Como ya iban a dar las nueve, me puse en camino del refugio de Watts, llevando en mis brazos mi magnífico jarro. Yo habría sido capaz de encargar al camarero Ben que llevase cualquier cantidad de oro; pero hay en el corazón humano cuerdas que nunca debe hacer vibrar una mano extraña, y para mi corazón esas cuerdas son las bebidas que preparo yo mismo.
Los caminantes se hallaban todos reunidos, los manteles puestos, y Ben había traído un gran tronco, que colocó con mucha maña encima del fuego, de manera que con sólo darle dos meneos con el hurgón después de cenar tendríamos una espléndida hoguera. Después de colocar mi tesoro de barro oscuro en un rincón del hogar, dentro del guardafuegos, sitio en que empezó muy pronto a cantar como un grillo etéreo, desparramando al mismo tiempo aromas de viñas en sazón, de bosques de especias y de naranjales (es decir, después de haber colocado mi tesoro en lugar seguro y en el que iría mejorando), me coloqué entre los huéspedes, repartiendo apretones de manos y dándoles una cordial bienvenida.
He aquí cuál era la composición del grupo. En primer lugar, yo mismo. En segundo lugar, un hombre muy respetable que llevaba la mano derecha en cabestrillo y que despedía todo él un agradable olorcillo a madera, de lo que deduje que debía de tener alguna relación con la construcción de barcos. En tercer lugar, un pequeño grumete, un verdadero niño, con una tupida cabellera muy oscura y brillante y ojos de mirada profunda y femenina. En cuarto lugar, un personaje desaseadamente distinguido, que lucía un terno negro raído; debía de hallarse en muy mala situación, y su mirar era frío y receloso; los botones que le faltaban en el chaleco los había suplido con balduque, y del bolsillo interior de la chaqueta le sobresalía un fajo de papeles hecho jirones. En quinto lugar, un extranjero de nacimiento, pero inglés por su manera de hablar, que llevaba su pipa en la cinta del sombrero, y que no perdió tiempo en informarme, de una manera fácil, sencilla y simpática de que él era relojero en Ginebra y que viajaba por todo el continente, casi siempre a pie, trabajando de jornalero y viendo países nuevos (yo pensé que quizá contrabandearía también de cuando en cuando algún reloj). En sexto lugar, una mujercita viuda, que había sido muy bella y que todavía era muy joven, pero cuya belleza había naufragado en alguna gran desgracia; sus maneras eran extraordinariamente tímidas, asustadizas y solitarias.
En séptimo y último lugar, un caminante de una clase que me fue familiar en mi niñez, pero que ahora está completamente anticuada: un buhonero de libros, que llevaba encima una gran cantidad de folletos y de fascículos por entregas; este caminante se jactó, poco después, de que era capaz de repetir en una velada más versos que los que podía vender en un año.
He mencionado a todos estos en el orden en que se hallaban sentados a la mesa. Yo la presidía y la dama imponente ocupaba el otro extremo. No tardamos mucho en ocupar nuestros sitios, porque la cena había llegado al mismo tiempo que yo, formando el siguiente cortejo:
Yo, con el jarro.
Ben, con la cerveza.
Un Muchacho distraído, con platos calientes
EL PAVO.
Una Mujer con las salsas para calentarlas allí mismo.
EL ROSBIF.
Un Hombre con una bandeja en la cabeza, conteniendo
verduras y varias cosas más.
Un Mozo de cuadras del hotel, todo sonrisas, y
que no ayudó a nada.
Cruzamos por la calle Mayor a manera de cometas, dejando una cola de fragancias que obligaba al público a detenerse y a olfatear maravillado. Habíamos colocado previamente en la esquina del patio del mesón a un mozo ojizarco, relacionado con el departamento de coches ligeros, muy acostumbrado a percibir el silbido de un silbato de ferrocarril, que el camarero Ben lleva siempre en el bolsillo; las instrucciones que le dieron fue que, en cuanto oyese tocar el silbato, se metiese como un rayo en la cocina, cargase con el budín de ciruelas calientes y con las tartas y saliese volando hacia el refugio de Watts, donde se haría cargo de todo ello la mujer encargada de las salsas, a la que se suministraría aguardiente, ardiendo ya con llama azulada.
Todo fue ejecutado con la máxima exactitud y puntualidad. Jamás vi pavo más delicado, ni rosbif más sabroso, ni una mayor prodigalidad de salsa y de jugo; mis caminantes hicieron admirable justicia a todo cuanto se les puso delante. Mi corazón se regocijó viendo cómo sus rostros endurecidos por el frío y el hielo se suavizaban con el traqueteo de platos, cuchillos y tenedores, y se enrojecían con el calor del fuego y de la cena. Para poner en este confortable interior un eslabón de oro que lo uniera a la desapacible temperatura exterior, estaban allí, colgados, sus sombreros, gorras y bufandas; tirados en un rincón algunos pequeños líos de ropa, y en otro, tres o cuatro viejos bastones, reducidos en la contera a un pequeño aro.
Terminada la cena, y al ser colocado sobre la mesa mi tesoro de barro oscuro, hubo una solicitud general para que yo «ocupase el rincón»; esto me dio a entender con bastante delicadeza lo mucho que aquellos amigos míos apreciaban el fuego (¿cuándo había concedido yo tal categoría al rincón de la chimenea, desde los tiempos en que me hacía pensar en Johnny Horner?). Sin embargo, al ver que yo rehusaba, Ben, cuyo tacto en asuntos de banquetes era perfecto, apartó la mesa, y diciendo a mis caminantes que se colocasen en dos filas a derecha e izquierda de la chimenea, cerró el centro conmigo y con mi silla, y de ese modo mantuvo el mismo orden que tuvimos en la mesa. Para entonces, y de un modo muy tranquilo, había dado varios tirones de orejas a los muchachos distraídos, hasta echarlos por grados imperceptibles fuera de la habitación; al llegar a este punto, se las arregló con rápidas escaramuzas para echar a la calle a la mujer de las salsas, y él desapareció luego, cerrando con tiento la puerta.
Había llegado el momento de hacer intervenir el hurgón en el tronco que ardía. Le di tres golpes, como si el hurgón fuese un talismán encantado, y brotó de aquél una hueste brillante de gentes alegres que se lanzaron fuera por la chimenea en una loca danza campesina, y ya no bajaron otra vez. Entre tanto, y a la luz de su chisporroteo, que dejó en la penumbra a nuestra lámpara, llené los vasos, levanté el mío, dirigiéndome a los caminantes con un brindis por ¡la Navidad, la Nochebuena, amigos míos, cuando los pastores, que también eran caminantes pobres a su manera, oyeron cantar a los ángeles: «Paz en la Tierra y buena voluntad hacia los hombres»!
No sé quién fue el primero de nosotros al que se le ocurrió que debíamos aplaudir, en honor del brindis, o si alguien se anticipó a los demás, pero el caso es que todos lo hicimos.
Luego brindamos por la memoria del buen maese Ricardo Watts. ¡Ojalá que su espectro no haya sido objeto de peores tratos bajo aquel techo que los que recibió de nosotros!
Había llegado el momento en que viene de por sí el contar historias y relatos.
—Caminantes —dije yo—, toda nuestra vida es una historia más o menos inteligible…, generalmente menos; pero cuando se haya terminado, ya la leeremos con una luz más clara. Por mi parte, me encuentro esta noche tan confundido entre la realidad y la fantasía, que apenas acierto a distinguirlas. Entretendremos el tiempo contando historias por el orden en que nos hallamos aquí sentados.
Todos contestaron que sí, a condición de que empezase yo el primero. Poco era lo que tenía que contarles, pero mi proposición me obligaba. Por consiguiente, después de contemplar unos momentos la espiral de humo que se elevaba de mi tesoro de barro oscuro, entre cuyas volutas habría jurado que veía la imagen de maese Ricardo Watts, algo más tranquila que de ordinario, rompí el fuego.
CAPITULO II
-
La historia de Ricardo Doubledick
El año mil setecientos noventa y nueve, un pariente mío llegó a pie y renqueando a esta población de Chatham. Digo a esta población, porque si alguno de los aquí presentes sabe con exactitud dónde termina Rochester y dónde empieza Chatham, sabe más que yo. Era aquél un caminante pobre, que no llevaba en el bolsillo ni un maravedí. Estuvo sentado junto al fuego en esta mismísima habitación, y durmió una noche en una de las camas que ocuparéis luego alguno de los aquí presentes.
Mi pariente vino a Chatham para sentar plaza en un regimiento de Caballería, si lo admitían en alguno de los regimientos de a caballo; y si no, para cobrar el chelín del rey Jorge de manos de cualquier cabo o sargento que quisiese prenderle en el sombrero un manojo de cintas. Él se proponía que lo fusilasen; pero pensó que era preferible ir a la muerte a caballo… que tomarse el trabajo de buscarla a pie.
El nombre de pila de mi pariente era Ricardo, pero lo conocían más con el de Dick. Viniendo hacia Chatham, se dejó el apellido por el camino y tomó el de Doubledick.
1 comment