De todas las presentes, era la única que no se había endomingado para la ocasión. Incluso tuve la sensación de que se había vestido de una forma tan sencilla a propósito, para mostrar su desdén hacia la desconfianza provinciana. Le hacen el vacío. Todo el mundo sabe que no era más que una niña adoptada, poco más, en el fondo, que esas chicas de la Beneficencia que trabajan en nuestras granjas. Además, se ha casado con un hombre que es casi un campesino, viejo, avaro y astuto; tiene las mejores tierras de la región, pero habla como los pueblerinos y lleva él mismo las vacas a pastar.
Parece que ella sabe apañárselas para sacarle los cuartos: el vestido era de París, y tiene varios anillos adornados con gruesos diamantes.
Al marido lo conozco bien: fue él quien compró poco a poco toda mi menguada herencia. Algunos domingos me lo encuentro por los caminos. Se ha puesto zapatos y una gorra; se ha afeitado y ha venido a ver los prados que le vendí, en los que ahora pastan sus vacas. Apoya los codos en la cerca; clava en el suelo el grueso y nudoso bastón del que nunca se separa; apoya la barbilla en sus grandes y fuertes manos y se queda mirando al frente. Paso cerca de él. De paseo con el perro, o de caza. Vuelvo a pasar a la caída de la tarde, y allí sigue, quieto como una estaca. Ha estado contemplando su propiedad; es feliz. Su joven mujer nunca viene por este lado, y tenía curiosidad por verla. Le había preguntado por ella a Jean Dorin.
—Entonces, ¿la conoce? —me preguntó él a su vez—. Somos vecinos y su marido es cliente mío. Los invitaré a la boda y tendremos que tratarlos, pero no me gustaría que Colette y ella se hicieran amigas. Es demasiado liberal con los hombres.
Cuando entró esa joven, Hélène estaba de pie, no muy lejos de mí. Se la veía emocionada y cansada. Ya habíamos acabado de comer.
Habían servido un banquete de cien cubiertos sobre un entarimado traído de Moulins y montado al aire libre, bajo un entoldado. Hacía una temperatura agradable, y el aire era húmedo bajo un cielo sereno. De vez en cuando se levantaba un trozo de lona y veíamos el amplio jardín de los Érard, los árboles desnudos, el estanque cubierto de hojas secas… A las cinco retiraron las mesas y empezó el baile.
Seguían llegando invitados, los más jóvenes, los que no querían comer ni beber en exceso, pero sí bailar; aquí no sobran diversiones.
Entre ellos estaba Brigitte Declos, pero no parecía conocer íntimamente a nadie. Había venido sola. Hélène le dio la mano, como a todo el mundo; pero, por un instante, sus labios se fruncieron, e hizo una de esas sonrientes y animosas muecas que las mujeres emplean para disimular sus auténticos sentimientos.
Luego, los mayores cedieron el improvisado salón de baile a la juventud y se retiraron al interior de la casa. Se formaron corros ante las grandes chimeneas; en aquellas habitaciones cerradas hacía un calor sofocante. Había granadina y ponche.
Los hombres hablaban de la cosecha, de las granjas arrendadas a aparceros, del precio del ganado… En las reuniones de gente madura se respira una especie de imperturbabilidad; los organismos han digerido todos los platos pesados, amargos y picantes de la vida, han metabolizado todos los venenos, y durante diez o quince años permanecen en un estado de perfecto equilibrio, de envidiable salud moral.
Están satisfechos de sí mismos. El penoso y vano trabajo con el que la juventud intenta adaptar el mundo a sus deseos ha quedado atrás.
Han fracasado y ahora descansan. Dentro de unos años, volverá a agitarlos una sorda inquietud, que esta vez será la de la muerte; pervertirá sus gustos de un modo extraño, los volverá indiferentes, o raros, o gruñones, incomprensibles para su familia, extraños para sus hijos. Pero, de los cuarenta a los sesenta, gozan de una precaria paz.
Eso es lo que yo sentía, con enorme fuerza, después de aquella buena comida y aquellos excelentes vinos, recordando los días del pasado y al cruel enemigo que me hizo huir de esta tierra. Intenté ser funcionario en el Congo, comerciante en Tahití, trampero en Canadá.
Nada me satisfacía. Creía estar buscando fortuna; en realidad, me empujaba el ardor de mi joven sangre.
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