Por el momento Nietzsche no la encuentra. Y han de pasar muchos meses, dieciocho exactamente («número que podría sugerir, al menos entre budistas, la idea de que, en el fondo, yo soy un elefante hembra»), desde la génesis afectiva en Recoaro, pasando por esta génesis conceptual en Sils-Maria, hasta que, en enero de 1883, tenga Nietzsche en Rapallo la visión del tipo de Zaratustra, esto es, lo que hemos llamado génesis figurativa de la obra. Entonces estarán listos los tres elementos, y la primera parte brotará eruptivamente «en diez días».
El tiempo que transcurre entre la revelación de Sils-Maria y la aparición de Rapallo está lleno de elementos convulsivos en la vida de Nietzsche. Acabada la temporada estival en Sils-Maria Nietzsche vuelve a Génova donde pasa todo el invierno; en abril de 1882 embarca para Mesina, y poco más tarde va a Roma, donde conoce a Lou von Salomé, la mujer cuya mano solicitará por dos veces inútilmente, pues ambas es rechazado. Con ella parte luego hacia el norte; Nietzsche pasa el mes de junio en Naumburgo, junto a su familia, y trabaja en La gaya ciencia. El mes de julio reside en Tautenburgo, esperando la llegada de Lou von Salomé, que le ha prometido vivir una temporada a su lado. La gaya ciencia está terminada y es enviada a la imprenta; en una de sus últimas páginas aparece ya la figura de Zaratustra, en un párrafo que luego pasará íntegramente a Así habló Zaratustra. A primeros de agosto Lou von Salomé llega a Tautenburgo. No es éste el momento de relatar aquella extraña aventura, que lleva a Nietzsche al borde de la tragicomedia.
Bastantes años más tarde Lou von Salomé publicará un libro titulado F. Nietzsche en sus obras (Viena, 1894). Hay en él una página que nos interesa transcribir, pues permite contemplar la figura exterior de Nietzsche, vista en aquel verano de 1882 por los ojos de tan extraordinaria mujer. Nietzsche está grávido de un pensamiento que casi le estrangula. Y aquel hombre, pocos meses antes de redactar la primera parte de su obra cumbre, ofrece este aspecto: «Al contemplador fugaz no se le ofrecía ningún detalle llamativo. Aquel varón de estatura media, vestido de manera muy sencilla, pero también muy cuidadosa, con sus rasgos sosegados y el castaño cabello peinado hacia atrás con sencillez, fácilmente podía pasar inadvertido. Las finas y extraordinariamente expresivas líneas de la boca quedaban recubiertas casi del todo por un gran bigote caído hacia delante; tenía una risa suave, un modo quedo de hablar y una cautelosa y pensativa forma de caminar, inclinando un poco los hombros hacia delante; era difícil imaginarse a aquella figura en medio de una multitud -tenía el sello del apartamiento, de la soledad. Incomparablemente bellas y noblemente formadas, de modo que atraían hacia sí la vista sin querer, eran en Nietzsche las manos, de las que él mismo creía que delataban su espíritu. - Similar importancia concedía a sus oídos, muy pequeños y modelados con finura, de los que decía que eran los verdaderos "oídos para cosas no oídas". - Un lenguaje auténticamente delator hablaban también sus ojos. Siendo medio ciegos, no tenían, sin embargo, nada de ese estar acechando, de ese parpadeo, de esa no querida impertinencia que aparecen en muchos miopes; antes bien, parecían ser guardianes y conservadores de tesoros propios, de mudos secretos, que por ninguna mirada no invitada debían ser rozados. La deficiente visión daba a sus rasgos un tipo muy especial de encanto, debido a que, en lugar de reflejar impresiones cambiantes, externas, reproducían sólo aquello que cruzaba por su interior. Cuando se mostraba como era, en el hechizo de una conversación entre dos que le excitase, entonces podía aparecer y desaparecer en sus ojos una conmovedora luminosidad: - mas cuando su estado de ánimo era sombrío, entonces la soledad hablaba en ellos de manera tétrica, casi amenazadora, como si viniera de profundidades inquietantes...»
Acabado aquel «idilio», que tanto dolor va a causar en lo sucesivo a Nietzsche, éste parte para Leipzig y, pasando por Basi- lea, llega otra vez a Génova, a mediados de noviembre. El día 23 del mismo mes se traslada a Rapallo. «El invierno siguiente lo viví en aquella graciosa y tranquila bahía de Rapallo, no lejos de Génova, enclavada entre Chiavariy el promontorio de Portofino. Mi salud no era óptima; el invierno, frío y sobremanera lluvioso; un pequeño albergo [fonda], situado directamente junto al mar, de modo que por la noche el oleaje imposibilitaba el sueño, ofrecía, casi en todo, lo contrario de lo deseable. A pesar de ello, y casi para demostrar mi tesis de que todo lo decisivo surge "a pesar de", mi Zaratustra nació en este invierno y en estas desfavorables circunstancias. - Por la mañana yo subía en dirección sur, hasta la cumbre, por la magnífica carretera que va hacia Zoagli, pasando junto a los pinos y dominando ampliamente con la vista el mar; por la tarde, siempre que la salud me lo permitía, rodeaba la bahía entera de Santa Margherita, hasta llegar detrás de Portofino. Este lugar y este paisaje se han vuelto más próximos aún a mi corazón por el gran amor que el inolvidable emperador alemán Federico III sentía por ellos; yo me hallaba de nuevo, casualmente, en esta costa en el otoño de 1886, cuando él visitó por última vez este pequeño olvidado mundo de felicidad. - En estos dos caminos se me ocurrió todo el primer Zaratustra, sobre todo Zaratustra mismo en cuanto tipo: más exactamente, éste me asaltó...» (Ecce homo, pp. 94-95).
Aquí en Rapallo, posiblemente a finales de enero de 1883, tiene lugar la que hemos llamado la «génesis figurativa» de este libro. Como dice Nietzsche: «Sobre todo Zaratustra mismo en cuanto tipo... me asaltó...».
1 comment