Y mientras
así divagaba, sus ojos adquirían una expresión extraordinariamente azucarada y su
semblante reflejaba la más grande satisfacción. Pero todos estos proyectos no pasaban de
tales. En su gabinete había un libro, con un marcador en la página catorce, que hacía dos
años estaba leyendo. En general, parecía que siempre faltaba algo en su bogar: en la sala
había excelentes muebles, tapizados con una seda elegante, que seguramente había costado
bastante dinero, pero que resultaba insuficiente para tapizarlo todo, por cuya razón, dos de
las poltronas permanecían sencillamente envueltas en arpillera. Hacía varios años que el
amo de la casa tenía la costumbre de advertir a sus visitas: “No se sienten ahí en esas
poltronas, que aun no están terminadas.” Algunos aposentos carecían totalmente de
muebles, aunque en los primeros días de su matrimonio había dicho a su esposa: “Mañana,
queridita, trataremos de poner algunos muebles en estas habitaciones, aunque sólo sea para
algunos días.” Por la noche, colocaban en la mesa un hermoso candelero de bronce fundido,
representando las tres Gracias, con una elegante arandela de nácar; a su lado, ponían una
humilde reliquia de cobre, tambaleante, y siempre cubierta de sebo, detalle que nunca
llamaba la atención del amo de la casa, como tampoco la de su esposa o de los criados. Su
esposa era a... pero no importa; estaban mutuamente satisfechos. Aunque hacia ocho años
que estaban casados, todavía se ofrecían un trocito de manzana, un dulce o una nuez,
diciendo, con tono cariñoso: “Abre la boquita, vida, que te lo daré.” innecesario decir que
en tales ocasiones la boquita se abría graciosamente. Para los cumpleaños, se preparaban
algunas sorpresas, tal como un estuche, adornado con abalorios, para el cepillo de dientes.
Y muy a menudo sucedía que, sentados en el sofá, él dejaba repentinamente su pipa y ella
su labor, y, sin razón aparente, se imprimían un beso tan almibarado y kilométrico que
fácilmente se podría fumar un pequeño puro mientras duraba. En fin, eran lo que se llama
un matrimonio bien avenido. Claro que se podría decir que hay otras muchas cosas que
hacer en una casa que cambiar besos prolongados y preparar sorpresas. En efecto, había
funciones que necesitaban ser cumplidas; por ejemplo, se podría preguntar por qué se
guisaba tan tonta y malamente; por qué estaba algo mal provista la despensa; por que era
tan ladrona el ama de llaves; por que eran los criados desaseados y borrachos; por qué
dormían las horas muertas para luego consumir el tiempo en ocupaciones sospechosas.
Pero, ¡ si todo esto es un asunto ruin! La señora de Manilof había recibido una buena
educación, y una buena educación se consigue, como todo sabemos, en los colegios para
señoritas; y en los colegios para señoritas hay, como todos sabemos, tres estudios
principales que forman la base de todas las virtudes humanas: la lengua francesa,
indispensable para la felicidad del hogar; el piano, para proporcionar a los maridos
momentos de agradable distracción, y, finalmente, el gobierna de la casa, es decir, el hacer
portamonedas de malla y otras “sorpresas”. Cierto es que en los últimos tiempos ha habido
una reforma en los métodos de enseñanza: todo depende del buen sentido y de la capacidad
de las directoras de estas instituciones. En algunos colegios, por ejemplo, es lo usual coloca
en primer lugar el piano; luego viene el francés y después el gobierno de la casa. En otros,
el gobierno de la casa, es decir, el ha
cer “sorpresas” de punto, ocupa el primer lugar; luego se enseña el francés, y sólo después
el piano. ¡Tan diversos son los sistemas en vigor! No estará fuera de lugar hacer constar
que la señora de Manilof... Pero confieso que me asusta hablar mucho de las damas y,
además, era hora ya de que volviese a mis protagonistas, a quienes dejamos de pie por
algunos momentos, ante la puerta de la sala, cada uno rogando al otro que se dignara pasar
primero.
—Le ruego no se incomode por mí, que le seguiré—dijo Tchitchikof.
—De ninguna manera, Pavel Ivanovitch; usted es mi huésped
—dijo Manilof, indicándole que pasara delante.
—No haga usted cumplidos; sírvase pasar—dijo Tchitchikof.
—No, perdone; no puedo permitir que vaya detrás de mí un huésped tan amable y tan
altamente culto.
—¿Por qué me dice usted altamente culto? Hágame usted el favor de pasar.
—No, le ruego que entre usted.
—Pero, ¿ por que?
—Pues, porque sí—dijo Manilof, con amable sonrisa.
Por fin, los dos amigos, poniéndose de lado, entraron los dos a un tiempo, apretándose el
uno contra el otro.
—Permítame que le presente a mi señora—dijo Manilof.— Querida, ¡éste es Pavel
Ivanovitch!
Tchitchikof miró a la dama, a quien no había observado cuando hacía zalemas con Manilof
en la puerta. No era fea y estaba bien vestida. Su traje de seda espolinada, de color pálido,
le sentaba bien; su delicada manecita tiró un objeto a la mesa y estrujó un pañuelito
bordado. Se levantó del sofá en que estaba sentada. Tchitchikof le besó ligeramente la
mano con cierta satisfacción Le dijo la señora de Manilof, con leve ceceo, que estaba
encantada de verle y que todos los dias su marido le había hablado de él.
—Sí—dijo Manilof.—Ella no cesaba de preguntarme: “¿Por que no viene tu amigo?” “Es
pera un poquito, querida, le decía, que ya vendrá.” Y he aquí que por fin usted nos ha
honrado con su visita. Nos ha proporcionado usted una verdadera alegría... una fiesta. . .
¡una fiesta del corazón!
A decir verdad, Tchitchikof sintió cierta turbación al oir que ya se había llegado a eso de las
fiestas del corazón, y contesta modestamente que él no poseía un gran nombre ni ocupaba
una posición distinguida.
—Usted posee todo eso—declaró Manilof, con la misma son risa amable.—Posee todo eso,
y aun más.
—¿ Qué le parece nuestra capital?—le preguntó la señora dc Manilof.—¿ Lo ha pasado
usted bien aquí?
—Una ciudad muy simpática—contestó Tchitchikof,—y he pasado en ella unos dias muy
agradables: la sociedad es muy amable.
—¿Y qué opina usted de nuestro gobernador?—dijo la señora de Manilof.
—Es verdaderamente un hombre estimable y genial, ¿verdad!
—añadió Manilof.
—Es la sencilla verdad—asintió Tchitchíkof,—es un hombre muy estimable. ¡Y qué bien
desempeña su cargo, y cómo comprende sus deberes! ¡Ah, si hubiera más hombres como
él!
—Y que bien sabe tratar a las gentes, ¿ verdad? ¡Qué delicadeza muestra en sus modales
!—agregaba Manilof. con los ojos entornados de satisfacción, como un gato al que se le
rasca suavemente por detrás de las orejas.
—Un hombre muy afable y simpático—continuó Tchitchikof,
—¡y qué hombre más hábil! No lo habría podido imaginar: qué bien borda toda suerte de
diseños. Me enseñó una labor suya, un portamonedas: hay muchas señoras que no sabrían
bordarlo tan bien como él.
—Y el teniente gobernador, ¿ no es un hombre encantador?— dijo Manilof, entornando de
nuevo los ojos.
—¡ Un hombre muy digno, muy digno !—contestó Tchitchikof.
—Y permítame que le pregunte, ¿qué impresión le produjo el jefe de Policía? Es un hombre
muy agradable, ¿no es verdad?
—Agradable en extremo, ¡y qué hombre más inteligente e instruido! En su casa, jugamos a
los naipes con el fiscal y el presidente del Tribunal hasta que cantaron los gallos. ¡Un
hombre muy digno, muy digno!
—Y ¿cómo encuentra usted la mujer del jefe de Policía?— preguntó la señora de
Manilof.—Una señora muy agradable, ¿verdad?
—¡Oh, es de las damas más estimables que he conocido!— contestó Tchitchikof.
Después no dejaron de mencionar al presidente del Tribunal y al director de Correos,
agotando así la lista de los funcionarios del pueblo, todos los cuales eran, según parece,
personas muy agradables.
—¿Están ustedes siempre en el campo ?—dijo Tchitchikof, aventurando en su turno una
pregunta.
—Por lo general estamos aquí—contestó Manilof.—Pero a veces visitamos la capital con el
único objeto de gozar la sociedad de la gente culta. Uno se vuelve demasiado rústico,
viviendo continuamente en este retiro.
—Es verdad, es verdad—replicó Tchitchikof.
—Claro que seria distinto—prosiguió diciendo Manilof,—si tuviéramos vecinos refinados,
sí hubiera, por ejemplo, alguna persona con quien se pudiese conversar, en alguna medida,
sobre temas cultos y refinados, con quien perseguir algún estudio que estimulase nuestra
inteligencia; sería una inspiración, por decirlo así...
Habría dicho algo más, pero, percatándose de que se desviaba del asunto, se contentó con
agitar los dedos en el aire y prosiguió:
—En ese caso, claro es que el campo y la soledad ofrecerían muchos encantos.
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