Además, ¿está seguro de que tiene autoridad para ponerme la mano encima? Vamos, sea buen jugador.
Ser buen jugador en aquella circunstancia no era tentador. No obstante, es probable que fuese este partido el que le pareciera más aceptable al inglés, porque se levantó a medias, y con frialdad hizo la presentación:
–Señor Wilson, mi amigo y colaborador… Señor Arsenio Lupin.
El estupor de Wilson provocó hilaridad. Sus ojos desorbitados y su boca completamente abierta tachaban con dos trazos su gordinflona cara, con la piel estirada y reluciente como la de una manzana, y alrededor de la cual los cabellos, cortados a cepillo, y una corta barba estaban plantados como briznas de hierbas, duras y vigorosas.
–Wilson, no sabe usted disimular su asombro ante los acontecimientos más naturales del mundo -se burló Herlock Sholmes con un deje de ironía en la voz.
Wilson balbució:
–¿Por qué no lo detiene?
–Usted no se ha dado cuenta, Wilson, de que este caballero está colocado entre la puerta y yo, y a dos pasos de la salida. Yo no tendría tiempo de mover el dedo meñique, y ya estaría fuera.
–Por eso no se preocupe -dijo Lupin.
Dio la vuelta a la mesa y se sentó de forma que el inglés quedaba entre la puerta y él. Era ponerse a merced del detective.
Wilson miró a Sholmes para saber si tenía derecho a admirar aquel gesto de audacia. El inglés permaneció impenetrable. Pero, al cabo de un instante, llamó:
–¡Camarero!
El camarero acudió corriendo. Sholmes pidió:
–Dos sodas, cerveza y whisky.
La paz estaba firmada… hasta nueva orden. Pronto los cuatro, sentados a la misma mesa, conversábamos tranquilamente.
Herlock Sholmes era un hombre… de lo más vulgar. De unos cincuenta años de edad, parecía un honrado burgués que hubiera pasado toda su vida ante un escritorio llevando los libros de contabilidad. Nada le diferenciaba de un honorable ciudadano de Londres, ni sus patillas rojizas, ni su barbilla afeitada, ni su aspecto un poco tosco…, nada, salvo aquellos ojos terriblemente agudos, vivos y penetrantes.
Y, sobre todo, era Herlock Sholmes; es decir, una especie de fenómeno de intuición, de observación, de clarividencia y de ingeniosidad. Creeríase que la naturaleza se entretuvo en tomar los dos tipos de detectives más extraordinarios producidos por la imaginación, el Dupin, de Edgar A. Poe, y el Lecoq, de Gaboriau, para construir uno a su manera, más extraordinario e irreal aún. Y uno se pregunta verdaderamente cuando se oye el relato de los hechos que lo han hecho famoso en el mundo entero; se pregunta si este Herlock Sholmes no es un personaje legendario, un héroe surgido vivo del cerebro de un gran novelista, de un Conan Doyle, por ejemplo.
Como Arsenio Lupin le preguntara sobre la duración de su estancia, llevó inmediatamente la conversación al terreno verdadero.
–Mi estancia aquí depende de usted, señor Lupin.
–¡Oh! – exclamó el otro, riendo-. Si dependiera de mí, le rogaría que tomase el barco esta misma tarde.
–Esta tarde es un poco precipitado, sin embargo espero que dentro de ocho o diez días…
–¿Tiene, entonces, tanta prisa?
–Tengo muchas cosas pendientes: el robo del Banco Anglo-chino, el rapto de lady Eccleston… Veamos, señor Lupin, ¿cree usted que bastará con una semana?
–De sobra, si se refiere usted al doble caso del brillante azul. Además, es el lapso de tiempo que me hace falta para tomar mis precauciones, en el caso de que la solución de este doble asunto le diera sobre mí algunas ventajas peligrosas para mi seguridad.
–Es que yo cuento con conseguir esas ventajas en el espacio de ocho o diez días -dijo el inglés.
–¿Y mandar detenerme el día once, quizá?
–El décimo, límite final.
Lupin reflexionó, y, moviendo la cabeza, dijo:
–Difícil…, difícil…
–Difícil, sí; pero posible, luego seguro.
–Absolutamente seguro -remachó Wilson, como si él mismo hubiese distinguido claramente la larga serie de operaciones que conducirían a su colaborador al resultado anunciado.
Herlock Sholmes sonrió:
–Wilson, que me conoce, está ahí para atestiguarlo. – Y continuó-: Evidentemente, no tengo todos los triunfos en mi mano, puesto que se trata de asuntos que vienen de varios meses atrás. Me faltan los elementos, los indicios sobre los cuales tengo la costumbre de apoyar mis investigaciones.
–Como las manchas de fango y las cenizas de los cigarrillos -dijo Wilson con voz grave.
–Pero, aparte de las notables conclusiones del señor Ganimard, tengo a mi disposición todos los artículos escritos sobre ese tema, todas las observaciones recogidas y, como consecuencia de todo eso, algunas ideas personales sobre el caso.
–Algunos puntos de vista que nos han sido sugeridos bien por análisis, bien por hipótesis -añadió Wilson sentenciosamente.
–¿Sería indiscreto -preguntó Arsenio Lupin, con ese tono deferente que empleaba para hablar a Sholmes- preguntarle la opinión general que se ha formado usted del caso?
En verdad, era la cosa más apasionante ver a aquellos dos hombres, uno frente al otro, con los codos sobre la mesa, discutiendo seria y pausadamente, como si fueran a resolver un arduo problema o a ponerse de acuerdo sobre un punto en controversia. Y era también de una ironía superior, de la cual gozaban profundamente como diletantes y artistas. Wilson se pasmaba de gusto.
Herlock cargó lentamente la pipa, la encendió y se expresó de esta forma:
–Estimo que este caso es infinitamente menos complicado de lo que aparenta a primera vista.
–Mucho menos, en efecto -repitió Wilson, eco fiel.
–Digo «el caso» porque, para mí, no hay más que uno. La muerte del barón de Hautrec, la historia de la sortija y, no lo olvidemos, el misterio del número 514, serie 23, no son más que las diferentes facetas de lo que podríamos llamar el enigma de la Dama Rubia. Ahora bien: según mi opinión, se trata simplemente de descubrir el lazo que reúne estos tres episodios de la misma historia, el hecho que prueba la unidad de los tres métodos. Ganimard, cuyo juicio es un poco superficial, ve esta unidad en la facultad de desaparecer, en el poder de ir y venir, permaneciendo invisible. Esta intervención del milagro no me satisface.
–¿Entonces?
–Según mi opinión -enunció claramente Sholmes-, la característica de estas tres aventuras es su designio manifiesto, evidente, aunque inadvertido hasta ahora, de llevar el caso al terreno elegido de antemano por usted. Existe en eso, por parte de usted, más que un plan, una necesidad, una condición sine qua non de éxito.
–¿Podría entrar en algunos detalles?
–Fácilmente. Vea usted, desde el principio de su conflicto con el señor Gerbois, ¿no es evidente que el apartamento del abogado Detinan es el lugar elegido por usted, el lugar inevitable donde es preciso que se reúnan? No hay otro que le parezca a usted más seguro, hasta tal punto que usted da en él cita públicamente, podríamos decir, a la Dama Rubia y a la señorita Gerbois.
–La hija del profesor -precisó Wilson.
–Ahora hablemos del brillante azul. ¿Había intentado usted apropiarse de él alguna vez desde que el barón lo poseía? No. Pero el barón se instala en el chalé de su hermano; seis meses después, intervención de Antoinette Bréhat y primera tentativa. El brillante escapa de sus manos y la subasta se organiza a bombo y platillo en el chalé Drouot. ¿Será libre la subasta? ¿Adquirirá la joya el más rico postor? Claro que no.
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