¿Y va usted a hacerme creer que no tiene un motivo particular de excitación?
Sonrió.
–¡Vaya! – dijo-. Es usted un buen psicólogo. En efecto, existe otra cosa.
Se llenó un vaso con agua fresca, lo bebió, y me dijo:
–¿Ha leído hoy Le Tempsi
–No.
–Herlock Sholmes ha atravesado el Canal de la Mancha esta tarde y ha llegado alrededor de las seis.
–¡Diablos! ¿Y para qué?
–Un viaje que le ofrecen los Crozon, el sobrino de Hautrec y ese Gerbois. Se han encontrado en la estación del Norte, y de allí han ido todos a reunirse con Ganimard. En este momento están deliberando los seis.
Nunca, a pesar de la enorme curiosidad que me inspira, me permito interrogar a Arsenio Lupin sobre los actos de su vida privada antes de que él me hable de ellos. Existe, por mi parte, una barrera de reserva por encima de la cual no salto nunca. Además, en este momento su nombre aún no había sido mezclado, por lo menos oficialmente, en el asunto del brillante azul. Así que me armé de paciencia.
Continuó:
–Le Temps publica también una entrevista con el bueno de Ganimard, según la cuál cierta Dama Rubia, que dicen amiga mía, asesinó al barón de Hautrec e intentó sustraer a la señora de Crozon su famosa sortija. Y, claro está, me acusa de ser el instigador de esos delitos.
Un ligero temblor me agitó. ¿Era cierto? ¿Debía creer que el hábito del robo, su género de existencia, la lógica misma de los acontecimientos, habían conducido a este hombre hasta el crimen? Le observé. ¡Parecía tan tranquilo! ¡Sus ojos miraban con tanta franqueza…!
Examiné sus manos. Poseían un modelado de delicadeza ilimitada; manos inofensivas, manos de verdadero artista…
–Ganimard es un alucinado -murmuré.
Protestó:
–No, no. Ganimard tiene perspicacia… a veces, hasta inspiración… Sí, sí. Por ejemplo, esa entrevista es un golpe maestro. En primer lugar, anuncia la llegada de su rival inglés para ponerme en guardia y hacerle la tarea más difícil. Luego, precisa el punto exacto en que ha abandonado el caso para que Herlock Sholmes no se beneficie más que de sus propios descubrimientos. Eso es de buen jugador.
–Sea lo que sea, ahora tiene usted a la zaga dos adversarios, ¡y qué adversarios!
–¡Oh! Uno no cuenta.
–¿Y el otro?
–¿Sholmes? ¡Oh, confieso que ése es de talla! Pero precisamente eso es lo que me apasiona y por lo que me ve usted de tan buen humor. Primero, por cuestión de amor propio: se considera que es suficiente el célebre inglés para dar cuenta de mí. Luego, piense en el placer que debe de experimentar un luchador de mi clase ante la idea de un duelo con Herlock Sholmes. Por último, me voy a ver obligado a maniobrar a fondo, porque conozco a ese individuo y sé que no retrocederá ni una pulgada.
–Es fuerte.
–Muy fuerte. Como detective, no creo que haya existido jamás otro parecido. Solamente tengo una ventaja sobre él, y es que él ataca y yo me defiendo. Mi papel es más fácil. Por otra parte…
Sonrió imperceptiblemente, y acabó la frase:
–…yo conozco su forma de batirse, y él no conoce la mía. Y le reservo algunas estocadas secretas que le harán reflexionar.
Tamborileaba con los dedos sobre la mesa y soltaba breves frases con aire arrobado.
–Arsenio Lupin contra Herlock Sholmes… Francia contra Inglaterra… Al fin será vengado Trafalgar… ¡Ah, desgraciado!… No sospecha que estoy preparado…, y un Lupin prevenido…
Se interrumpió súbitamente, sacudido por un golpe de tos. Se ocultó la cara con la servilleta, como el que se ha atragantado.
–¿Una miga de pan, acaso? – pregunté-. Beba un poco de agua…
–No, no hace falta -dijo con voz ahogada.
–Entonces… ¿qué?
–Necesito aire.
–¿Quiere que abran la ventana?
–No, me voy… ¡Rápido, déme mi abrigo y mi sombrero! ¡Me largo!
–Pero ¿qué significa…?
–Esos dos señores que acaban de entrar… Fíjese en el más alto… Pues bien: cuando salgamos, colóquese a mi izquierda de manera que él no pueda verme…
–¿El que está sentado detrás de usted?
–Ése… Por razones personales, prefiero… Ya le explicaré fuera…
–¿Quién es?
–Herlock Sholmes.
Hizo un violento esfuerzo sobre sí mismo, como si se avergonzara de su agitación; dejó la servilleta, bebió un vaso de agua y me dijo sonriendo, completamente dueño de sí:
–Es gracioso, ¿verdad? No me pongo nervioso fácilmente; pero esta visión imprevista…
–¿Qué teme usted, puesto que nadie puede reconocerlo a través de sus transformaciones? Yo mismo, cada vez que lo encuentro, creo estar frente a un individuo diferente.
-Él me reconocerá -dijo Arsenio Lupin-. Él me ha visto una vez, pero comprendí que me veía para toda la vida, y que veía, no mi apariencia siempre modificable, sino el ser que yo soy… Y además…, además…, no lo esperaba aquí… ¡Qué singular encuentro!… En este modesto restaurante…
–Bueno, ¿nos vamos? – le pregunté.
–No… no.
–¿Qué va a hacer?
–Lo mejor será actuar francamente…, dirigirme a él…
–¿No pensará usted…?
–Sí… Por otra parte, tendré la ventaja de interrogarlo, de saber lo que sabe… ¡Ah! Tengo la sensación de que sus ojos se posan en mi nuca, en mis hombros… y que busca…, que recuerda…
Reflexionó. Descubrí una sonrisa de malicia en la comisura de sus labios; luego, obedeciendo, según creo, a una fantasía de su natural impulsivo más que a las necesidades de la situación, se levantó bruscamente, dio media vuelta e inclinándose todo gozoso, dijo:
–¡Qué casualidad! Verdaderamente es una gran suerte… Permítame que le presente a un amigo mío…
Durante unos brevísimos segundos, el inglés pareció desconcertado; luego hizo un movimiento instintivo, como si estuviera dispuesto a arrojarse sobre Arsenio Lupin. Éste movió la cabeza.
–Sería una torpeza…, sin contar con que el gesto no sería elegante…, ¡y que sería completamente inútil!
El inglés se volvía a derecha e izquierda, como si buscara ayuda.
–Eso tampoco -dijo Arsenio Lupin-.
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