¿Por qué quiere marcharse?
–Pero, señor, no comprendo su comportamiento. Déjeme…
–No hay ninguna razón para que se vaya, señora, y muchas, por el contrario, para que se quede.
–Sin embargo…
–Es inútil. No saldrá.
Palidísima, se dejó caer en una silla, y balbució:
–¿Qué quiere usted?
Ganimard había vencido. Tenía en su poder a la Dama Rubia. Dueño de sí, articuló:
–Represento a este amigo, del cual ya le he hablado, y que desea comprar joyas…, sobre todo, brillantes. ¿Se ha procurado usted el que me había prometido?
–No, no… No sé… No recuerdo…
–Pues sí… Recuerde… Una persona de su confianza debía entregarle un brillante teñido… «algo como el brillante azul», dije, riendo, y usted me respondió: «Precisamente tengo algo que le gustará.» ¿Se acuerda?
La mujer callaba. Un pequeño bolso que llevaba en la mano cayó al suelo. Lo recogió rápidamente y lo apretó contra sí. Sus dedos temblaban un poco.
–Vamos -dijo Ganimard-, veo que no tiene confianza en mí, señora de Real. Voy a darle un buen ejemplo, enseñándole lo que poseo.
Sacó de la cartera un papel, que desplegó, y le tendió un mechón de cabellos.
–He aquí, ante todo, algunos cabellos de Antoinette Bréhat, arrancados por el barón y recogidos de la mano del muerto. He visitado a la señorita Gerbois y reconoció, sin lugar a dudas, el color de los cabellos de la Dama Rubia…, el mismo color que los de usted… exactamente el mismo color.
La señora Real lo observaba con aire estúpido y como si de verdad no entendiese el sentido de sus palabras. Ganimard continuó:
–Y, ahora, he aquí dos frascos de esencia, sin etiqueta, es cierto, y vacíos; pero impregnados aún lo suficiente de su olor para que la señorita Gerbois haya podido reconocer, esta misma mañana, el perfume de esa Dama Rubia que fue su compañera de viaje durante dos semanas. Ahora bien: uno de los frascos procede de la habitación que la señora de Real ocupaba en el castillo de Crozon, y el otro de la habitación que ocupaba usted en el hotel Beaurivage.
–¿Qué dice usted?… ¡La Dama Rubia!… ¡El castillo de Crozon!…
Sin responder, el inspector alineó sobre la mesa cuatro hojas de papel.
–Por último, he aquí, en estas cuatro hojas de papel, un modelo de la escritura de Antoinette Bréhat, otro de la dama que escribió al barón Herschmann cuando la subasta del brillante azul, otro de la señora de Real cuando se alojaba en Crozon, y el cuarto…, de usted misma, señora… Se trata de su nombre y dirección, dados por usted al portero del hotel Beaurivage, de Trouville. Compare las cuatro escrituras. Son idénticas.
–¡Está usted loco, señor! ¡Está usted loco! ¿Qué significa todo esto?
–Significa, señora -exclamó Ganimard con gran prosopopeya-, que la Dama Rubia, amiga y cómplice de Arsenio Lupin, no es otra que usted.
Empujó la puerta del salón vecino, se lanzó contra el señor Gerbois, lo agarró por los hombros y lo llevó a presencia dé la señora Real.
–Señor Gerbois, ¿reconoce usted a la persona que raptó a su hija y que vio en casa del abogado Detinan?
–No.
Hubo como una conmoción, cuyo choque recibieron todos. Ganimard se tambaleó.
–He reflexionado bien. La señora es rubia como la Dama Rubia… pálida como ella… pero no se le parece en nada.
–No puede creer… Tal error es inadmisible… Señor de Hautrec, ¿reconoce usted a Antoinette Bréhat?
–Vi a Antoinette Bréhat en casa de mi tío… Esta señora no es ella.
–Y la señora tampoco es la señora de Real -afirmó el conde de Crozon.
Fue el golpe de gracia. Ganimard quedó aturdido y no habló más, con la cabeza baja y la mirada huidiza. De todas sus especulaciones no quedaba nada. El edificio se desmoronaba.
El señor Dudouis se levantó.
–Usted nos perdonará, señora. Existe una lamentable confusión, que le ruego olvide. Pero lo que no comprendo bien es su turbación…, su extraña actitud desde que se encuentra aquí.
–Señor, tenía miedo. Hay más de cien mil francos en joyas dentro de este bolso, y las maneras de su amigo no eran muy tranquilizadoras…
–Pero ¿sus continuas ausencias…?
–¿No lo exige mi oficio?
El señor Dudouis no pudo responder. Se volvió a su subordinado:
–Ha tomado usted sus informes con una ligereza deplorable, Ganimard, y hace un instante se ha conducido con la señora de la forma más lamentable y torpe. Irá usted a mi despacho a darme explicaciones de todo esto.
La entrevista había terminado, y el jefe de la Süreté se disponía a partir cuando ocurrió un hecho verdaderamente desconcertante. La señora Real se acercó al inspector y le dijo:
–Espero que sea usted el señor Ganimard. ¿Me equivoco?
–No.
–En ese caso, esta carta debe de ser para usted. La recibí esta mañana con la dirección que puede usted leer: «Señor Justin Ganimard, al cuidado de la señora Real.» Creí que era una broma, puesto que yo no lo conocía a usted bajo ese nombre; pero, sin duda, este desconocido corresponsal estaba enterado de nuestra cita.
Por intuición especial, Ganimard estuvo a punto de coger la carta y destruirla. Pero no se atrevió delante de su jefe, y desgarró el sobre. La carta contenía estas palabras, que articuló con voz apenas inteligible:
«Érase una vez una Dama Rubia, un Lupin y un Ganimard.
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