Herschmann permaneció impasible, con los ojos fijos en una cuartilla de papel que sostenía con su mano derecha, mientras que en la otra conservaba los trozos de un sobre desgarrado.

Herschmann no abrió la boca. Un último silencio. El martillo cayó.

–Cuatrocientos mil -clamó Herschmann, sobresaltándose, como si el ruido del martillo le arrancase de su estupor.

Demasiado tarde. La adjudicación era irrevocable.

La gente se arremolinó a su alrededor. ¿Qué le había pasado? ¿Por qué no había hablado más pronto?

Se echó a reír.

–¿Qué me ha pasado? Palabra que no lo sé. He tenido un momento de distracción.

–¿Es posible?

–Pues sí: una carta que me entregaron.

–¿Y esa carta ha sido suficiente…?

–Para turbarme durante un instante, sí.

Allí estaba Ganimard. Había asistido a la subasta del anillo. Se acercó a uno de los ordenanzas.

–¿Fue usted, acaso, quien entregó una carta al señor Herschmann?

–Sí.

–¿De parte de quién?

–De parte de una dama.

–¿Dónde está?

–¿Dónde está?… Mire, señor, allí… Es esa dama que lleva un espeso velo.

–¿Y que se marcha ahora?

–Sí.

Ganimard se precipitó hacia la salida y vio que la dama bajaba la escalera. Corrió. Un grupo de personas le impidió el paso cerca de la puerta de entrada. Cuando logró salir, no la encontró.

Volvió a la sala, abordó a Herschmann, se dio a conocer y le interrogó sobre la carta. Herschmann se la dio. Contenía, escritas a lápiz, precipitadamente, y con letra que no conocía el financiero, las siguientes palabras:

«El brillante azul trae la desgracia. Recuerde al barón de Hautrec.»

Las tribulaciones del brillante azul no habían terminado. Conocido por el asesinato del barón de Hautrec y por los incidentes del chalé Drouot, debía, seis meses más tarde, alcanzar el máximo de celebridad. En efecto, al verano siguiente robaban a la condesa de Crozon la preciada joya que tanto trabajo le costara conquistar.

Resumamos este curioso caso cuyas emocionantes y dramáticas peripecias tanto nos apasionaron a todos y sobre las cuales me han permitido, al fin, arrojar alguna luz.

La noche del 10 de agosto los invitados de los señores de Crozon se hallaban reunidos en el salón del magnífico castillo que domina la bahía de Somme. Se tocó música. La condesa se puso al piano y colocó sobre un mueblecito, junto al instrumento, sus alhajas, entre las cuales se encontraba el anillo del barón de Hautrec.

Al cabo de una hora el conde se retiró, así como sus dos primos, los de Ancelle, y la señora de Real, una íntima amiga de la condesa de Crozon. Ésta se quedó sola con el señor Bleichen, cónsul austríaco, y su señora.

Charlaron. Luego, la condesa apagó una gran lámpara colocada sobre la mesa del salón. Al mismo tiempo, el señor Bleichen apagaba las dos lámparas del piano. Hubo un momento de oscuridad, un poco de confusión; luego, el cónsul encendió una vela y los tres se dirigieron a sus respectivas habitaciones. Pero apenas llegó a la suya, la condesa se acordó de sus alhajas y mandó a su doncella a recogerlas. La mujer regresó y las colocó sobre la chimenea, sin que su señora las examinase. Al día siguiente, madame de Crozon comprobaba que faltaba una sortija: la del brillante azul.

Advirtió a su marido. La conclusión fue inmediata: estando la doncella al margen de toda sospecha, el culpable no podía ser otro que el señor Bleichen.

El conde previno al comisario de Amiens, el cual abrió una investigación y, discretamente, organizó la más activa vigilancia para que el cónsul no pudiese vender ni expedir el anillo.

Los policías rodearon día y noche el castillo.

Molestos por todo este ruido, impotentes para conseguir la prueba evidente de culpabilidad que habría justificado su acusación, los señores de Crozon solicitaron que se les enviara desde París un agente de la Süreté capaz de desenredar los hilos de la madeja. Mandaron a Ganimard.

Durante cuatro días, el viejo inspector registró, investigó, se paseó por el parque, sostuvo largas conferencias con la criada, con el chófer, con los jardineros, con los empleados de la oficina de Correos vecina; visitó las habitaciones que ocupaban el matrimonio Bleichen, los primos de Ancelle y la señora de Real. Y una mañana desapareció sin despedirse de sus anfitriones.

Pero una semana más tarde, recibían este telegrama:

«Les ruego que acudan mañana viernes, a las cinco de la tarde, al Té Japonés, calle Boissy d'Anglas.»

GANIMARD

El viernes, a las cinco en punto, su automóvil se detenía ante el número 9 de la calle Boissy d'Anglas. Sin explicar nada, el viejo inspector, que les esperaba en la acera, los condujo al primer piso del Té Japonés.

En una de las salas encontraron a dos personas, que Ganimard les presentó:

–El señor Gerbois, profesor del Liceo de Versalles, a quien, según ustedes recordarán, le robó Arsenio Lupin medio millón… El señor Léonce de Hautrec, sobrino y heredero universal del barón de Hautrec.

Las cinco personas se sentaron. Algunos minutos más tarde llegó una sexta.