Pero cuando empezamos a dar botes sobre un pavimento de piedra, y especialmente cuando pareció que otro vehículo iba a chocar con el nuestro, empecé a creer que de verdad se acercaba el final de nuestro viaje. Muy poco después nos detuvimos.
Un joven caballero lleno de manchas de tinta me dirigió la palabra desde la acera y dijo:
—Señorita, vengo de parte de Kenge y Carboy, de Lincoln’s Inn.
—Hágame usted el favor, caballero —respondí.
Fue muy amable, y cuando me ayudó a subir a un coche, tras vigilar el transbordo de mis maletas, le pregunté si había un incendio en alguna parte. Porque las calles estaban tan llenas de un humo denso y pardo que casi no se veía nada.
—Ah, no, señorita —contestó—. Es la sopa de guisantes.
Jamás había oído yo hablar de tal cosa.
—Una niebla densa, señorita —aclaró el joven caballero.
—¡Ah, claro! —dije.
Fuimos recorriendo lentamente las calles más sucias y más oscuras que jamás se pudieran ver en el mundo (creía yo), y en un estado tal de confusión que me pregunté cómo mantenía su cordura la gente, hasta que llegamos repentinamente a la tranquilidad bajo una puerta antigua, y cruzamos una plaza silenciosa hasta llegar a un saliente extraño en una esquina, donde había una entrada por un tramo de escaleras anchas y empinadas, como la entrada de una iglesia. Y efectivamente había un patio de iglesia, bajo un claustro, pues vi las tumbas desde la ventana de la escalera.
Era el bufete de Kenge y Carboy. El joven caballero me hizo pasar por una antesala al despacho del señor Kenge —donde no había nadie— y cortésmente me arrimó una silla a la chimenea. Después señaló a mi atención un espejito que colgaba de un clavo a un lado de la repisa de la chimenea.
—Por si desea usted verse en él, señorita, tras el viaje, pues va usted a ver al Canciller. Claro que no le hace ninguna falta, a mi juicio —dijo el joven caballero atentamente.
—¿Que voy a ver al Canciller? —dije, asombrada por un momento.
—No es más que un trámite, señorita —replicó el joven caballero—. El señor Kenge se halla en este momento en el Tribunal. Me ha encargado que la salude atentamente y le pregunte si desea tomar algo —en una mesita había unas galletas y una botella de vino— y leer el periódico —que me dio mientras hablaba. Después atizó el fuego y se fue.
Todo me parecía tan extraño (y tanto más extraño cuanto que era de noche en pleno día, que las velas ardían con una llama blanca y todo tenía un aire tan frío e inhóspito) que leí las frases del periódico sin saber lo que decían, y me encontré leyendo varias veces las mismas frases. Como de nada valía seguir así, dejé el periódico, me miré el sombrero en el espejo para ver si estaba bien y contemplé el aposento, que no estaba ni medianamente bien alumbrado, y las mesas polvorientas y viejas, y los montones de escritos, y una estantería llena de libros con el aspecto más inexpresivo que jamás haya tenido un libro en el mundo. Después seguí pensando, pensando, pensando, y el fuego siguió ardiendo, ardiendo, ardiendo, y las velas siguieron temblando y chisporroteando y no había despabiladeras, hasta que al cabo de un rato el joven caballero trajo un par de ellas; y así estuve dos horas.
Por fin llegó el señor Kenge. Él no había cambiado, pero se sorprendió al ver cómo había cambiado yo, y pareció bastante satisfecho.
—Como va usted a ser la señorita de compañía de la señorita que se halla ahora en el despacho privado del Canciller, señorita Summerson —dijo—, hemos considerado oportuno que también asista usted. ¿No se pondrá nerviosa ante el Lord Canciller, espero?
—No, señor —respondí—. No creo.
Y la verdad es que, pensándolo bien, no veía por qué iba a ponerme nerviosa.
Entonces el señor Kenge me dio el brazo, y fuimos a un rincón, bajo una gran columnata, para entrar por una puerta lateral. Y así, al final de un pasillo, llegamos a un aposento bastante confortable, donde había una señorita y un caballero jóvenes, de pie junto a una chimenea con un fuego enorme. Entre ellos y el fuego había una pantalla, en la que ellos se apoyaban mientras charlaban.
Ambos levantaron la cabeza al entrar yo, y la señorita, en la que se reflejaba la luz del fuego, ¡era tan bella! ¡Qué hermoso pelo rubio y abundante, qué ojos azules tan dulces y qué rostro tan brillante, tan inocente y confiado!
—Señorita Ada —dijo el señor Kenge—, ésta es la señorita Summerson.
Se acercó ella a saludarme con una sonrisa de bienvenida y alargándome la mano, pero en un instante pareció cambiar de opinión y me dio un beso. En resumen, tenía unos modales tan naturales, tan cautivadores, tan encantadores, que al cabo de unos momentos estábamos sentadas junto a la ventana, iluminadas por la luz de la chimenea, y charlando con la mayor sencillez y naturalidad del mundo.
¡Qué peso se me había quitado de encima! ¡Era tan delicioso saber que ella confiaba en mí y que yo le gustaba! ¡Era tan bondadoso por su parte, y me resultaba tan alentador!
El joven caballero era un primo lejano, me dijo ella, y se llamaba Richard Carstone. Era un muchacho apuesto, de rostro franco y dotado de una risa muy atractiva, y cuando ella lo llamó para que se acercara a nosotras, se quedó a nuestro lado, también a la luz de la chimenea, hablando animadamente con despreocupación. Era muy joven; como máximo tendría diecinueve años, si es que llegaba, pero tenía casi dos más que ella. Ambos eran huérfanos y (lo que yo no había imaginado y me pareció muy curioso) no se habían conocido hasta aquel mismo día. El que los tres nos viéramos por primera vez, en un lugar tan desusado, ya era motivo de conversación, y de eso hablamos, y el fuego, que había dejado de crepitar, nos guiñaba los ojos rojos, igual que —según dijo Richard— un viejo león soñoliento de la Cancillería.
Hablamos en voz baja, porque constantemente entraba y salía un caballero vestido de gala y con una peluca recogida por detrás en una redecilla, y a cada entrada y salida oíamos una voz monótona a lo lejos, que según aquel señor era uno de los abogados de nuestro caso que se dirigía al Lord Canciller. Dijo al señor Kenge que el Canciller terminaría dentro de cinco minutos, y poco después oímos un ruido de gente y un rumor de pasos, y el señor Kenge dijo que el Tribunal había levantado la sesión y que Su Señoría se hallaba en el despacho de al lado.
El caballero de la peluca con redecilla abrió la puerta casi inmediatamente y pidió al señor Kenge que pasara. Entonces entramos todos en el despacho de al lado; primero, el señor Kenge con mi niña (ahora me resulta tan natural llamarla así que no puedo evitar escribirlo), y allí, con un sencillo traje negro y sentado en una butaca junto a la chimenea, estaba Su Señoría, cuya toga, con un precioso bordado en oro, estaba depositada en otra silla. Nos miró inquisitivamente cuando entramos, pero su gesto era al mismo tiempo ponderado y amable.
El caballero de la peluca con redecilla puso unos montones de papeles en la mesa de Su Señoría, quien seleccionó uno de ellos en silencio y se puso a pasar las hojas.
—¿La señorita Clare? —preguntó el Lord Canciller—. ¿La señorita Ada Clare?
El señor Kenge la presentó, y Su Señoría le pidió que se sentara a su lado. Incluso yo pude advertir en un momento que la admiraba y que se interesaba por ella. Me emocionó que la familia de una muchachita tan hermosa pudiera estar representada por aquel lugar oficial y austero. El Lord Gran Canciller, en el mejor de los casos, parecía ser un pobre sucedáneo del amor y el orgullo de unos padres.
—El Jarndyce del que se trata —añadió el Lord Canciller, que seguía dando vueltas a las hojas—, ¿es el Jarndyce de la Casa Desolada?
—El Jarndyce de la Casa Desolada, Señoría —confirmó el señor Kenge.
—Triste nombre —dijo el Lord Canciller.
—Pero no es un lugar triste actualmente, Señoría —dijo el señor Kenge.
—Y la Casa Desolada —dijo Su Señoría— se halla en…
—Hertfordshire, Señoría.
—¿El señor Jarndyce de la Casa Desolada no es casado? —preguntó Su Señoría.
—No, Señoría —dijo el señor Kenge.
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