Era el jefe de la Süreté.
El señor Dudouis parecía de muy mal humor. Saludó y dijo:
–¿Qué pasa, Ganimard? En la Prefectura me han entregado un recado telefónico. ¿Es grave?
–Muy grave, jefe. Antes de una hora, las últimas aventuras a las cuales he prestado mi concurso, tendrán su desenlace aquí. Me pareció que su presencia era indispensable.
–¿E, igualmente, la presencia de Dienzy de Folefant, que he visto abajo, en los alrededores de Correos?
–Sí, jefe.
–¿Y por qué? ¿Se trata de una detención? ¡Cuánto aparato escénico! ¡Vamos, Ganimard, le escucho!
Ganimard dudó unos instantes; luego dijo, con la visible intención de sorprender a su auditorio:
–Antes que nada afirmo que el señor Bleichen no tiene nada que ver con el robo de la sortija.
–¡Oh, oh!… -exclamó el señor Dudouis-. Es una afirmación gratuita… y muy grave.
Y el conde preguntó:
–¿Es a este… descubrimiento a lo que se limitan sus esfuerzos?
–No, señor. A los dos días del robo, los azares de una excursión llevaron a tres de sus invitados hasta el pueblecito de Crécy. Mientras dos de estos personajes iban a visitar el famoso campo de batalla, el tercero se apresuró a ir a la oficina de Correos y expidió una cajita envuelta y lacrada según los reglamentos, declarando un valor de cien francos.
El señor de Crozon objetó:
–No hay nada de extraño en eso.
–Quizá se lo parecerá más cuando sepa que esa persona, en lugar de dar su nombre verdadero, hizo la expedición bajo el nombre de Rousseau, y que el destinatario, un tal señor Beloux, vecino de París, se mudó la misma tarde del día en que recibió la cajita, es decir, el anillo.
–¿Se trata acaso de uno de mis primos de Ancelle? – interrogó el conde.
–No se trata de esos señores.
–¿De la señora de Real, entonces?
–Sí.
La condesa exclamó, estupefacta:
–¿Acusa usted a mi amiga, la señora de Real?
–Una sola pregunta, señora-respondió Ganimard-: ¿Asistió la señora de Real a la subasta del brillante azul?
–Sí, pero por su lado. No estuvimos juntas.
–¿Le insinuó ella que comprara el anillo?
La condesa reunió sus recuerdos.
–Sí, en efecto, hasta creo que fue ella la que me habló por primera vez del anillo…
–Anoto su contestación, señora. Está perfectamente establecido que fue la señora de Real la que le habló por primera vez de esa sortija y que le insinuó que la comprara.
–Sin embargo, mi amiga es incapaz…
–Perdón, perdón. La señora de Real sólo es amiga circunstancial de usted y no íntima amiga, como han propagado los periódicos, lo cual ha apartado de ella las sospechas. Usted la conoce solamente desde el invierno pasado. Ahora bien: le demostraré concienzudamente que cuanto le ha contado sobre ella, sobre su pasado, sobre sus amistades, es absolutamente falso; que la señora de Real no existía antes de conocerla a usted y que en estos momentos, no existe ya.
–¿Y qué más?
–¿Qué más? – se extrañó Ganimard.
–Sí, esa historia es muy curiosa; pero ¿qué aplicación tiene a nuestro caso? Si efectivamente la señora de Real se apoderó de la sortija, lo cual no está probado, ¿por qué la ocultó en la pasta dentífrica del señor Bleichen? ¡Qué diablos! Cuando uno se molesta en robar el brillante azul, se queda con él. ¿Qué responde a esto?
–Yo, nada; pero la señora de Real le responderá.
–Existe, entonces.
–Existe… sin existir. He aquí todo el asunto expuesto en breves palabras. Hace tres días, al leer el periódico que yo acostumbro a hojear diariamente, vi a la cabeza de una lista de extranjeros que se alojaban en el hotel Beaurivagé", de Trouville, el nombre de la señora de Real. Comprenderán ustedes que aquella misma tarde me encontraba en Trouville interrogando al administrador del Beaurivage. Según los informes y ciertos indicios que recogí, esta señora de Real era la persona que yo buscaba; pero había abandonado el hotel, dejando su dirección de París: calle de Colisée, número 3. Anteayer me presenté en dicha dirección y me enteré de que no existía la tal señora de Real, sino simplemente una mujer apellidada Real, que vivía en el segundo piso y que ejercía el oficio de corredor de brillantes, ausentándose frecuentemente. Ayer llamé a su puerta y ofrecí a la señora Real, con nombre falso, mis servicios como intermediario de personas en situación de comprar piedras de valor. Hoy nos hemos dado cita aquí para nuestro primer negocio.
–¿Cómo? ¿La espera usted?
–A las cinco y media.
–¿Y está usted seguro…?
–¿Que se trata de la señora de Real, del castillo de Crozon? Tengo pruebas irrefutables. Pero escuchen… La señal de Folefant.
Había sonado un silbido. Ganimard se levantó de su asiento rápidamente.
–No hay tiempo que perder. Señor y señora de Crozon, sírvanse pasar al salón de al lado. Usted también, señor de Hautrec… y usted, señor Gerbois… La puerta permanecerá abierta y, a la primera señal, les pediré que intervengan. Esténse quietos, por favor.
–¿Y si llegan otras personas? – observó el señor Dudouis.
–No. Este establecimiento es nuevo, y el dueño, que es amigo mío, no dejará subir a nadie…, excepto a la Dama Rubia.
–¿Qué dice usted?… ¿La Dama Rubia?
–La Dama Rubia en persona, jefe; la cómplice y amiga de Arsenio Lupin, la misteriosa Dama Rubia, contra la que tengo pruebas contundentes; pero contra la que quiero, además, y en presencia de usted, reunir los testimonios de todos aquellos a quienes ha robado.
Se asomó a la ventana.
–Se acerca… entra. No hay medio de que se escape ya… Folefant y Dienzy vigilan la puerta… ¡La Dama Rubia ya es nuestra, jefe!
Casi inmediatamente una mujer se detenía en el umbral, alta, delgada, con el rostro muy pálido y los cabellos de un rubio violento.
Tal emoción sofocó a Ganimard, que permaneció mudo, incapaz de articular palabra. ¡Ella se hallaba allí, frente a él, a su disposición! ¡Qué victoria sobre Arsenio Lupin, y qué revancha! Y, al mismo tiempo, esta victoria le parecía obtenida con tanta facilidad que se preguntaba si la Dama Rubia no iría a deslizarse por entre sus dedos, gracias a alguno de esos milagros en los que Arsenio Lupin era maestro.
No obstante, ella esperaba, sorprendida por aquel silencio, y miraba a su alrededor sin disimular su inquietud.
«¡Se va a ir! ¡Va a desaparecer!», pensó Ganimard, espantado.
Bruscamente, se interpuso entre la puerta y ella. La mujer se volvió e intentó salir.
–No, no -dijo Ganimard-.
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