He visto rastros de manos hacendosas y de pies ligeros por la casa y el jardín.
–Yo pasé el rastrillo a los canteros -dijo Ben mirando con orgullo los perfectos óvalos y círculos de tierra.
–Yo barrí todos los senderos -agregó Bab al mismo tiempo que observaba con disgusto algunas hojas de trébol que del manojo de alfalfa habían caído sobre el sendero.
–Yo limpié el "porch"-. Y el delantal de Betty se infló y desinfló a consecuencia del profundo suspiro que emitió la niña al echar una mirada a lo que había sido la residencia veraniega de su pobre familia exilada.
La señorita Celia comprendió el sentido de ese melancólico suspiro, y se apresuró a trocarlo en una alegre sonrisa preguntando rápidamente:
–¿Qué se ha hecho de vuestros juguetes? No los veo por ninguna parte…
–Mamá dijo que a usted le desagradaría ver nuestras cosas dando vueltas por aquí, por eso las guardamos en casa -contestó Betty con expresión apenada.
–Pues a mí me gusta ver juguetes desparramados por el jardín. Siempre he querido a las muñecas y echo de menos no verlas en el "porch" o caídas en el sendero. ¿Por qué no vienen a tomar el té conmigo esta tarde y traen, algunas? Me apenaría mucho privarlas del sitio donde acostumbraban venir a jugar.
–¡Nosotras vendremos, 'sin duda alguna!… Y traeremos nuestros más hermosos juguetes.
–Mamá nos deja llevar el juego de té y el perro de porcelana cuando vamos a jugar con alguien -dijeron Bab y Betty casi al mismo tiempo.
–Traigan todo lo que quieran; yo buscaré mis antiguos juguetes. Ben vendrá también y a su perro lo invitamos especialmente -agregó la señorita Celia al ver a Sancho que se acercaba a ella suplicante, como si sospechara que estaban tratando un agradable proyecto.
–Gracias, señorita. Yo les dije a las niñas que a usted le gustaría que la visitásemos de vez en cuando. Ellas adoran este lugar y yo también -dijo Ben, pensando que pocos sitios ofrecían la ventaja de reunir árboles por los que se pudiera trepar, un portón con arcada, un largo muro y muchas otras maravillas, especiales para un muchacho que, desde los siete años, ha desempeñado el papel de Cupido volador.
–Y yo -agregó con calor la señorita Celia-. Hace diez años, cuando era apenas una niña, llegué aquí; bajo esos mismos árboles tejí guirnaldas de lilas, junté pajitas para los pajaritos y por estos senderos paseé al pequeño Thorny en su cochecito. Entonces abuelito vivía aquí y en su compañía pasamos días muy felices. Pero todos han partido ya y sólo nosotros dos hemos quedado.
–Tampoco nosotras tenemos papá -murmuró Bab, quien creyó ver algo en el rostro de la señorita Celia que la impresionó como si, de pronto, tina nube hubiera oscurecido el sol.
–En cambio yo, si lo encontrara, podría presentarles a mi padre, que es extraordinario -comentó Ben mirando ansiosamente en dirección al sendero como si esperase hallar a alguien aguardándole del otro lado del portón cerrado.
–Tú eres un muchacho afortunado y ustedes un par de niñas felices que tienen una mamá muy buena; yo misma lo he comprobado.
Y el sol volvió a brillar cuando la joven agitó la cabeza ale. gremente y miró a las sonrientes niñas, de pie delante de ella.
–Ya que usted no tiene mamá puede compartirla con nos. otras -musitó Betty con una mirada tan compasiva que sus ojos azules parecieron convertirse en dos suaves y húmedas violetas.
–¡Con mucho gusto!… Y ustedes serán mis hermanitas menores. Como no he tenido ninguna me causará una gran alegría que ustedes sean mis hermanas.
Y la señorita Celia tomó entre las suyas las dos manecitas regordetas, dispuesta a amar a todos, aquella primera y hermosa mañana que pasaba en su nuevo hogar, donde esperaba ser muy dichosa.
Bab sacudió la cabecita con satisfacción y contempló los anillos que brillaban en la bella mano que sostenía la suya. Betty, en cambio, echó los brazos al cuello de su nueva amiga y la besó con tanta suavidad, que el corazón ansioso de ternura de la señorita Celia experimentó un delicioso calor. Pues eso era lo que aquél anhelaba, ya que Thorny no había aprendido aún a retribuir ni la mitad de la ternura que se le prodigaba. Sostuvo a la pequeña junto a sí, y mientras jugaba con sus trenzas rubias, les habló de una, niñas alemanas que ella viera, las cuales usaban graciosas cofias de seda negra, polleritas cortas, zapatones de madera y cuidaban gansos o llevaban cerdos al mercado, tejiendo o hilando por el camino.
De pronto, "Randa" -así llamaba ella a su robusta criada- apareció para decirle que el señorito Thorny no quería esperar ni un minuto más. Entonces la señorita entró a desayunar con muy buen apetito mientras los niños corrían en busca de la señora Moss, a quien aturdieron contándole todos al mismo tiempo, como locos, lo sucedido.
–Quiere el faetón a las cuatro…
–Estaba muy linda, con su vestido blanco…
–Esta tarde iremos a tomar el té con ella; llevaremos a Sancho. pues él y todas las muñecas han sido invitados.
–¿Podemos ponernos nuestros vestidos de los domingos?
–Lita tendrá nuevos y hermosos arneses…
–Y a ella le gustan las muñecas…
–¡Cómo nos divertiremos!…
Con gran dificultad la señora logró formarse una idea aproximada del asunto y no sin trabajo consiguió que los niños se sentaran a tomar el desayuno, pues la perspectiva de la reunión se había trastornado completamente.
Bab y Betty pensaban que el día no acabaría nunca y pasaron las horas imaginando y magnificando de antemano los futuros placeres, hasta un punto tal, que sus compañeras quedaron tristes al no poder ir ellas también. A mediodía la madre tuvo que contenerlas para que no corrieran a la casa grande. Entonces las pequeñas, para consolarse, fueron hasta el bosquecillo de lilas desde ronde pudieron aspirar los ricos olores que llegaban de la cocina donde Katy, sin duda, estaría preparando deliciosos bocados para la hora del té.
Ben trabajó frenéticamente hasta las cuatro de la tarde, luego e acercó a Pat quien cepilló a Lita hasta dejarle el cuero lustroso.
En seguida el muchacho se hizo cargo del animal y con todo cuidado lo condujo hasta la cochera donde tuvo la satisfacción de colocarle los arneses "él solo".
–¿Doy la vuelta y la espero junto al portón, señorita? – preguntó Ben una vez que todo estuvo preparado mirando en dirección al "porch" desde donde la joven dama lo contemplaba mientras se colocaba los guantes.
–No, Ben. El gran portón no se abrirá hasta octubre. Yo entraré y saldré por la puerta pequeña y dejaremos que sólo el césped y las flores recorran la avenida principal -contestó la señorita Celia al mismo tiempo que, muy sonriente, subía al coche y tomaba las riendas.
Pero no partió, ni aún después que Ben sacudió el nuevo rebenque que luego dejó delicadamente sobre las rodillas de la dama.
–¿No está todo en orden? – preguntó el niño ansiosamente.
–No todo. Falta algo. ¿No te das cuenta?
La señorita Celia observó el rostro preocupado del muchacho, cuyos ojos iban desde la punta de las orejas de Lita hasta las ruedas traseras del faetón tratando de descubrir lo que faltaba.
–No, señorita, yo no… -comenzó mortificado ante la idea de haber olvidado algo.
–¿No te parece que un pequeño palafrenero sentado en el asiento de atrás completaría el buen aspecto del carruaje? – dijo ella con una expresión tal que no cabía duda de que "él" iba a ser el dichoso muchacho que ocuparía el asiento posterior.
Ben, enrojecido de placer, pero contemplando sus pies descalzos y su blusa azul, vaciló y tartamudeó:
–No estoy presentable, señorita… No tengo otro traje.
La señorita Celia sonrió más bondadosamente que antes y con un tono que Ben comprendió mejor que las mismas palabras, contestó.
–Cierto gran hombre dijo que toda su armadura eran las mangas de su camisa y un excelso poeta dedicó sus versos a un niño descalzo. ¿He de ser yo tan orgullosa como para que me moleste lleva a un muchacho sin zapatos en mi coche? ¡Arriba, Ben, pequeño palafrenero!… Vamos, de lo contrario llegaremos luego tarde a nuestra fiesta.
De un salto el nuevo palafrenero se encaramó en su sitio donde se sentó muy derecho, las piernas rígidas, los brazos cruzados y la cabeza alta, como él había visto que lo hacían los verdaderos palafreneros cuando acompañaban a sus amos en los coches. La señora Moss los saludó cuando pasaron por la puerta, y Ben se tocó el roto sombrero con toda seriedad sin poder evitar, sin embargo, una sonrisa de placer, la que se transformó en franca risa de alegría en cuanto Lita arrancó con un trote vivo por la suave carretera, rumbo a la ciudad.
Con tan poco se puede hacer feliz a un niño, que es una pena que los mayores no lo recuerden más a menudo y distribuyan un poco de placer entre la gente menuda como quien reparte migas de pan entre los gorriones. La señorita Celia sabía que Ben estaba contento, aun cuando éste no encontrara palabras para expresar su agradecimiento por la gran alegría que ella le había proporcionado. Sólo atinaba a saludar con una inclinación de cabeza a cuantos cruzaban por el camino, a sonreír cuando la punta del largo velo gris de la señorita Celia le rozaba la cara, mientras de lo más profundo de su corazón brotaba el deseo de abrazar a su nueva amiga como lo hiciera tantas veces cuando su querida Melia conmovía su ternura.
Cuando pasaron frente al colegio, los alumnos estaban en clase, y la clara de asombro que pusieron niños y niñas cuando vieron a Ben tan tieso en el coche, fue todo un espectáculo. Lo mismo que la soberbia indiferencia con que aquél contempló a la humilde grey que marchaba a pie. Sin embargo, no pudo tejar de saludar amablemente a Bab y Betty porque éstas se hallaban bajo el gran arce y, al recordar la librería circulante, la gratitud le hizo olvidarse de su dignidad.
–La próxima vez las llevaremos también a ellas -prometió la señorita Celia cuando comenzaron á ascender la loma-, pero hoy deseo hablar contigo.
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