Eso y que no resisto la tentación de lo dramático. Me tomé la libertad, la grandísima libertad, lo confieso, de meterle la piedra en el bolsillo al comienzo de nuestra entrevista.

El viejo aristócrata miraba, con ojos muy abiertos, tan pronto la piedra como el rostro sonriente que tenía delante.

—Señor, no sé lo que hago. En efecto, sí; es la piedra preciosa de Mazarino. Señor Holmes, le quedamos muy reconocidos. Quizá, lo confieso, su sentido del humor esté algo viciado, y esta exhibición del mismo haya sido notablemente inoportuna; pero yo retiro por lo menos todos los comentarios que he hecho acerca de su asombrosa capacidad profesional Pero ¿cómo...?

—El caso está nada más que a medio terminar, ya vendrán a su tiempo los detalles. Espero, lord Cantlemere, que la satisfacción que tendrá al participar en los altos círculos a los que ahora vuelve, el resultado conseguido, supondrá una pequeña compensación por mi broma. Billy, acompañe a su señoría hasta la calle, y diga a la señora Hudson que me alegraré de que nos envíe lo antes posible cena para dos.

2. El problema del puente de Thor

En algún sitio de los sótanos del banco Cox and Co., en Charing Cross, hay un estuche metálico de documentos, maltratado y desgastado por los viajes, con mi nombre pintado en la tapa: John H. Watson, M.D., anteriormente del Ejército de la India. Está atestado de papeles, casi todos los cuales son informes sobre casos que ilustran los curiosos problemas que en diversos momentos tuvo que examinar el señor Sherlock Holmes. Algunos, y no menos interesantes, fueron completos fracasos, y como tales no admiten que se les relate, ya que no se llega a ninguna explicación definitiva. Un problema sin solución puede interesar al estudioso, pero es difícil que no moleste al lector corriente. Entre estos casos no concluidos está el del señor James Phillimore, quien, volviendo atrás hacia su casa para buscar su paraguas, desapareció de este mundo sin dejar rastro. No menos notable es el del barco Alicia, que zarpó una mañana de primavera y se metió en un pequeño banco de niebla del que jamás volvió a salir, sin que se supiera más de él ni de su tripulación. Otro caso digno de nota es el Isador Persano, el conocido periodista y duelista, a quien se encontró en estado de locura, mirando fijamente una caja de cerillas que tenía delante y que contenía un curioso gusano, al parecer desconocido para la ciencia. Aparte de esos casos no sondeados, hay algunos que implican los secretos de familias particulares, hasta un punto que significaría la consternación en muchos ambientes elevados si se creyera posible que hallaran su camino hasta la letra impresa. No necesito decir que tal quebrantamiento de confianza es impensable, y que esos informes se apartarán y se destruirán ahora que mi amigo tiene tiempo para dedicar sus energías a otro asunto. Queda un considerable remanente de casos de mayor o menor interés, que yo podría haber publicado antes si no hubiera temido dar al público un hartazgo que repercutiera en la reputación de un hombre a quien admiro por encima de todos. En algunos estuve metido yo mismo y puedo hablar como testigo de vista, mientras que en otros, o no estuve presente o tuve un papel tan pequeño que sólo podrían contarse como por parte de una tercera persona. El siguiente relato está sacado de mi propia experiencia.

Era una desapacible mañana de octubre, y observé, al vestirme, cómo las últimas hojas que quedaban iban siendo arrebatadas del solitario platanero que crecía en el terreno de detrás de nuestra casa. Bajé a desayunar preparado para encontrar a mi compañero deprimido, pues, como todos los grandes artistas, fácilmente se dejaba influenciar por el ambiente. Por el contrario, vi que casi había terminado su desayuno y que su humor era especialmente luminoso y alegre, con ese buen ánimo algo siniestro que caracterizaba sus momentos más ligeros.

—¿Tiene algún caso, Holmes? —hice notar.

—La facultad de deducción es ciertamente contagiosa, Watson —respondió—. Le ha hecho capaz de sondear mi secreto. Sí, tengo un caso. Tras un mes de trivialidades y estancamiento, las ruedas se ponen en marcha otra vez.

—¿Podría compartirlo?

—Hay poco que compartir, pero podemos discutirlo cuando haya consumido un par de huevos duros con que nos ha favorecido nuestra cocinera. Su estado quizá no deje de tener relación con el ejemplar del Family Herald que observé ayer en la mesa del vestíbulo. Incluso un asunto tan trivial como el cocer un huevo requiere una atención que sea consciente del paso del tiempo, incompatible con la novela de amor de esa excelente publicación.

Un cuarto de hora después, la mesa estaba despejada y nosotros cara a cara. El había sacado una carta del bolsillo.

—¿Ha oído hablar de Neil Gibson, el Rey del Oro? —dijo.

—¿Quiere decir el senador americano?

—Bueno, una vez fue senador por algún estado del Oeste, pero se le conoce más como el mayor magnate de minas de oro del mundo.

—Sí, sé de él. Seguro que lleva viviendo algún tiempo en Inglaterra. Su nombre es muy conocido.

—Sí, compró unas grandes propiedades en Hampshire hace cinco años.