Entró.
–¡Vaya! – murmuró-. No hay luz… ¿Por qué diablos habrán apagado? – Y, en voz baja, llamó-: ¡Señorita! – Ninguna respuesta-. ¿Está usted ahí, señorita?… ¿Qué pasa? ¿Está enfermo el barón?
El mismo silencio a su alrededor, un silencio pesado, que terminó por impresionarle. Dio dos pasos hacia adelante: su pie tropezó con una silla y, al tocarla, se dio cuenta de que estaba tumbada. E, inmediatamente, su mano encontró en el suelo otros objetos: un velador, un biombo… Inquieto, volvió hacia la pared y, tanteando, buscó el conmutador de la luz. Lo encontró y presionó.
En el centro de la habitación, entre la mesa y el armario de lufla, yacía el cuerpo de su amo, el barón de Hautrec.
–¿Cómo?… ¡No es posible!… -tartamudeó.
No sabía qué hacer, y sin moverse, con los ojos fuera de las órbitas, contemplaba el revoltijo de cosas: las sillas caídas, un gran candelabro de cristal roto en mil pedazos, el reloj tumbado sobre el mármol de la chimenea, todos los rastros que revelan una lucha salvaje y sin cuartel. El mango de un estilete de acero brillaba no lejos del cadáver. De la hoja goteaba sangre. De la esquina de la mesa colgaba un pañuelo salpicado de manchas rojas.
Charles aulló de terror: el cuerpo se había estirado en un supremo esfuerzo y luego se había encogido sobre sí mismo… Dos o tres sacudidas, y eso fue todo.
Se inclinó. Por una fina herida en el cuello brotaba la sangre, que moteaba la alfombra de manchas oscuras. El rostro conservaba una expresión de espantosa locura.
–Lo han matado -balbució-. Lo han matado.
Y se estremeció ante la idea de otro crimen probable: el de la dama de compañía que dormía en la habitación de al lado. ¿La habría matado también el asesino del barón?
Empujó la puerta. La habitación estaba vacía. Dedujo que Antoinette había sido raptada, o bien que se había marchado antes del crimen.
Volvió al dormitorio del barón y sus ojos, al tropezar con el secrétaire, observaron que el mueble no había sido forzado.
Además vio sobre la mesa, cerca del manojo de llaves y de la cartera que el barón dejaba allí todas las noches, un puñado de luises de oro. Charles cogió la cartera y la registró. Uno de sus compartimentos contenía billetes de banco. Los contó: eran trece billetes de cien francos.
Aquello fue más fuerte que él: instintivamente, mecánicamente, sin que su pensamiento participase en el ademán de la mano, cogió los trece billetes, los escondió en su chaqueta, bajó corriendo la escalera, descorrió el cerrojo, quitó la cadena, volvió a cerrar la puerta y huyó por el jardín.
Charles era un hombre honrado. No había hecho más que atravesar la verja cuando, azotado por el viento y refrescado el rostro por la lluvia, se detuvo. El acto cometido se le apareció en toda su crudeza y, de pronto, experimentó un tremendo horror.
Pasó un coche. Le gritó al cochero:
–¡Compañero, vaya deprisa al puesto de Policía y traiga al comisario! ¡Al galope! Han matado a un hombre.
El cochero fustigó al caballo. Pero cuando Charles quiso entrar, no pudo. Él mismo había cerrado la verja, y ésta no se abría por fuera.
Se paseó, pues, a lo largo de los jardines que hacen de la avenida, por la parte de la Muette, una agradable calzada de arbustos verdes bien podados. Por fin, tras una hora de espera, pudo contarle al comisario los detalles del crimen y depositar en sus manos los trece billetes.
Durante ese tiempo se buscó un cerrajero, el cual, con mucho trabajo, logró forzar la verja del jardín y la puerta principal. El comisario subió e, inmediatamente, al primer golpe de vista, dijo al criado:
–¿No me había comunicado usted que la habitación se hallaba en el más completo desorden?
Se volvió. Charles parecía clavado en el umbral, hipnotizado: ¡todos los muebles ocupaban ahora el lugar acostumbrado! El velador se hallaba entre las dos ventanas; las sillas… derechas, y el reloj en medio de la chimenea. Los restos del candelabro habían desaparecido.
Tartamudeando de estupor, dijo:
–El cadáver… El señor barón…
–Es verdad -exclamó el comisario-; ¿en dónde se encuentra la víctima?
Avanzó hacia el lecho. Bajo una gran manta, que él separó, reposaba el general barón de Hautrec, antiguo embajador de Francia en Berlín. Llevaba puesta su guerrera militar, adornada con la cruz de honor.
El rostro permanecía tranquilo, los ojos, cerrados.
El criado balbució:
–Alguien ha estado aquí.
–¿Y por dónde ha entrado?
–No lo sé; pero alguien ha estado aquí durante mi ausencia… Escuche: había allí, en el suelo, un puñal de acero muy delgado… Y sobre la mesa, un pañuelo con sangre… Ahora no hay nada… Se lo han llevado… y lo han arreglado…
–Pero ¿quién?
–¡El asesino!
–Hemos encontrado todas las puertas cerradas.
–Lo cual quiere decir que se quedó en el chalé.
–Entonces tiene que estar aún aquí, puesto que usted no abandonó la acera.
El criado reflexionó, y dijo lentamente:
–En efecto… en efecto… y no me alejé de la verja… Sin embargo…
–Veamos: ¿cuál fue la última persona que vio usted junto al barón?
–La señorita Antoinette, su dama de compañía.
–¿Qué ha sido de ella?
–Según mi opinión, puesto que su cama no está deshecha, debió aprovecharse de la ausencia de sor Auguste para salir también. Eso sólo me extraña a medias, pues es joven…, bonita…
–¿Y cómo pudo salir?
–Por la puerta.
–¡Usted echó el cerrojo y puso la cadena!
–Pero ya tarde.
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