Era un miembro de una familia inmensa, y todos sus hijos e hijas se ganaban el pan cotidiano con el trabajo de cada día, un trabajo que empezaba desde que se levantaban hasta que se acostaban por la noche. No tenía otras perspectivas fuera de éstas, y tampoco las buscaba.
En la población donde vivía sonaban mucho los tambores y los clarines y las arengas; pero él no se metía en esas cosas. Todo ese estrépito y barullo procedía de la familia de los Señorones, de cuya increíble conducta él se asombraba mucho. Los Señorones levantaban las más sorprendentes estatuas de hierro, mármol, bronce y metal delante de su puerta; le quitaban, además, la luz con las patas y las colas de las más toscas reproducciones de caballos. Nuestro hombre se preguntaba qué podía significar todo aquello; se sonreía con su buen humor algo rudo, y no dejaba de la mano su duro trabajo.
La familia de los Señorones, que estaba compuesta de las personas más solemnes y más bullangueras de aquellas cercanías, había tomado a su cargo el ahorrarle el trabajo de pensar por sí mismo, además del de guiarlo y gobernar sus asuntos.
—La verdad es —decía nuestro hombre— que no me queda tiempo para nada; y si me hacéis el favor de cuidaros de mí, a cambio del dinero que yo pago, me quitaréis un peso de encima y os quedaré muy agradecido, teniendo en cuenta que estáis mejor enterados que yo.
La verdad es que la familia de los Señorones necesitaba de su dinero, y la consecuencia de aquel arreglo fue el sonar de tambores y de clarines, y las arengas, además de las feas reproducciones de caballos levantadas con intención de que nuestro hombre se postrase de rodillas y las adorase.
—No entiendo todo esto —decía él, hecho un lío, rascándose la frente, llena de arrugas—. Pero quizá tenga un sentido que no consigo descubrir.
—Todo esto significa la más alta gloria y honor al más alto mérito —contestó la familia de los Señorones, sospechando algo de lo que nuestro hombre había dicho.
—¡Oh! —exclamó éste; y se alegró de aquello que había oído.
Pero, al pasar revista a las estatuas de hierro, mármol, bronce y metal, no descubrió entre ellas a un paisano suyo que era hombre de muchos méritos, hijo de un tratante de lanas del Warwicshire, ni a ningún otro compatriota de esta clase. No veía entre las estatuas a ninguno de los hombres cuya sabiduría lo salvó a él y salvó a sus hijos de una epidemia terrible que deja desfigurada la cara, ni a los que con su valor sacaron a sus antepasados de la condición de siervos, ni a los que con su sabia imaginación abrieron a los humildes los caminos de una vida nueva y más elevada, ni a los que con su maestría llenaron el mundo de la clase trabajadora con maravillas y más maravillas. Y, por el contrarío, vio a otros hombres de quienes él no sabía que hubiesen hecho nada bueno, sin que faltasen algunos de los que nuestro hombre conocía muchas maldades.
—La verdad que no lo entiendo del todo —dijo nuestro hombre.
Se fue a su casa y se sentó al amor de la lumbre para no pensar más en ello. Ahora bien: su hogar era muy pobre, y alrededor del mismo no había sino callejuelas oscuras, aunque para nuestro hombre era un tesoro. Las manos de su esposa estaban encallecidas por el trabajo, y había envejecido antes de tiempo; a pesar de todo, él la quería mucho. Los hijos de ambos, menguados en su desarrollo, mostraban las huellas de una mala alimentación; pero eran bellos a los ojos del padre. Por encima de todo, lo que éste anhelaba era que sus hijos recibiesen una adecuada educación.
—Puesto que yo, por falta de conocimientos, me equivoco a veces —decía—, que ellos, por lo menos, sean instruidos y eviten las equivocaciones. Si para mí resulta difícil recoger la cosecha de agrado y de instrucción que guardan los libros, que sea para ellos tarea más fácil.
Pero la familia de los Señorones se enzarzó en violentas disputas intestinas sobre lo que se debía o no se debía enseñar a los hijos de nuestro hombre. Algunas personas de la familia insistían en que, por encima de todo, era absolutamente indispensable y elemental enseñarles tal cosa; otros miembros de la familia porfiaban que lo indispensable y elemental, por encima de todo, era tal otra; la familia de los Señorones, dividida en banderías, escribió folletos, celebró reuniones y pronunció toda clase de discursos, acusaciones y arengas; se acorralaron unos a otros en tribunales laicos y tribunales eclesiásticos; se lanzaron pellas de barro, se aporrearon de lo lindo y se acogotaron unos a otros, animados de un furor incomprensible. Mientras tanto, nuestro hombre, en los cortos ratos que se dormía por la noche en su hogar, veía levantarse al demonio de la Ignorancia y llevarse a sus hijos. Veía a su hija convertida en una esclava deseada y oprimida; veía cómo su hijo se embrutecía por los senderos de la más degradante sensualidad, bestialidad y crimen; veía cómo alboreaba en los ojos de sus bebés la luz de la inteligencia para luego trocarse en astucia y desconfianza, hasta el punto de que hubiera preferido verlos idiotizados.
—Tampoco esto lo comprendo —dijo nuestro hombre—; pero me parece que no puede ser justo. ¡No, señor! ¡Protesto, por el cielo cubierto de nubes que tengo encima de mi cabeza, contra semejante injusticia que se comete conmigo!
Pero volvió a calmarse, porque sus iras solían ser de corta duración, y era hombre de buen carácter; miró a su alrededor los días de domingo y demás festivos, y se dio cuenta de toda la monotonía y aburrimiento que reinaba en ellos, comprendiendo entonces por qué la gente se daba a la borrachera con todo su cortejo de desgracias. Entonces se dirigió a la familia de los Señorones y les dijo:
—Somos un pueblo trabajador, y yo tengo una vaga sospecha de que la gente trabajadora, como quiera que haya sido formada (y la formó una inteligencia muy superior a la vuestra, según mi pobre entender), precisa descanso mental y recreo. Mirad en lo que venimos a parar cuando en nuestros días de asueto carecemos de ambas cosas. ¡Ea! ¡Distraedme de una manera inofensiva, mostradme algo, proporcionadme un desahogo!
Al oír esto la familia de los Señorones estalló en una barahúnda ensordecedora. Se oyeron algunas voces débiles que proponían que se le mostrase las maravillas del mundo, la grandeza de la creación, los cambios inmensos del tiempo, las obras de la Naturaleza y las bellezas del arte; que se le mostrasen estas cosas en cualquier momento de su vida que pudiese contemplarlas; pero entonces se armó entre los Señorones tal escándalo y locura tan furiosa, tal cantidad de sermones y de instancias, tal suma de refunfuños y de enviar memoriales, tal cambio de epítetos y de pellas de barro, tal agudo ventarrón de preguntas parlamentarias y de contestaciones sin energía (en las que el «no me atrevo» servía al «yo quisiera»), que nuestro pobre hombre se quedó aterrado, mirando atónito en torno suyo.
—¡De modo que yo he provocado todo esto! —exclamó, tapándose asustado, los oídos con ambas manos—, que yo he provocado todo esto con una petición llena de inocencia, obra espontánea de mi experiencia de todos los días y que está además al alcance de todos los hombres que quieran abrir los ojos. No lo entiendo, y no me entienden. ¿Qué va a salir de semejante estado de cosas?
Nuestro hombre se hallaba aplicado a Su trabajo, haciéndose muchas veces estas preguntas, cuando empezó a correr la voz de que entre los trabajadores se había extendido una peste que los diezmaba. Salió a ver lo que ocurría a su alrededor, y descubrió que la noticia era cierta. Los moribundos y los muertos se amontonaban en las casas, sin luz ni ventilación, donde había transcurrido su vida. La atmósfera siempre lóbrega y siempre nauseabunda se iba impregnando de una nueva ponzoña. Todos eran arrebatados por la enfermedad de la misma manera: el robusto y el débil, el anciano y el niño, el padre y la madre.
¿Tenía él acaso medio de huir? Se quedó allí, donde vivía, y vio cómo se llevaba la muerte a los seres que más quería. Se le acercó un bondadoso predicador y se ofreció a recitar algunas oraciones para que sirviesen de bálsamo a su corazón afligido; pero nuestro hombre le contestó:
—¿Y de qué sirve, misionero, que vengas a mí, que estoy condenado a residir en este lugar hediondo, en el que todos los sentidos que me fueron otorgados para mí placer se convierten en una tortura, y en el que cada minuto que se suma a los días contados que tengo que vivir es como nuevo cieno superpuesto al montón bajo el que vivo oprimido? Dame para empezar un anticipo del cielo, proporcionándome algo de su luz y de su aíre puro; dame agua que sea limpia; ayúdame a que lo sea yo; alígera esta pesada atmósfera y esta pesada vida en la que nuestro ánimo se abate, y nos convertimos en los seres indiferentes e insensibles que conocéis; retirad con cariño y bondad los cuerpos de aquellos que mueren entre nosotros, sacándolos de la reducida habitación en la que, a fuerza de familiarizarnos con la muerte, con ese cambio tan terrible, acaba ésta por perder ante nuestros ojos su misma santidad; entonces, maestro, escucharé (nadie mejor que vos sabe que escucharé con la mejor voluntad) lo que me habléis de Aquel que tanto pensó en los pobres y que tuvo compasión de todos los dolores humanos.
Nuestro hombre estaba otra vez enfrascado en su trabajo, solo y triste, cuando su patrono llegó vestido de luto y se colocó a su lado. También él había experimentado pérdidas dolorosas. Su joven esposa, su bella y buena joven esposa, había muerto, y también su único hijo.
—Amo, el golpe es duro, ya lo sé; pero consolaos.
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