Se les entregan los cuatro peniques una vez que reciben los boletos del administrador, que vive ahí enfrente (yo no soy la que recibe a los caminantes, sino que deben procurarse previamente los boletos de admisión); a veces compran una tajada de tocino el uno; otro, un arenque; otro una libra de patatas y yo no sé cuántas cosas. En ocasiones, dos o tres de ellos ponen juntos sus cuatro peniques y hacen de ese modo una cena, aunque hoy en día, que las provisiones son tan caras, poco es lo que se puede conseguir con cuatro peniques.

—Es cierto —dije yo; había estado examinando el cuarto, admirado de su acogedora chimenea al fondo, de la estrecha visión de la calle que proporcionaba la ventana pequeña, dividida con parteluz, y de las vigas del techo—. Se está aquí muy bien —dije.

—Se está bastante mal —comentó la figura majestuosa.

Me agradó oírla hablar así, porque demostraba un interés laudable de ejecutar sin cicaterías la voluntad de maese Ricardo Watts; pero la verdad es que el cuarto aquel se adaptaba tan bien a estos propósitos, que yo protesté con entusiasmo contra aquel intento de rebajarlos.

—No, señora —dije—; estoy seguro de que esto es abrigado en invierno y fresco en verano. Da sensación de amable bienvenida y de reparador descanso. Tiene una chimenea tan extraordinariamente acogedora, que sus solos destellos, brillando en la calle durante las noches invernales, bastan para confortar el corazón de toda la ciudad de Rochester. Y en cuanto a la comodidad de los seis pobres caminantes…

—No me refiero a ellos —contestó la señora—. Hablo de que está muy mal para mí y para mi hija, que no disponemos por las noches de otro cuarto donde sentarnos.

Esto tenía sus visos de verdad, aunque en el lado contrario del vestíbulo había otro extraño cuartito de iguales dimensiones; me metí en él, cruzando las puertas abiertas de ambos, y pregunté a qué estaba destinada aquella habitación.

—Éste es el cuarto de la dirección, en el que se reúnen los administradores.

Veamos. Yo había contado desde la calle seis ventanas en el piso alto, además de estas de la planta baja; hice unos cálculos confusos mentalmente, y dije:

—Según eso, los seis pobres caminantes duermen arriba.

Mi nueva amiga movió negativamente la cabeza y contestó:

—Duermen en dos pequeñas galerías exteriores que hay en la parte de atrás, y en las que, después que se fundó este refugio, han estado las camas. Como toda esta disposición es tan molesta para mí actualmente, los administradores van a disponer de un trozo del patio posterior, construirán allí un cuartito, en el que los caminantes podrán estar reunidos un rato antes de acostarse.

—De esa manera —dije yo—, los seis pobres caminantes quedarán completamente fuera de la casa.

—Completamente fuera de la casa —asintió la imponente señora, frotándose con suavidad las manos—. Eso se ha pensado que resultará mucho mejor para todos y mucho más conveniente.

Cuando visité la catedral quedé un poco sobresaltado por la energía con que la efigie de maese Ricardo Watts saltaba fuera de su tumba; ahora empecé a pensar que cualquier noche tormentosa va a cruzar la calle Mayor para venir a dar guerra en este lugar.

De todos modos, me guardé para mí lo que pensaba y acompañé a la imponente señora a ver las pequeñas galerías de la parte de atrás. Eran minúsculas, por el estilo de las de los viejos patios de los mesones; pero estaban muy limpias. Mientras yo las examinaba, me dio a entender la señora que ninguna noche faltaba, desde el principio hasta el fin del año, el número prescrito de caminantes pobres, y que las camas estaban siempre ocupadas. Preguntando yo y contestando ella, volvimos al cuarto de los administradores, tan indispensable para la dignidad de éstos; allí me mostró, colgadas cerca de la ventana, las cuentas impresas del refugio. Me enteré por ellas de que la mayor parte de las propiedades legadas por el venerable maese Ricardo Watts para el sostenimiento de su fundación eran, cuando acaeció su muerte, simples marjales; pero que, andando el tiempo, habían sido saneadas y se habían levantado construcciones en ellas, de manera que su valor había aumentado de una manera considerable. Comprobé también que en la actualidad se invertía aproximadamente una trigésima parte de la renta anual en las finalidades que indicaba la inscripción que había en la puerta, y que todo lo demás se gastaba alegremente en las cancillerías, gastos legales, de cobranza, de síndicos, de impuesto de utilidades y otras varias cargas de administración, cosas todas ellas que hablan muy alto de la importancia que tienen los seis caminantes pobres. En una palabra: hice el descubrimiento, que no es enteramente nuevo, de que podía decirse de una institución como aquélla en nuestra querida y vieja Inglaterra lo que se dice en un cuento norteamericano de la ostra gruesa: que son necesarios muchísimos hombres para tragársela toda.

—Por favor, señora —dije yo, dándome cuenta de que mi cara inexpresiva empezaba a alegrarse cuando se me ocurrió tal pensamiento—. ¿Se podría ver a esos caminantes?

—¿Verlos? —contestó de un modo enigmático—. ¡No!

—Querréis decir que esta noche no, ¿verdad? —dije.

—Digo que no —me contestó de un modo terminante—. Nadie pidió jamás verlos ni nadie los vio jamás.

Pero como cuando me propongo una cosa no me dejo apartar fácilmente de mis propósitos, insistí con la buena señora, diciéndole que aquella noche era la Nochebuena; que la Navidad sólo ocurre una vez al año…, cosa, por desgracia, demasiado verdadera, porque, cuando todo el año sea Navidad, habremos hecho de nuestro planeta un lugar muy distinto del que es ahora; que yo ansiaba invitar a los caminantes a una cena y a un vaso moderado de vino y cerveza calientes con especias; que hasta a aquel país había llegado la fama de mi habilidad en preparar esa bebida; que, si se me permitía celebrar aquel banquete, las cosas se harían del modo más conforme a la razón, a la sobriedad y dentro de las horas convenientes; en una palabra: que yo era capaz de mostrarme alegre y prudente al mismo tiempo, y que, si hacía falta, era también muy capaz de mantener a los demás dentro de esos términos, a pesar de que no lucía ninguna condecoración ni medalla, y de que tampoco era un hermano, orador, apóstol/ santo o profeta de ninguna secta. Finalmente, y con gran regocijo mío, conseguí lo que me proponía. Quedó convenido que aquella noche, a las nueve, humearían encima de la mesa un pavo y un trozo asado de buey, y que yo, humilde e indigno ministro por una sola vez de maese Ricardo Watts, presidiría aquella cena de Nochebuena de los seis caminantes pobres.

Volví al mesón en que me hospedaba para las instrucciones necesarias a fin de que estuviesen preparados el pavo y el rosbif, y durante el resto del día ya no pude hacer otra cosa que pensar en los caminantes pobres. Cuando soplaba el viento con fuerza contra las ventanas (porque era un día frío, en el que las ráfagas de nieve alternaban con períodos de tranquila luminosidad, como si el día estuviese en si se moría o no), me representaba a los caminantes acercándose por distintas heladas carreteras al lugar de refugio y me deleitaba pensando en lo poco que esperaban la cena que los aguardaba. Dibujaba en mi imaginación sus retratos y me entretenía dándoles algunos pequeños retoques. Me los imaginaba con los pies llagados, muertos de fatiga, cargados de fardos y de líos; me los imaginaba haciendo alto junto a los postes indicadores y las piedras milenarias, apoyándose en sus garrotas torcidas y leyendo con ansiedad las indicaciones escritas; me los imaginaba extraviándose en su camino, con el vivo recelo de quedarse a la intemperie toda la noche y morirse de frío. Me puse el sombrero, me eché a la calle, trepé hasta lo alto del viejo castillo y miré por encima de las colinas azotadas por el viento, y cuyas laderas bajan hasta el Medway, convencido casi de que sería capaz de descubrir en la lejanía a alguno de mis caminantes. Cuando se hizo de noche y la campana de la catedral resonó en el campanario invisible (la última vez que lo vi parecía una glorieta de escarcha, helada), dando las cinco, las seis, las siete, me sentí tan poseído de mis caminantes, que no pude probar bocado y me limité a seguir acechándolos entre las brasas del fuego de mi chimenea. Pensé que para entonces habrían llegado ya todos, que tendrían sus boletos de admisión y habrían entrado en la casa. Al llegar a este punto, mi satisfacción sufrió un golpe al pensar que era probable que algunos caminantes hubiesen llegado demasiado tarde y se quedasen en la calle.

Cuando la campana de la catedral dio las ocho, me llegó por la ventana del cuarto contiguo, que me servía de dormitorio, un delicioso tufillo de pavo y rosbif, porque aquella ventana daba al patio del mesón, en el sitio mismo en que las luces de la cocina encendían de rojo un trozo macizo del muro del castillo. Había llegado el momento de preparar la mezcla de vino, cerveza y especias; hice que me subiesen los ingredientes (no digo cuáles eran éstos ni las proporciones en que se combinaron, porque se trata del único secreto mío que yo he sabido guardar) e hice con todo ello una bebida magnífica. No puse el líquido en un cuenco, porque un cuenco, cuando está fuera de un anaquel, es siempre un despreciable engaño, en el que se preparan bebidas chirles y poco agradables; llené con él una vasija de barro de un color oscuro, y cuando la tuve llena, tapé su boca cuidadosamente con un paño grueso.