Y, después de esto, arengas, fiesta completa, equipos dobles y triples de toda clase y para toda clase de juegos, burritos, carretillas con caballitos, comida para todos los pasantes en Las Siete Campanas (que los escolares calcularon a veinte libras por barba), señalamiento de fiesta y banquete anual a celebrarse todos los años en aquel mismo día, además de otra fiesta y banquete el día del natalicio del viejo Cheeseman (comprometiéndose el reverendo delante de los escolares a permitirlo, de manera que ya no pudiese volverse atrás), y todo a pagar del bolsillo del viejo Cheeseman.

¿Y no fueron los escolares en corporación a dar vítores desde el exterior de Las Siete Campanas? ¡Vaya si fueron!

Pero aún hubo algo más. No miréis ya al que tiene que contar otra historia después de la mía, porque aún me queda algo que decir. Al día siguiente se tomó la resolución de que la sociedad se reconciliase con Juanita y que luego se disolviese; pero ¿y si yo os dijese que también Juanita se había marchado?

—¿Cómo? ¿Se ha marchado definitivamente? —dijeron los escolares con las caras muy largas.

—Sí, se ha marchado para siempre —fue la respuesta que obtuvieron.

Nadie supo dar otra explicación entre el personal de la casa. Finalmente, el primero de la clase se encargó de preguntar al reverendo si, en efecto, nuestra vieja amiga Juanita se había marchado. El reverendo (que tiene en casa una hija de nariz respingona y roja) contestó en tono severo:

—Sí, caballero; la señorita Pitt se ha marchado.

—¡Mira que llamar a Juanita la señorita Pitt!

Hubo quienes dijeron que había sido despedida en castigo de haber aceptado dinero del viejo Cheeseman; otros corrieron la voz de que había ido a servir al viejo Cheeseman, que le mejoraba el salario en diez libras al año. Lo único que los escolares sabían realmente era que Juanita se había marchado.

Pasaron dos o tres meses; una tarde se detuvo junto al campo de criquet, del lado exterior, un carruaje abierto en el que iban una dama y un caballero que estuvieron contemplando largo rato el juego, puestos en pie para verlo bien. Nadie se preocupó de ellos, hasta que el mismo muchachito llorón se metió en el campo faltando a todas las reglas y abandonando el puesto que se le había señalado, y dijo: ¡Es Juanita!

Los dos onces olvidaron en el acto el juego, y corrieron hacia el coche, rodeándolo. ¡Era Juanita! Y ¡qué sombrero llevaba! Pues bien; aquí viene lo bueno: ¡Juanita se había casado con el viejo Cheeseman!

Fue de aquella manera cuando y como yo los vi por primera vez. Para entonces habían ocurrido muchos cambios entre los escolares y se había descubierto que el padre de Robertito Tarter no tenía tales millones. No tenía absolutamente nada. Robertito había sentado plaza de soldado, y el viejo Cheeseman había pagado la cantidad obligada para que quedase libre. Pero esto nada tiene que ver con el coche. El coche se detuvo, y todos los escolares se detuvieron en el juego en cuanto lo vieron.

—De modo, muchachos, que no conseguisteis enviarme al ostracismo —dijo la dama riéndose, mientras los escolares se subían a la cerca en montón para estrecharle las manos—. ¿Verdad que ya no lo haréis?

—¡Nunca! ¡Nunca! ¡Nunca! —fue el grito que surgió de todas partes.

Entonces yo ignoraba lo que esas palabras querían decir, aunque ahora sí que lo sé. La cara de Juanita me gustó mucho, y también sus maneras simpáticas; no podía apartar mis ojos de ella, y de él tampoco, mientras todos los escolares se arracimaban tan gozosos a su alrededor.

No tardaron, ella y él, en fijarse en mí, que era nuevo, y, en su consecuencia, me pareció que yo también podía saltar la cerca y darles un apretón de manos como los demás. Estaba yo tan alegre de hablar con ellos como cualquiera de mis compañeros, y a los pocos momentos los trataba con la misma familiaridad que el resto de los escolares.

—Sólo falta una quincena para las vacaciones —dijo el viejo Cheeseman—. ¿Se queda algún muchacho en el colegio? Muchos dedos me señalaron a mí, y muchas voces gritaron:

—¡Ése!

Porque todo esto ocurrió el año en que estabais ausentes, y podéis creerme que yo me sentía bastante triste.

—¿Cómo? —dijo el viejo Cheeseman—. Esto se queda muy solitario durante las vacaciones. Lo mejor sería que se viniese a nuestra casa.

Y ahí tenéis cómo yo marché a su residencia encantadora y fui todo lo feliz que se puede ser. ¡Ellos sí que saben tratar como se debe a los muchachos!, ¡vaya si saben! Por ejemplo, cuando llevan a un muchacho al teatro, lo llevan de verdad. No se les ocurre llegar cuando ya empezó la función, ni salir del teatro antes que termine. Saben también cómo se educa a un muchacho. ¡Fijaos en el hijo que tienen! Aunque todavía es pequeño, ¡vaya muchacho espléndido! Os digo que, después de la señora Cheeseman y del viejo Cheeseman, la persona más simpática para mí es Cheeseman el joven.

Ahora sí que os he contado todo cuanto sabía del viejo Cheeseman. Me temo, después de todo, que sea poca cosa, ¿verdad?

LA HISTORIA DE DON NADIE

Nobody’s Story, 1853

Vivía a orillas de un río caudaloso, ancho y profundo, que se deslizaba de una manera constante y silenciosa hacia el inmenso e inexplorado océano. Así es como se había deslizado desde que el mundo es mundo. Algunas veces había variado su curso, metiéndose por nuevos lechos, dejando los viejos, secos y desolados; pero nunca dejó de correr, y seguirá corriendo hasta el fin de los tiempos. No hay nada que pueda detener su corriente poderosa e insondable. Ninguna criatura viviente, flor, hoja, partícula de realidad animada o inanimada, consiguió jamás echarse hacia atrás para evitar el caer en el océano inexplorado. La corriente del río avanza irresistible hacia él; y no se detuvo nunca, como no se detiene la Tierra en su girar alrededor del Sol.

Vivía en una población muy activa y trabajaba duramente para vivir. No tenía esperanza de llegar a ser nunca lo suficientemente rico para poder vivir un mes sin hacer un trabajo rudo; pero estaba satisfecho; bien lo sabe Dios, de trabajar con ánimo gozoso.