Pero cree que nadie te ha amado con un amor tan de esclava, tan desinteresado, como aquella niña que yo era y que siempre he seguido siendo para ti, pues nada en el mundo se parece al amor, inadvertido para todos, de una chiquilla oscura; amor sin esperanza, y tan servil, tan modesto, tan vigilante y apasionado como jamás puede llegar a ser el de una mujer ya hecha que, aunque sin quererlo, está llena de deseos y exigencias. Únicamente los niños solitarios pueden ir acumulando todos sus amores; los demás van gastando sus sentimientos en charlas mundanas; los van perdiendo en confidencias mutuas, pues han oído y leído mucho acerca del amor como un juguete, y de él se jactan como los chicos de su primer cigarrillo. Pero yo no tenía a nadie a quien confiarme, nadie podía instruirme o guiarme: era una inexperta sin cuidado, y por lo mismo iba precipitada hacia mi destino. Todo cuanto en mi interior iba brotando aspiraba sólo a ti, como hacia el ser más íntimo. Mi padre había muerto hacía muchos años, mi madre me parecía una extraña, siempre en sus eternos recuerdos de viuda pensionista; odiaba el trato con las amigas del colegio, que tomaban a broma lo que para mí era una pasión. Por lo mismo, todos mis sentimientos concentrados, no compartidos con nadie, eran para ti. Tú significabas para mí —¡Cómo podré explicarme, si cualquier comparación resulta pobre!—, tú eras para mí mi única vida. Nada en mi existencia cobraba sentido sino refiriéndome a ti. Cambiaste toda mi existencia. Distraída y mediocre colegiala hasta entonces, pasé a ser la primera; por la noche leía y leía libros, pues sabía que a ti te gustaban, y un día, con asombro de mi madre, comencé mis ejercicios de piano, pensando que quizá te agradara la música. Yo misma hacía mis vestidos para presentarme con agradable aspecto, y un delantal de colegio (un antiguo vestido de mi madre), que tenía en el lado izquierdo un remiendo cuadrado, me resultaba odioso. Temía que lo vieses, y lo ocultaba bajo la bolsa de los libros, al subir la escalera. ¡Qué tontas precauciones, pues casi nunca me veías!

"A pesar de todo, yo no hacía otra cosa que esperarte y vigilarte. Había en nuestra puerta una ventana redonda por la cual yo veía la tuya. Aquella ventana no sonrías, querido, que aún hoy mismo no siento vergüenza de aquellas horas, era el ojo del mundo para mí; en aquella antesala fría, con miedo de que mi madre lo sospechase, permanecía sentada, con un libro en las manos, tardes enteras, durante meses y años. Me hallaba siempre cerca de ti, esperándote o siguiéndote; pero tú no podías darte cuenta, no podías prestarme más atención que a la cuerda de tu reloj, que en la oscuridad de tu bolsillo va contando pacientemente las horas; que te acompaña a todas partes con sus imperceptibles latidos, semejantes a los del corazón y al que sólo muy de cuando en cuando lanzas una hojeada entre millones de segundos. Sabía cuanto a ti se refería; conocía todas tus costumbres, cada una de tus corbatas, cada uno de tus trajes; distinguía a cada uno de tus muchos conocidos y los iba clasificando en dos grupos: los que me eran simpáticos y los que no me agradaban. Desde mis trece hasta mis dieciséis años todas las horas de mi vida han sido para ti. ¡Ah, que tonterías hacía! Besaba el pestillo que tu mano había tocado, levantaba la colilla de un cigarro tuyo como cosa sagrada, porque había estado en tus labios. Cien veces cada tarde corría con un pretexto cualquiera a la calle, para ver en qué lugar de tu habitación había luz y sentir mejor tu presencia invisible. Durante las semanas en que andabas viajando se me paraba el corazón cada vez que veía al buen Juan con tu bolso de viaje amarillo; durante aquellas semanas, mi vida no tenía sentido y era como si estuviese muerta… me volvía loca, me aburría y enfermaba, esforzándome al mismo tiempo por que mi madre no notase mi desesperación ni mis ojos irritados, deshechos de llorar.

"Sé que todo esto son excesos; que son tonterías infantiles todo lo que te cuento. Debía darme vergüenza; pero no me da porque nunca mi amor por ti ha sido más puro y más apasionado que en aquellos excesos de niña. Muchas horas y muchos días podría estar contándote de qué manera viví junto a ti en aquella época, sin que tú me vieses; pues cuando te encontraba en la escalera y no podía huir a tiempo, el miedo a tu ardiente mirada me hacía bajar los ojos como quien se arroja al agua para no ser abrasado por una llama. Muchas horas y muchos días podría pasar contándote la historia de aquellos años, repitiendo todo el calendario de tu vida; pero no quiero aburrirte ni atormentarte. Sólo te voy a contar el más hermoso momento de mi infancia, pidiéndote antes que no te rías de su pequeñez, pues para mí, tan niña, significó algo infinito. Me parece que era domingo. Tú estabas de viaje y tu sirviente iba arrastrando unas pesadas alfombras que acababa de limpiar, hacia la puerta de tu cuarto. El pobre se fatigaba en su trabajo, y en un momento de audacia me acerqué a él y le pregunté si me permitía ayudarle. Me miró asombrado, pero me lo aceptó, y así pude ver —imposible expresarte con qué respeto y hasta con qué piadosa veneración— el interior de tu cuarto, tu mundo, el escritorio ante el cual solías sentarte y sobre el cual había una jarra de cristal azul con flores; tus armarios, tus libros, tus cuadros. No pasó de ser una fugaz ojeada a tu vida, pues tu fiel Juan no me hubiese permitido seguramente un examen minucioso; pero en aquel rápido mirar aspiré toda la atmósfera tuya que deseaba para respirar y alimentar mis sueños durante día y noche.

"Ese instante fugaz fue el más feliz de mi niñez.