(Levantándose.) Bueno, hija mía, tengo que irme; esta noche comemos fuera. No vaya usted tomar demasiado a pecho esa pequeña aberración de Windermere. Lléveselo usted al extranjero, verá cómo vuelve a usted.
LADY WINDERMERE.- ¿Cómo vuelve a mí?
DUQUESA. - Sí, hija mía; esas condenadas mujeres nos quitan nuestros maridos; pero éstos acaban siempre por volver a nosotras; aunque, eso sí, un tanto averiados. Y no le haga usted ninguna escena; los hombres detestan las escenas.
LADY WINDERMERE.- Ha sido usted muy buena duquesa, en venir a contarme todo eso. Pero no puedo creer que mi marido me sea infiel.
DUQUESA. - ¡Ay, hija mía! ¡Así era yo antes! Ahora sé ya que todos los hombres son unos monstruos (LADY WINDERMERE tira de la campanilla.) Lo único que se puede hacer es dar bien de comer a esos bandidos. Un buen cocinero hace maravillas; y eso ya lo tiene usted.
Pero ¿no irá usted a llorar, mi querida Margarita?
LADY WINDERMERE.- No tema usted, duquesa; nunca lloro.
DUQUESA.- Hace usted muy bien, querida. Las lágrimas son el refugio de las feas y la ruina de las bonitas. ¡Agatha, querida!
AGATHA.- ¿Qué, mamá?
DUQUESA.- Di adiós a lady Windermere y dale las gracias por tu deliciosa visita. (Volviéndose otra vez hacia atrás.) Y entre paréntesis: muchas gracia por haber enviado una invitación a míster Hopper..., ese australiano tan rico y de quien tanto se está hablando ahora. Su padre hizo una fortuna enorme vendiendo no sé qué clase de conservas; pero él es muy interesante, y me parece que se interesa mucho por la conversación espiritual de Agatha. Claro que nosotros sentiríamos mucho tener que separarnos de ella; pero a mi juicio, una madre que no es buena madre no se separa de una hija todos los años.
(PARKER abre la puerta del centro.) Y acuérdese usted de mi consejo: lléveselo de Londres lo antes posible. Es el único remedio.
Adiós otra vez, querida. Vamos, Agatha.
(Salen la DUQUESA y LADY AGATHA.)
LADY WINDERMERE.- ¡Qué horror! Ahora comprendo lo que quería decir lord Darlington con su ejemplo del matrimonio que no llevaban más que dos años de casados. ¡No, no es posible!... La duquesa hablaba de grandes cantidades entregadas, sin duda, a esa mujer. Yo sé dónde Arturo guarda su libreta de cheques... Sí, en uno de los cajones de ese bureau. Si yo quisiera podría enterarme. ¡Ah, yo sabré!... (Abre el cajón.) No, no; debe ser algún error. Indu- dablemente... (Se levanta y se dirige hacia el centro de la escena.)
Alguna habladuría estúpida. ¡Él me quiere! ¡Me quiere! Pero... ¿y por qué no mirar? Al fin y al cabo, soy su mujer; tengo derecho a hacerlo.
(Vuelve al bureau, coge el libro de cheques y lo examina página por página. Al acabar, sonríe y exhala un suspiro de alivio.) ¡Estaba segura! ¡No hay una sola palabra de verdad en esa historia absurda!
(Vuelve a dejar el libro en el cajón. Al hacerlo así, tiene un estremecimiento y saca otro libro de cheques.) ¡Otro libro!...
¡Personal!... ¡Y cerrado con llave! (Trata de abrirlo inútilmente. Echa de ver entonces un cortapapel del bureau, y con la ayuda de él corta la cubierta del libro.) ¡Mistress Erlynne!...
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