- Pero ¿qué es lo que ocurre, duquesa? ¿Por qué habla usted de esa mujer?
DUQUESA.- ¿Pero realmente no sabe usted? Le aseguro que todos estamos consternados. Anoche mismo, en casa de lady Jansen, todo el mundo hablaba de lo extraordinario que era que entre todos los hombres de Londres, fuera Windermere el que se portara así.
LADY WINDERMERE.- ¿Mi marido? ¿Y qué tiene que ver mi marido con una mujer semejante?
DUQUESA.- ¡Ah! Ésa es precisamente la cuestión querida. Por lo menos, él va a verla continuamente y se pasa horas y horas en su casa, y mientras él está allí, ella no recibe a nadie. No es que vayan verla muchas señoras, no; pero, en cambio, tiene un sinfín de amistades del sexo masculino, todos ellos calaveras de profesión, y mi hermano entre otros, como le dije a usted; y esto es justamente lo que agrava la conducta de Windermere. ¡Y nosotros que le teníamos por un marido modelo! Mis sobrinas, las de Saville -usted las conoce, creo-, unas muchachas muy caseras, y feas, horrorosamente feas, pero ¡tan buenas! -se pasan la vida al balcón haciendo labores de fantasía. Y esos trajes para los pobres, horribles, sí, pero muy útiles en estos tiem- pos tremendos de socialismo-. Pues, figúrese usted que esa mujer ha tomado una casa frente a la de ellas. ¡Parece mentira, una calle tan respetable! No sé, realmente, adónde vamos a parar. Bueno; pues ellas me han dicho que Windermere va a verla cuatro y cinco veces por semana. Ellas le ven entrar; no tienen más remedio. Y aunque ellas no sean aficionadas a chismes y cuentos, pues claro, no han podido menos de contárselo a todo el mundo. Y lo peor, según parece, es que esa mujer vive, y muy bien, a costa de alguien, pues hace seis meses, cuando llegó a Londres, no traía, por decirlo así, ni un céntimo, y ahora tiene esa casa divinamente puesta, según dicen los que la han visto, y coche propio, y ¡qué sé yo! Todo ello desde que conoce a ese pobre Windermere.
LADY WINDERMERE.- ¡Oh, no puedo creerlo!
DUQUESA.- Pues es la pura verdad, querida. Todo Londres lo sabe.
Por eso he creído de mi deber venir a hablar con usted para aconsejarla que se lleve a Windermere una temporada fuera de Londres, a Trouville, por ejemplo, o a Niza, o a algún sitio donde se distraiga, y donde usted pueda vigilarle durante todo el día. No sabe usted, querida, las veces que en mi vida de casada he tenido que fingir alguna enfermedad y resignarme a beber las aguas minerales más desagradables, con tal de sacar a Berwick de Londres. ¡Era de un corazón tan sensible! Aunque, eso sí, puedo asegurar que nunca dio mucho dinero a nadie. En esto, por lo menos, es de principios muy elevados.
LADY WINDERMERE. – (Interrumpiéndola.) ¡Es imposible, duquesa; le digo a usted que es imposible! (Levantándose y cruzando la escena hacia el centro.) No hace más que dos años que estamos casados. Nuestro hijo no tiene más que seis meses... (Se sienta en una silla junta a la mesa.)
DUQUESA.- ¡Ah!, ¿y ese encanto, cómo sigue? ¿Es niño o niña?
Espero que niña... ¡Ah, no; ahora recuerdo que es niño! Lo siento. Los niños son muy malos. El mío es de una inmoralidad atroz. No puede usted figurarse a qué horas vuelve a casa. Y eso que acaba de salir del colegio hace pocos meses. No sé, realmente, qué les enseñan allí.
LADY WINDERMERE.- ¿Cree usted que todos los hombres son malos?
DUQUESA.- Absolutamente todos, sin excepción. Y que nunca mejoran. Se vuelven viejos; pero mejores jamás.
LADY WINDERMERE.- Windermere y yo nos casamos por amor.
DUQUESA.- Sí, así empezamos nosotros. Sólo las amenazas constantes y brutales de suicidio de Berwick me hicieron aceptar su mano y, sin embargo, antes del año ya estaba corriendo detrás de toda clase de faldas, negras y blancas, finas y ordinarias. Y todavía en la luna de miel, le pesqué con una de mis doncellas, una muchacha muy bonita y muy decente. Claro que la despedí enseguida, sin certificado.
O no; recuerdo que se la cedí a mi hermana ¡Ese pobre sir Jorge es tan corto de vista, que creí que no importaba! Pero importó, importó según parece.
1 comment