamente, a pesar de que, durante sus
galanteos, su cabeza había sido picoteada basta el seso por los otros gallos, y aun batía
sus alas, peladas como una estera vieja.
Al entrar en el patio, Tchitchikof vio en el umbral de la puerta al dueño de la casa, quien,
ataviado con una levita de chalón verde, hacia pantalla con la mano para que no le
impidiesen ver los rayos del sol. Cuanto más se acercaba el coche, mayor era el contento
que se reflejaba en su rostro, y más se marcaba su sonrisa.
—¡ Pavel Ivanovitch !—exclamó, cuando Tchitchikof descendió del calesín.— ¡Por fin se
ha acordado usted de mí!
Los dos amigos se abrazaron afectuosamente, y Manilof hizo entrar en la casa a su
visitante. Aunque fue el instante que invirtieron en pasar por el vestíbulo, el corredor y el
comedor, debemos, no obstante, aprovechar la oportunidad para decir unas pocas palabras
sobre el dueño de la casa. Pero llegado a este punto, el autor ha de confesar que esto es muy
difícil. Resulta
mucho más fácil describir a los protagonistas a grandes rasgos; no se tiene que hacer más
que echar el color por puñados en el lienzo—ojos negros, relampagueantes; una frente
surcada por las penas; una capa negra, o roja encendida, echada sobre los hombros, y el
retrato es cabal.—Pero resulta terriblemente difícil retratar a los caballeros (que tan
numerosos son), que tanto se parecen, y quienes, no obstante, muestran, cuando se les
examina más atentamente, muchas peculiaridades extremadamente sutiles. Es preciso
devanarse los sesos hasta lo sumo para hacer resaltar todos los rasgos delicados y casi
imperceptibles de la persona y, en fin, se tiene que ahondar en la materia con un ojo
aguzado por larga práctica en el arte.
Sólo Dios podría decir cómo era el carácter de Manilof. Hay gentes de la cuales se suele
decir que son “así, así”, ni lo uno ni lo otro, ni carne ni pescado, como se dice vulgarmente.
Es posible que Manilof pertenezca a esta clase de personas. Era bien parecido, de facciones
agradables, pero contenían una dosis excesiva de azúcar; se notada en su conducta y
modales algo que denunciaba el deseo de conquistarse amistades y captarse la buena
voluntad de todos. Sonreía con aire insinuante; tenía el pelo rubio y los ojos azules.
Cambiando con él las primeras frases, no se podía menos de decir: “¡Qué hombre más
bueno y amable!” Un momento después no se pensaría nada, y luego se diría:
“¿Qué demonios he de pensar de él?”, y se sentirían deseos de marcharse, o si no, se
sentiría un tedio mortal causado por el sentimiento seguro de que nada interesante se debe
esperar, sino sólo una serie de afirmaciones fastidiosas de esas que con facilidad se oyen de
labios cualquiera si se aborda un asunto que le conmueva. Todos poseemos un punto
sensible: en unos son los sabuesos, Otro imagina que es gran aficionado a la música y que
posee una maravillosa comprensión de sus profundidades más recónditas; un tercero se
enorgullece de sus hazañas en la mesa; el cuarto se obstina en desempeñar un papel un
centímetro más elevado que él que le deparó el Destino; el quinto, con aspiraciones menos
ambiciosas, quizá piensa en emborracharse, y sueña dormido y despierto que le ven
pasearse con un funcionario, para gran admiración de sus amigos y conocidos, y aun de los
desconocidos; el sexto posee una mano que siente el comezón irresistible de doblar
el ángulo de un as de oros, mientras el séptimo se desvive positivamente para mantener
la disciplina en todas partes e inculcar sus opiniones a los jefes de estación y a los cocheros.
En fin, todos poseemos alguna peculiaridad, pero Manilof ninguna. En casa, hablaba muy
poco, contentándose, por lo general, con la meditación; pero lo que pensaba, también sólo
Dios lo sabe. No puede decirse que se ocupaba en cuidar sus terrenos: nunca recorría el
campo y la finca marchaba por sí sola. Cuando le decía el administrador que estaría bien
hacer esto o aquello, solía replicar: “Sí. no estaría de más”, fumando su pipa, hábito que
había adquirido en el ejército, donde fué considerado como un oficial modesto, refinado y
altamente culto. “Sí, por cierto que no estaría de mas , repetía. Cuando un campesino se
acercaba a él, y, rascándose la cabeza, le decía: “Señor, deme licencia para marchar y
ganarme algún dinero con que pagar mis impuestos”, respondía fumando su pipa: “Puedes
irte”, sin que se le ocurriera nunca que el campesino iba de juerga. A veces se decía,
mirando el patio o la laguna: qué espléndido resultaría construir un pasillo subterráneo
desde la casa, o levantar un puente sobre la laguna: con puestos de ambos lados, donde se
sentarían los comerciantes y venderían artículos de utilidad a los campesinos.
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