Un largo pasillo, que conducía a la cocina, se ofreció a sus ojos. Ganimard lo atravesó corriendo y comprobó que la puerta de la escalera de servicio estaba cerrada con doble vuelta de llave.

Desde la ventana llamó a uno de los policías:

–¿Nadie?

–Nadie.

–¡Entonces está en el piso!… -gritó-. ¡Están escondidos en alguna de las habitaciones!… Es materialmente imposible que hayan escapado… ¡Ah, mi querido Lupin, tú te has burlado de mí, pero esta vez es mi revancha!

A las siete de la tarde el señor Dudouis, jefe de la Süreté, extrañado de no recibir noticias, se presentó en la calle Clapeyron. Interrogó a los policías que vigilaban el inmueble y luego subió al piso del señor Detinan, el cual lo condujo a su dormitorio. Allí vio un individuo o, mejor dicho, dos piernas que se agitaban, mientras que el cuerpo al que pertenecían se hallaba empotrado en las profundidades de la chimenea.

–¡Eh!… ¡Eh!… -gritaba una voz ahogada.

Y otra voz más lejana, procedente de lo más alto, respondía:

–¡Eh!… ¡Eh!…

El señor Dudouis exclamó, riendo:

–¡Vaya, Ganimard! ¿Está usted aprendiendo el oficio de deshollinador?

El inspector se exhumó de las entrañas de la chimenea. Con el rostro ennegrecido, el traje cubierto de hollín, los ojos brillantes de fiebre, estaba irreconocible.

–Le estoy buscando -gruñó.

–¿A quién?

–A Arsenio Lupin… A Arsenio Lupin y a su amiga.

–¡Ah! Pero ¿cree usted que se esconden en el tubo de la chimenea?

Ganimard se levantó del suelo, aplicó sobre la manga de su superior cinco dedos color carbón y sordamente, rabiosamente, contestó:

–¿En dónde quiere usted que estén, jefe? Tienen que estar en alguna parte. Son seres como usted y como yo, de carne y hueso. Y no se volatilizan.

–No, pero se van de todas formas.

–¿Por dónde?… ¿Por dónde? ¡La casa está rodeada! Hay policías en el tejado.

–¿Y la casa de al lado?

–No hay comunicación con ella.

–¿Y los apartamentos de los otros pisos?

–Conozco a todos los inquilinos. No han visto a nadie. No han oído a nadie.

–¿Está usted seguro de conocerlos a todos?

–A todos. El portero responde de ellos. Además, para más precaución, he apostado un hombre en cada uno de los apartamentos.

–No obstante, todavía hay que echarles el guante.

–Es lo que yo digo, jefe, es lo que yo digo. Hay que echarles el guante y se lo echaré, porque los dos están aquí… y no pueden escaparse. Tranquilícese, jefe: si no es esta tarde, será mañana… ¡Me acostaré aquí! ¡Me acostaré aquí!

Y se acostó allí aquella noche, y a la noche siguiente también, y a la otra… Y cuando transcurrieron tres días y tres noches completas, no solamente no había descubierto al escurridizo Lupin ni a su no menos escurridiza compañera, sino que no había encontrado el más pequeño indicio que le permitiese establecer la más ligera hipótesis.

Por esta razón, su primera suposición no había variado:

–¡Desde el momento en que no existe ningún rastro de su fuga es que están aquí!

Tal vez, en el fondo de su conciencia, estuviese menos convencido. Pero no quería confesárselo. No, mil veces no. Un hombre y una mujer no se desvanecen como los genios malos de los cuentos infantiles. Y, sin desanimarse, continuaba sus registros y sus investigaciones, como si esperase descubrirlos, camuflados, en algún escondrijo impenetrable, incorporados a los ladrillos de la casa.

2

EL BRILLANTE AZUL

La noche del 27 de marzo, en el pequeño chalé de la avenida Henri-Martin, número 24, que su hermano le había legado seis meses antes, el anciano general barón de Hautrec, embajador en Berlín durante el Segundo Imperio, dormía en un cómodo sillón, mientras su dama de compañía le leía y sor Auguste le calentaba la cama y preparaba la mariposa de aceite.

–Señorita Antoinette, mi tarea ha terminado. Me voy.

–Muy bien, sor Auguste.

–Sobre todo, no olvide que la cocinera ha salido y que está usted sola en la casa con el criado.

–No tema por el señor barón. Duermo en la habitación de al lado, como ya sabe, y dejo la puerta abierta.

La religiosa se marchó. Al cabo de unos instantes fue Charles, el criado, quien vino a recibir órdenes. El barón se había despertado. Él mismo respondió:

–Las mismas órdenes de siempre, Charles: compruebe si el timbre eléctrico funciona bien en su habitación y, a la primera llamada, baje y corra a casa del médico.

–Mi general se preocupa demasiado.

–No estoy bien…, no estoy bien. Vamos, señorita Antoinette, ¿en dónde habíamos interrumpido la lectura?

–¿El señor barón no va, entonces, a acostarse?

–No, no. Me acuesto tarde. Y, además, no necesito a nadie.

Veinte minutos después, el anciano dormía de nuevo y Antoinette se alejaba de puntillas.

En aquel momento, Charles cerraba cuidadosamente, como de costumbre, todos los postigos del piso bajo.

En la cocina echó el cerrojo de la puerta que daba al jardín, y en el vestíbulo, además, puso en la puerta la cadena de seguridad. Luego subió a su buhardilla, en el tercer piso, se acostó y se durmió.

Tal vez había transcurrido una hora cuando, de repente, se arrojó del lecho de un salto: el timbre repiqueteaba. Sonó largo rato, siete u ocho segundos quizá, y de forma grave, ininterrumpida.

«¡Bueno! – se dijo Charles, recobrando el ánimo-. Una nueva extravagancia del barón.»

Se puso el traje, bajó rápidamente la escalera, se detuvo ante la puerta y, por costumbre, llamó. Ninguna respuesta.