sin violencia, les ruego! ¡Tengan en consideración los muebles! Debe ser evidente para usted que su posición es imposible. La policía está esperando abajo.
La perplejidad del conde sobrepasó su furia y su temor.
—¿Pero cómo dedujo...? —balbuceó.
—Su sorpresa es muy natural. No estaba enterado que una segunda puerta de mi habitación se encuentra directamente detrás de la cortina. Me imaginé que debió oírme cuando desplacé el muñeco, pero la suerte estaba de mi lado. Me dio la oportunidad de escuchar su interesante conversación, que hubiese sido penosamente embarazosa si se hubieran percatado de mi presencia.
El conde hizo un gesto de resignación.
—Le subestimamos, Holmes. Creo que es el mismísimo diablo.
—No tanto mi querido conde —Holmes respondió con una cortés sonrisa.
El lento intelecto de Sam Merton sólo gradualmente fue apreciando la situación. Ahora, con los sonidos de pesados pasos llegando por las escaleras, rompió el silencio.
—¡Un polizonte! —dijo—. Pero, dígame, ¿qué le pasa a ese condenado violín? Porque sigue tocando.
—¡Bah, bah! —contestó Holmes—. Está usted en lo cierto. ¡Déjelo tocar! Estos gramófonos modernos constituyen un invento extraordinario.
La policía penetró en tromba, se oyó tintinear las esposas, y los criminales fueron conducidos al coche que estaba esperando. Watson se quedó rezagado acompañando a Holmes, para felicitarlo por esta nueva hoja que acababa de agregar a sus laureles. Una vez más la conversación fue interrumpida por el imperturbable Billy, que se presentó con su bandeja.
—Lord Cantlemere, señor.
—Hágalo subir, Billy. Es un eminente par del reino que representa a los más elevados intereses —dijo Holmes—. Es una persona excelente y leal, pero está más bien chapado a la antigua. ¿Quiere que lo hagamos apearse de su solemnidad? ¿Vamos a tomarnos una pequeña libertad? Calculo que no debe saber nada de lo que acaba de ocurrir.
Se abrió la puerta para dejar paso a un hombre enjuto y austero, de perfil parecido a un hacha, y patillas largas de la época media victoriana, negras y brillantes, que no concordaban bien con los hombros caídos y flojos andares.
Holmes se adelantó afectuoso y le apretó una mano, que no respondió con otro apretón.
—¿Cómo andamos, lord Cantlemere? La temperatura es fría para la época del año en que estamos, pero bastante calurosa dentro de casa ¿Puedo quitarle el gabán?
—No, gracias; lo conservaré puesto.
Holmes apoyó con insistencia su mano en la manga del gabán.
—¡Por favor, permítame! Mi amigo el doctor Watson podrá decirle que estos cambios de temperatura son muy traidores.
Su señoría se liberó con impaciencia de las manos de Holmes.
—Me encuentro muy cómodo, señor. No voy a permanecer aquí porque entré simplemente para saber si ha hecho algún progreso en la tarea que le ha sido encomendada.
—Es difícil..., dificilísima.
—Ya me temí que así le pareciese.
El viejo cortesano dejó transparentar un tonillo de mofa en sus palabras y en su expresión.
—Señor Holmes, todo el mundo descubre sus limitaciones, pero ese descubrimiento nos cura por lo menos del engreimiento.
—Sí, señor, me he visto muy perplejo.
—¡Claro está!
—Sobre todo, en lo relativo a un detalle. Quizás usted pudiera ayudarme en ese punto.
—Solicita mi consejo con bastante retraso. Yo creía que usted disponía de métodos que nunca se quedaban cortos. Sin embargo, no tengo inconveniente en ayudarlo.
—Vera, lord Cantlemere, la verdad es que tenemos todas las pruebas para acusar a los auténticos ladrones.
—Cuando los haya atrapado.
—Exactamente. Ahora bien, el problema es éste: ¿De qué manera procederemos contra el perista?
—¿No es algo prematura la pregunta?
—Siempre es bueno que tengamos preparados nuestros planes para todo. Entonces bien, ¿qué prueba consideraría usted decisiva contra el perista?
—Encontrar la piedra en su posesión.
—¿Lo harían ustedes detener en tal caso?
—Sin duda alguna.
Rara vez se reía Holmes, pero en esta ocasión estuvo tan a punto de hacerlo como Watson no recordaba haberlo visto nunca.
—Siendo así, querido señor, me veré en la dolorosa necesidad de aconsejar que procedan a su detención.
Lord Cantlemere se puso muy irritado. En sus exangües mejillas vibraron, pasajeros, algunos de sus antiguos colores.
—Señor Holmes, se toma usted grandes libertades. No recuerdo caso igual en mis cincuenta años de vida oficial. Yo soy un hombre atareado, señor, que tiene a su cargo negocios importantes, y no dispongo de tiempo ni de gusto para bromas estúpidas. No tengo inconveniente en decirle, señor, que jamás he creído en sus talentos y que siempre he defendido la opinión de que el asunto habría estado más seguro en manos de la policía oficial. Su manera de conducirse confirma las conclusiones a que yo había llegado. Tengo el honor de darle las buenas tardes, señor.
Holmes había cambiado rápidamente de posición y se interponía ahora entre el lord y la puerta.
—Un momento, señor —dijo—. Salir de aquí con la piedra de Mazarino constituiría un delito mucho más grave a que se le encontrase transitoriamente en posesión de la piedra.
—Caballero, esto es intolerable. Déjeme pasar.
—¡Meta la mano en el bolsillo del lado derecho de su gabán!
—¿Qué es lo que pretende insinuar?
—Vamos, vamos; haga lo que le pido.
Un instante después, el atónito aristócrata, con la gran piedra amarilla sobre la palma de la mano temblorosa, parpadeaba y tartamudeaba:
—¡Cómo! ¡Qué! ¿Qué significa esto, señor Holmes?
—¡Lo he hecho muy mal, lord Cantlemere, lo he hecho muy mal! —exclamó Holmes—. Este viejo amigo aquí presente le podrá explicar mi endiablada afición a las bromas.
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