En el momento en que el banquero Herschmann va a llevársela, una dama le manda una carta de amenaza, y es la condesa de Crozon, preparada, influida por esa misma dama, la que compra el brillante. ¿Va a desaparecer enseguida? No, porque le faltan a usted los medios. Por tanto, hay un entreacto. Pero la condesa se instala en su castillo. Es lo que usted espera. Y la sortija desaparece.

–Para reaparecer en la pasta dentífrica del cónsul Bleichen, extraña anomalía -objetó Lupin.

–Vamos, vamos -exclamó Herlock Sholmes, golpeando la mesa con el puño-. A mí no tiene que contarme tales pamplinas. Que los imbéciles caigan en ella, pase; pero no yo, que soy un viejo zorro.

–¿Qué quiere usted decir?

–¿Qué quiero decir? – Sholmes hizo una pausa, como si quisiera preparar su efecto. Al fin, formuló-: El brillante azul que se descubrió en la pasta dentífrica es un brillante falso. El verdadero lo tiene usted en su poder.

Arsenio Lupin permaneció un momento silencioso; luego, sencillamente, con los ojos fijos en el inglés, dijo:

–Es usted un hombre temible, señor.

–Un hombre temible, ¿no es verdad? – subrayó Wilson, lleno de admiración.

–Sí -afirmó Lupin-. Todo se aclara, todo toma su verdadero sentido. Ni uno solo de los jueces de instrucción, ni uno solo de los periodistas que han metido las narices en el caso, han estado tan cerca de la dirección de la verdad. Es un milagro de intuición y lógica.

–¡Bah! – exclamó el inglés, halagado por el homenaje de tal personaje-. Basta con reflexionar.

–Basta con saber reflexionar, ¡y lo saben tan pocos! Pero ahora que es más angosto el campo de las suposiciones y que el terreno está desbrozado…

–Pues bien: ahora sólo me queda por descubrir por qué las tres aventuras han tenido su desenlace en el número 25 de la calle Clapeyron, en el 134 de la avenida Henri-Martin y entre los muros del castillo de Crozon. Todo el asunto está ahí. Lo demás sólo son burlas y charadas para niños. ¿No es ésa su opinión?

–Así es.

–En ese caso, señor Lupin, ¿hago mal en repetir que dentro de diez días mi tarea estará terminada?

–No. Dentro de diez días conocerá usted la verdad.

–Y usted será detenido.

–No.

–¿No?

–Para que yo sea detenido es preciso un concurso de circunstancias tan inverosímiles, una serie de suertes adversas tan pasmosas, que no admito esa eventualidad.

–Lo que no pueden las circunstancias ni las suertes adversas, lo podrán la voluntad y la obstinación de un hombre, señor Lupin.

–Si la voluntad y la obstinación de otro hombre no oponen a ese designio un obstáculo invencible, señor Sholmes.

–No hay obstáculo invencible, señor Lupin.

La mirada que cruzaron fue profunda; sin provocación de una parte ni de otra, sino tranquila y animosa. Era el batir de dos espadachines que empuñan el acero. Sonaba claro y franco.

–¡Estupendo! – exclamó Lupin-. ¡Ya es algo! Un adversario. Aunque sea un bicho raro. Pero ¡es Herlock Sholmes! Van a divertirse.

–¿No tiene usted miedo? – preguntó Wilson.

–Casi, señor Wilson, y la prueba -dijo Lupin, levantándose de su asiento- es que voy a apresurarme a preparar mi retirada…, sin lo cual estoy en peligro de caer en la trampa. Así pues, quedamos dentro de diez días, ¿no, señor Sholmes?

–Diez días. Estamos a domingo. Ocho después del miércoles, y todo habrá terminado.

–¿Y estaré tras los barrotes?

–Sin el menor género de duda.

–¡Caray! Yo, que me solazaba con mi vida tranquila… Ninguna preocupación, unos pequeños negocios, la Policía al diablo y la reconfortante sensación de la universal simpatía que me rodea… ¡Y va a ser preciso cambiarlo todo! En fin, es el reverso de la medalla… Después de la calma, la tempestad… Ahora ya no que reírse. ¡Adiós!

–Dése prisa -exclamó Wilson, lleno de solicitud por un individuo al que Herlock Sholmes de una visible consideración-. No pierda ni un momento.

–Ni un minuto, señor Wilson; solamente el tiempo de decirle lo feliz que me siento de haberlo conocido, y cuánto envidio al maestro por tener un colaborador tan valioso como usted.

Se saludaron cortésmente, como hacen en el terreno del honor dos adversarios a los que no separa odio alguno, pero que el destino obliga a batirse sin merced. Y Lupin, cogiéndome del brazo, me arrastró afuera.

–¿Qué dice usted a esto, querido? He aquí una comida cuyos incidentes harán buen efecto en las memorias que usted prepara sobre mí.

Cerró la puerta del restaurante y, deteniéndose a unos pasos, preguntó:

–¿Fuma usted?

–No, ni usted tampoco", me parece.

–Yo tampoco.

Encendió un cigarrillo con un fósforo de Bengala que agitó varias veces para apagarlo. Pero, tan pronto como tiró el cigarro, atravesó corriendo la calzada y se unió a dos hombres que acababan de surgir de la sombra, como llamados por una señal.