Si pudiese, os consolaría.

El amo le dio las gracias de todo corazón; pero le dijo:

—¡Ay obreros! Esta calamidad se ha originado entre vosotros. Si hubieseis vivido de una manera más conforme a las normas de la salud y de la decencia, no me encontraría yo en este momento viudo, solo y enlutado como me veis.

—Amo —contestó el otro, moviendo la cabeza—, empiezo a entrever que muchas calamidades saldrán de entre nosotros como ha salido esta última; ninguna de ellas se detendrá a nuestras pobres puertas hasta que nos coliguemos con aquella gran familia vocinglera de ahí cerca para llevar a cabo lo que es justo. Es imposible que vivamos sana y decentemente, a menos que quienes se comprometieron a gobernarnos nos proporcionen los medios. No podemos aprender, a menos que ellos nos enseñen; no podemos divertirnos de una manera racional, a menos que ellos nos diviertan; no podemos menos de crear algunos falsos dioses nuestros, mientras ellos levanten en las plazas públicas tantos dioses suyos. Las dañinas consecuencias de una instrucción imperfecta; las dañinas consecuencias del abandono pernicioso, las dañinas consecuencias de un rigor antinatural y de negarnos distracciones humanizadoras, surgirán de entre nosotros; pero ninguna de ellas limitará su acción a nosotros solos. Se extenderán muy lejos y en todas direcciones. Siempre ha ocurrido así; siempre se extendieron de ese modo, exactamente igual que la peste. Creo que por fin se me han abierto del todo los ojos.

Pero el amo insistió:

—¡Ay obreros! ¡Qué pocas veces se habla de vosotros, como no sea en relación con alguna dificultad!

—Amo —contestó nuestro hombre—, yo soy Don Nadie, y es poco probable que se hable de mí (y quizá tampoco se quiere que yo dé que hablar), fuera de los momentos en que se produce alguna dificultad. Pero las dificultades no nacen jamás de mí, y tampoco pueden acabar nunca en mí. Tan seguro como hemos de morir, que siempre vienen sobre mí y rebotan en mí.

Tan llenas de razón estaban sus palabras, que la familia de los Señorones barruntó lo que ocurría y, aterrada por la última hecatombe, resolvió unirse a Don Nadie para realizar las cosas justas y convenientes…, por lo menos en su relación con la manera de prevenir de un modo radical (humanamente hablando) otra peste. Pero, a medida que se les fue pasando el miedo, y esto ocurrió pronto, empezaron a pelearse entre ellos y no hicieron nada en la práctica. Y, como es natural, la plaga apareció de nuevo y se propagó vengadora de abajo arriba, arrebatando la vida a muchos de los que disputaban a gritos. Pero nadie en la familia de los Señorones confesó jamás, si es que llegó a vislumbrarlo siquiera, que él tuviese alguna culpa de la plaga.

De modo, pues, que Don Nadie vivió y murió como venía viviendo desde los tiempos más remotos; y esto es, en conjunto, lo más importante de toda la historia suya.

«Pero ¿no tenía nombre y apellido?», me preguntaréis. Quizá se llamase Multitud. Poco importa su nombre. Llamémosle, pues, Multitud.

Si habéis visitado alguna vez las aldeas belgas próximas al campo de batalla de Waterloo, habréis visto en alguna iglesita silenciosa un monumento erigido por leales compañeros de armas a la memoria del coronel A, del comandante B, de los capitanes C, D y E, de los tenientes F y G, de los alféreces H, I y J, de siete suboficiales y de ciento treinta soldados rasos, que murieron aquel día memorable en el cumplimiento de su deber. La historia de Don Nadie es la de los soldados rasos del mundo. Participan en la batalla; contribuyen a la victoria; sucumben; y sus nombres se confunden en la masa común. El camino de quienes más orgullo tenemos desemboca en la senda de polvo por la que ellos se fueron. ¡Pensemos en ellos este año frente a la hoguera de Navidad y no los olvidemos cuando ésta se haya consumido!

LOS SIETE CAMINANTES POBRES

The Seven Poor Travellers, 1854

(Trabajo escrito en colaboración con Wilkie Collins, Adelaide Procter, George Sala y Eliza Linton).

CAPITULO PRIMERO
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En una ciudad pequeña y antigua

Hablando estrictamente, los caminantes pobres eran sólo seis; pero como yo también era un caminante, aunque perezoso, y siendo además todo lo pobre que yo creo que se puede ser, hice el número siete. Era indispensable que diese esta explicación, porque ¿qué es lo que reza la inscripción que se lee sobre la vieja y extraña puerta?

DON RICARDO WATTS,

EN SU TESTAMENTO DE FECHA 22 AGOSTO 1579, FUNDÓ

ESTE REFUGIO PARA SEIS CAMINANTES POBRES QUE, NO

SIENDO LIBERTINOS NI PROCURADORES,

PUEDAN RECIBIR GRATIS, DURANTE UNA NOCHE, CAMA,

COMIDA Y CUATRO PENIQUES POR CABEZA

Fue en la antigua y pequeña ciudad de Rochester, en Kent, y precisamente la víspera de Navidad, cuando me detuve a leer esta inscripción frente a la puerta antigua y rara de que hablo. Había estado visitando la catedral cercana, y me había fijado en la tumba de Ricardo Watts, en la que la efigie del digno maestro Ricardo surgía igual que mascarón de proa de un buque; y tuve la sensación de que lo menos que podía hacer (y esto lo pensé al mismo tiempo que daba una propina al macero) era preguntar por dónde se iba al refugio de Watts.

El camino era muy corto y muy llano, de modo que llegué sin dificultad frente a la inscripción y a la puerta antigua y rara.

«Vamos a ver —me dije mirando la aldaba—: De que no soy un procurador estoy seguro. ¿Seré acaso un libertino?».

Bien mirado todo, y aunque mi conciencia me presentó dos o tres lindas caras que habrían ejercido menos atracción con un Goliat de la moral que conmigo, que en ese aspecto no paso de ser un Pulgarcito, llegué a la conclusión de que yo, libertino, no lo era. Empecé, pues, a considerar que el establecimiento era, en cierto sentido, propiedad mía, que nos había sido legado a mí y a algunos coherederos, por partes iguales, por el venerable maestro Richard Watts, y retrocedí unos pasos para echar un vistazo a mi herencia desde la carretera.

Me encontré con que era una casita limpia y blanca, de aspecto serio y venerable, con la puerta antigua y rara de que he hablado ya tres veces (una puerta en arco), ventanas pequeñas, anchas y bajas de celosía y tejado con tres tejados en triángulo. La silenciosa calle Mayor de Rochester está llena de tejados en triángulo que tienen viejas vigas y maderos tallados con caras extrañas. También ostenta la calle el curioso adorno de un viejo reloj rarísimo que avanza sobre la acera saliendo de un edificio muy serio de ladrillo rojo; da la impresión de que el Tiempo hubiese puesto allí tienda, colgando su muestra anunciadora. A decir verdad, el tiempo trabajó activamente en Rochester allá en época de los romanos, los sajones y los normandos; y hasta cuando el rey Juan, cuyo rocoso castillo (no intentaré decir los centenares de años que ya entonces tenía) fue abandonado por siglos y siglos al maltrato de la intemperie, que de tal manera ha desfigurado los negros huecos de sus muros, que parece que sus ruinas hubiesen sido picoteadas por los grajos y las cornejas hasta saltarle los ojos.

Quedé muy complacido, tanto de mi propiedad como de su situación. Aún estaba yo examinándola con satisfacción creciente, cuando descubrí en una de las celosías, que estaban abiertas, a una persona de muy buen ver y de aspecto de sana dueña de casa; su mirada interrogadora se cruzó con la mía. Aquellos ojos me decían tan claramente: «¿Deseáis ver la casa?», que yo contesté en voz alta:

—Si lo tenéis a bien.

Un instante después se abrió la puerta, agaché la cabeza y descubrí dos escalones que conducían al vestíbulo.

—Aquí es —me dijo la figura de matrona, haciéndome entrar en un cuartito de techo bajo que había a la derecha— donde los caminantes se sientan junto al fuego y cocinan las cosas que compran para cenar con los cuatro peniques que se les dan.

—¿De modo que no se les da de cenar? —pregunté, porque la inscripción que se leía en la puerta de la calle se me había quedado grabada en la cabeza, y recitaba mentalmente de carretilla: «Cama, comida y cuatro peniques por cabeza».

—Lo que se les proporciona es fuego y estos utensilios de cocina —contestó la matrona, que era una señora extraordinariamente cortés y, según después supe, no estaba pagada con exceso—. Esto que se lee pintado en un tablero son las normas de conducta.