El juez de instrucción arguyo:

–Admitamos, hasta tener más amplios detalles, que el barón fue asesinado por Antoinette Bréhat. Será preciso explicar todavía qué camino pudo seguir para salir después de cometido el crimen, para entrar de nuevo tras la salida del señor Charles y para volver a marcharse antes de la llegada del comisario. ¿Tiene usted alguna opinión sobre esto, Ganimard?

–Ninguna.

–¿Entonces?

Ganimard se sintió molesto. Al fin dijo, no sin esfuerzo visible:

–Todo cuanto puedo decir es que vuelvo a encontrar aquí el mismo procedimiento que en el caso del billete 514, serie 23; el mismo fenómeno que podría llamarse facultad de desaparición. Antoinette Bréhat aparece y desaparece en este chalé tan misteriosamente como Arsenio Lupin penetró en la casa del abogado Detinan y se escapó de ella en compañía de la Dama Rubia.

–Lo cual quiere decir…

–…que no puedo evitar que piense en estas dos coincidencias, extrañas por lo menos: Antoinette Bréhat fue admitida por sor Auguste hace doce días, es decir, al siguiente en que la Dama Rubia se me escapaba entre los dedos. En segundo lugar, los cabellos de la Dama Rubia tienen precisamente este color violento, este brillo metálico con reflejos de oro, que encontramos en estos otros.

–De manera que, según usted, Antoinette Bréhat…

–… no es otra que la Dama Rubia.

–¿Y, en consecuencia, Arsenio Lupin ha maquinado los dos asuntos?

–Así lo creo.

Se oyó una carcajada. Era el jefe de la Süreté que se divertía.

–¡Lupin! ¡Siempre Lupin! ¡Lupin está en todo! ¡Lupin está en todas partes!

–Está donde está -respondió Ganimard, vejado.

–Es preciso, además, que tenga razones para estar en cualquier parte -observó el señor Dudouis-. Y en este caso, las razones no pueden ser más oscuras. El secrétaire no ha sido violentado ni la cartera robada. Hasta el oro ha quedado sobre la mesa.

–Sí; pero… ¿y el famoso brillante? – preguntó Ganimard.

–¿Qué brillante?

–¡El brillante azul! El célebre brillante que formaba parte de la corona real de Francia y que fue regalado por el duque de A… a Léonide L…, y a la muerte de ésta fue comprado por el barón de Hautrec en memoria de la brillante actriz, a la que tan apasionadamente había amado. Es uno de esos recuerdos que un viejo parisiense como yo no olvida jamás.

–Es evidente -respondió el juez- que, si el brillante azul no se encuentra, lo explique todo… Pero ¿en dónde buscar?

–En el dedo del señor barón -dijo Charles-. El brillante azul no abandonaba jamás su mano izquierda.

–He visto esa mano -intervino Ganimard, acercándose a la víctima- y, como pueden comprobar, no hay en ella más que un sencillo aro de oro.

–Mire por el lado de la palma -insistió el criado.

Ganimard desplegó los dedos crispados. La montura estaba por la parte de dentro y en el centro de ella resplandecía el brillante azul.

–¡Vaya! – exclamó Ganimard, completamente asombrado-. No lo entiendo.

–¿Y renuncia usted a sospechar de ese desgraciado Lupin? – se burló el señor Dudouis.

Ganimard se tomó tiempo para reflexionar, y respondió con tono sentencioso:

–Es precisamente cuando no comprendo una cosa cuando empiezo a sospechar de Arsenio Lupin.

Tales fueron las primeras averiguaciones efectuadas por la justicia, al día siguiente de este extraño crimen. Averiguaciones vagas, incoherentes, y a las que el desarrollo de la instrucción no aportó ni coherencia ni certeza. Las idas y venidas de Antoinette Bréhat permanecieron absolutamente inexplicables, como las de la Dama Rubia, y sólo se supo que era esta misteriosa criatura de cabellos de oro la que había matado al barón de Hautrec, sin quitar de su dedo el fabuloso brillante de la corona real de Francia.

Y, sobre todo, la curiosidad que ella inspiraba daba al crimen un relieve de gran fechoría que exasperaba a la opinión pública.

Los herederos del barón de Hautrec sólo podían beneficiarse de semejante propaganda. Organizaron, en la avenida de Henri-Martin, en el propio chalé del difunto, una exposición de muebles y objetos que iban a venderse a la sala Drouot. Muebles modernos y de mediocre gusto, objetos sin valor artístico…; pero, en el centro de la habitación, sobre un pedestal de terciopelo granate y protegido por un globo de cristal y vigilado por dos policías, brillaba el anillo con el brillante azul.

Brillante magnífico, enorme, de una pureza incomparable, y de ese azul indefinido que el agua clara toma del cielo que refleja, de ese azul que se adivina en la blancura de la ropa blanca. Admiraban, se extasiaban… y observaban con terror el dormitorio de la víctima, el lugar donde había yacido el cadáver, el parqué desprovisto de la alfombra ensangrentada y, sobre todo, las paredes, aquellas paredes infranqueables a través de las cuales había pasado la asesina. Se aseguraban de que el mármol de la chimenea no se movía, de que tal o cual moldura del espejo no ocultaba ningún resorte destinado a hacerla girar. Se imaginaban agujeros abiertos, orificios de túneles, comunicaciones con las alcantarillas, con las catacumbas…

La venta del brillante azul tuvo lugar en el chalé Drouot. El gentío se agolpaba allí y la fiebre de las pujas llegaba hasta la locura.

Sin embargo, a los doscientos mil francos los pujadores se desanimaron. A los doscientos cincuenta mil no quedaban más que dos: Herschmann, el célebre financiero, rey de las minas de oro, y la condesa de Crozon, la riquísima americana cuya colección de brillantes y piedras preciosas era célebre.

–Doscientos sesenta mil…, doscientos setenta mil…, setenta y cinco…, ochenta-profería el subastador, interrogando sucesivamente con la mirada a los dos competidores-. Doscientos ochenta mil…, para la señora… ¿Nadie da más?

–Trescientos mil -murmuró Herschmann.

Un silencio. Observaban a la condesa de Crozon. De pie, sonriente, pero con una palidez que denunciaba su malestar, se apoyaba en el respaldo de la silla colocada ante ella. En realidad sabía, y todos los presentes lo sabían también, que el resultado del duelo no era dudoso: lógicamente, fatalmente, debía terminar con la victoria del financiero cuyos caprichos se hallaban servidos por una fortuna de más de quinientos millones. No obstante, dijo:

–Trescientos cinco mil.

Otro silencio. Las miradas se volvieron hacia el rey de las minas de oro, a la espera de la inevitable subida. Era evidente que se produciría, fuerte, brutal, definitiva.

Pero no se produjo.