Para entonces ya debía de estar fuera del chalé.

–¿Y el crimen se cometería después de su partida?

–Naturalmente.

Se registró la casa de arriba abajo, tanto en las buhardillas como en los sótanos. El asesino había huido. ¿Cómo? ¿En qué momento? ¿Fue él, o un cómplice el que creyó oportuno regresar a la escena del crimen para hacer desaparecer todo lo que pudiera comprometerlo? Tales eran las preguntas que se hacía la policía.

A las siete llegó el forense; a las ocho, el jefe de la Süreté. Luego le tocó el turno al procurador de la República y al juez de instrucción. Y el chalé se encontró repleto de policías, inspectores, periodistas, el sobrino del barón de Hautrec y otros miembros de la familia.

Registraron; estudiaron la posición del cadáver según los recuerdos de Charles; interrogaron, en cuanto llegó, a sor Auguste. No descubrieron nada. Todo lo más fue el asombro de sor Auguste por la desaparición de Antoinette Bréhat. Hacía doce días que había contratado a la joven, en vista de sus excelentes recomendaciones, y se negaba a creer que hubiese podido abandonar al enfermo que se le había confiado para marcharse sola durante la noche.

–Además, en tal caso -apoyó el juez de instrucción-, ya habría regresado. Volvemos, pues, al mismo punto: ¿qué ha sido de ella?

–Para mí fue raptada por el asesino -insinuó el criado.

La hipótesis era aceptable y concordaba con ciertos detalles. El jefe de la Süreté dijo:

–¿Raptada? Palabra que eso no es inverosímil.

–No solamente inverosímil -respondió una voz-, sino en absoluta oposición con los hechos, con los resultados de la investigación; en suma, con la misma evidencia.

La voz era ruda, el acento brusco y nadie se sorprendió cuando se reconoció a Ganimard. Solamente a él, además, se le podía perdonar esa forma tan poco caballeresca de expresarse.

–¡Vaya! ¿Es usted, Ganimard? – exclamó el señor Dudouis-. No le había visto.

–Estoy aquí desde las dos.

–Se toma, pues, interés por algo que no es el billete 514, serie 23; ni el caso de la calle Clapeyron, ni la Dama Rubia, ni Arsenio Lupin, ¿eh?

–¡Oiga, oiga! – se burló el viejo inspector-. Yo no afirmaría que Arsenio Lupin fuera ajeno al caso que nos ocupa… Pero dejemos a un lado la historia del billete de lotería hasta nueva orden, y veamos de qué se trata.

Ganimard no es uno de esos policías de gran envergadura, cuyos procedimientos hacen escuela y cuyo nombre permanecerá en los anales judiciales. Le faltan esos destellos de genio que iluminan a los Lupin, Lecoq y Herlock Sholmes. Pero posee excelentes cualidades medias de observación, sagacidad, perseverancia y hasta de intuición. Su mérito es trabajar con la más absoluta de las independencias. Nada, excepto, quizá, la especie de fascinación que Arsenio Lupin ejerce sobre él, le turba ni le influye.

Sea cual fuere su papel, en aquella mañana no le faltó brillantez, y su colaboración fue de las que un juez puede apreciar.

–Antes que nada -comenzó-, pediré al señor Charles que me precise bien este punto: ¿todos los objetos que vio la primera vez caídos o fuera de lugar estaban, cuando volvió por segunda vez, exactamente en sus respectivos sitios?

–Exactamente.

–Es, pues, evidente, que sólo pudieron volver a su sitio de la mano de una persona a la que le era familiar el lugar de cada uno de ellos.

La observación causó impresión en los presentes. Ganimard continuó:

–Otra pregunta, señor Charles… A usted le despertó un timbrazo… Según usted, ¿quién le llamaba?

–El señor barón.

–Bien. Pero ¿en qué momento habría llamado?

–Después de la lucha…, en el momento de morir.

–Imposible, puesto que usted lo encontró yacente, inanimado en un lugar que distaba más de cuatro metros del botón del timbre.

–Entonces llamó durante la lucha.

–Imposible, porque el timbre, según usted, sonó regularmente. ¿Cree usted que el agresor le habría dejado tocar así?

–Entonces fue antes, en el momento de ser atacado.

–Imposible. Usted nos ha dicho también que entre la llamada y el momento en que se presentó en este dormitorio transcurrieron apenas tres minutos. Por tanto, si el barón tocó antes, habría sido preciso que la lucha, el asesinato, la agonía y la huida se hubieran desarrollado en ese corto espacio de tiempo. Vuelvo a repetirle: imposible.

–Sin embargo -dijo el juez-, alguien llamó. Si no fue el barón, ¿quién fue?

–El asesino.

–¿Con qué fin?

–Lo ignoro. Pero, al menos, el hecho de que tocara el timbre nos prueba que sabía que comunicaba con la habitación del criado. Ahora bien: ¿quién podía conocer este detalle sino una persona de la casa?

El círculo de suposiciones se restringía. Con algunas frases rápidas, claras, lógicas, Ganimard colocó la cuestión en su verdadero terreno, y el pensamiento del viejo inspector, al aparecer claramente, hizo que el juez de instrucción concluyera:

–Resumiendo: en dos palabras, usted sospecha de Antoinette Bréhat.

–No sospecho de ella; la acuso.

–¿La acusa de ser cómplice?

–La acuso de haber matado al general barón de Hautrec.

–¡Vamos, vamos!… ¿Y qué prueba…?

–Este mechón de pelos que he descubierto en la mano derecha de la víctima, en su misma carne, donde la punta de sus uñas los había clavado.

Enseñó los cabellos. Eran de un rubio deslumbrante, luminosos, como hebras de oro, y Charles murmuró:

–En efecto, son cabellos de la señorita Antoinette. No es posible equivocarse. – Y añadió-: Además, hay otra cosa… Creo que el puñal, que no he visto la segunda vez, le pertenecía… Se servía de él para abrir las hojas del libro…

El silencio fue largo y penoso, como si el crimen adquiriese más horror al haber sido cometido por una mujer.